miércoles, 26 de mayo de 2010

Rodrigo Fresán habla sobre Auster en Letras Libres




Recuerdo que una vez, durante alguna de sus múltiples ruedas de prensa para intentar enderezar alguna maniobra retorcida, el presidente argentino Carlos Saúl Menem se excusó con un juguetón y sonriente “Eso es culpa de la casualidad permanente”. Recuerdo también que, entonces, yo pensé que nadie –ningún editor o lector o crítico– había definido mejor, lateral e involuntariamente, la literatura de Paul Auster. Pensé también que el extravagante relato de la vida y obra de Menem –quien seguramente jamás había oído o leído nada acerca o cercano al escritor norteamericano– no habría estado de más en boca y relato oral del dueño del estanco de tabacos Augie Wren o de cualquier otro de sus –nunca mejor dicho, apellido que se vuelve adjetivo– austeros héroes.

Es que el escritor norteamericano y traductor y poeta y guionista y director de cine y esposo de novelista y padre de chanteuse y actriz y Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres y flamante Premio Príncipe de Asturias Paul Benjamin Auster (Newark, New Jersey, 1947) ha erigido y continúa ampliando toda su ya amplia obra plantándola en los inciertos pero siempre ocurrentes terrenos de lo azaroso. Como el Julio Cortázar de siempre, como el Rod Serling anfitrión de la serie The Twilight Zone, como ese campeón de la paranoia que fue Philip K. Dick, como el último Nobel y primer Orhan Pamuk con quien comparte más de un rasgo distintivo como las suplantaciones de personalidades y el objeto libro como talismán, Auster cree en un orden secreto de las primeras cosas, en una melodía de lo fortuito, en una trama en la que toda existencia puede llegar a ser una buena historia si se la lee con cuidado y sin prejuicios. De ahí que entrar a cualquier libro de Auster signifique, también, entregarse. No resistirse a la idea de que todo está relacionado y aceptar que lo que proponen y ofrecen sus ficciones es, en realidad, una tan inquietante como consoladora certeza de que no hay nada más previsible que lo imprevisible o, si se prefiere, nada más imprevisible que lo imprevisible. Así, los libros de Auster son libros que nos obligan a creer, sin esfuerzo alguno, en un mundo según Auster.

Y los lectores de Auster creen en Auster y en lo que Auster cree. Porque creer en el mundo según Auster –sus leyes, sus recompensas, sus castigos– no deja de ser, ya se dijo, un alivio, una esperanza, una forma intelectual de lo moral pero finalmente sensible de lo que predicaban tiempo atrás algunas películas de Frank Capra filtrado por cierta atmósfera envasada al vacío. Un aire de Samuel Beckett, a quien Auster frecuentó y admira y con quien comparte pómulos, fotogenia y el amor sin fronteras que los franceses suelen dedicar a los extranjeros que hacen suyos. Auster como alguien que ya tenía claro su credo cuando, a los diecinueve años, apuntó en un cuaderno adolescente: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo”.



EL HOMBRE QUE MIRA

Si se tiene una cabeza como la de Paul Auster, en el mundo suceden cosas raras que, cabía esperarlo, a Auster no le resultan raras en absoluto sino perfectamente normales. En conversación con Gérard de Cortanze (Dossier Paul Auster, Anagrama, 1996), Auster se refiere al síntoma y al diagnóstico –el aquí firmante, ya se vio, no es la excepción– que habitualmente suele adjudicársele a su sistema creativo y que contagia e inmuniza a su obra:



“Paul Auster y el azar”… ¡Ah sí, me resulta francamente irritante! Está la necesidad y las contingencias y la vida no es más que eso, contingencias. No hay más que abrir los ojos y mirar la vida de la gente que te rodea, la de tus amigos, para darse cuenta de hasta qué punto ninguna existencia sigue una línea recta. Somos permanentes víctimas de contingencias cotidianas. Pienso a menudo en una palabra: accidente. Existen dos acepciones, la filosófica y la cotidiana, en el sentido en que se habla, por ejemplo, de un accidente de automóvil. Por definición, un accidente no es previsible. Se trata de algo que ocurre: no previsto. Y nuestras vidas están hechas a base de accidentes. También me interesan mucho los accidentes que no llegan a producirse. La casualidad existe… El tipo que cruza la calle y que se libra por los pelos de que le arrolle un vehículo… Ese milímetro gracias al cual permanece con vida me fascina: esa distancia mínima contribuye a fabricar una vida. Me parece muy evidente; no hay nada más normal que eso. No, sinceramente, la idea del “azar” no me interesa. Es como si se descubriera por primera vez leyendo mis libros: es absurdo.



Y, aunque le irrite a Auster, aun así…



LOS ACCIDENTADOS

Cabe pensar que buena parte del atractivo que ejerce Paul Auster sobre sus lectores –que son legión en Francia y en España y en Argentina y en buena parte de Latinoamérica– pasa porque sus argumentos, siempre, están apoyados sobre la idea de un destino al que puede afinarse y ejecutarse como si fuera un instrumento y cuya partitura, por una vez, resulta engañosamente fácil. Digámoslo así: Auster escribe claro sobre asuntos difíciles, Auster cubre temas complejos con historias atractivas y que parecen arrastrar al lector, sin pausa, hasta la última página. Alguna vez lo afirmé y vuelvo a decirlo aquí: Auster, como la Coca-Cola, refresca mejor. Y el misterio de su sabor extraño –esa “chispa de la vida”– se potencia con el misterio todavía más apasionante de algo cuya fórmula exacta desconocemos (el esquivo y legendario ingrediente secreto de la gaseosa en cuestión) y que tal vez exactamente por eso no dejamos de consumir y de disfrutar. Cabe preguntarse entonces cuál es la composición exacta del Lector Marca Auster. ¿Es el mismo lector-culto-de-culto que suele consumir a los jarabes del momento y que hoy bebe a Kundera, mañana a Eco, pasado a Sebald y cualquier día de estos a Márai o a Coetzee? No lo creo. Me parece, en cambio, que el lector que se aficiona a Auster –como el que se aficionó a J. D. Salinger o, más recientemente, a Haruki Murakami y, si se hace justicia, a John Banville– está más allá de las modas. Es alguien que gusta y goza de ser –para usar una expresión muy argentina– histeriqueado por el autor, seducido, atropellado por el automóvil de su prosa pero siempre sobreviviendo no para que se lo cuenten sino para que, por favor, Auster se lo siga contando.

A mi caso me remito. Es posible que Auster jamás vuelva a deslumbrarme como lo hizo con La invención de la soledad (cumbre metaficcional de 1982) o con El palacio de la Luna (folletín existencialista de 1989) o con Leviatán (1992, ganadora del Prix Medicis y la mejor novela de Don DeLillo que Don DeLillo jamás escribirá) o con su guión para el film Smoke de Wayne Wang (1995, para mí su obra maestra y –con ayuda de unos impagables William Hurt y Harvey Keitel– acaso una de las aproximaciones cinematográficas más logradas al Ser Escritor y a lo que significa ser escritor). Pero también es cierto que el que para mí es su período más flojo –esa torpe reescritura mágica del Huckleberry Finn que es Mr. Vértigo (1994), su desabrida autobiografía de fracasos juveniles A salto de mata (1997), la insoportable Tombuctú (1999, también conocida por sus dedicados odiadores como “la del perrito”), y ese demasiado astuto para su propio bien que es esa suerte de greatest hits titulado El libro de las ilusiones (2002)– no impidió que siguiera leyendo a Auster y que me permitiera disfrutar de su presente. De esas encantadoras fábulas con personas que son la experimental sin complicaciones La noche del oráculo (2004) y la sensiblera pero sensible Brooklyn Follies (2005): dos novelas desarticuladas que tratan sobre los mecanismos de la novela (la primera) y sobre los modos en que esos mecanismos –accidentales o azarosos– funcionan sobre la vida de los hombres (la segunda, que bien podría titularse Smoke II: La aventura continúa). Dos libros que una vez que se comienzan no se cierran hasta finales que nos dejan curiosamente satisfechos e inquietos al mismo tiempo: ¿hemos sido víctimas de una broma perfecta o, tal vez, hemos disfrutado de dos relajadas obras maestras? ¿Le importa a alguien?



CRUZAR LA CALLE

Termino de leer la recién aparecida Travels in the Scriptorium, título similar al de una de las películas desaparecidas de Héctor Mann en El libro de las ilusiones. Una hermética y breve novela con hombre prisionero (que recuerda un tanto a la Mantissa de John Fowles) que es, según el propio Auster, “el libro más extraño que he escrito” y un decidido retorno a sus fuentes beckettianas con mucho de las atmósferas “cerradas” y “encerradas” de la Trilogía de Nueva York (1985-1986), El país de las últimas cosas (1987) y La música del azar (1990, finalista del premio pen/Faulkner). Otro libro en el que los verdaderos héroes –más allá del Mr. Blank protagónico– son los libros, el acto mismo de escribirlos y la forma en que leer equivale a ver. Otra muestra de alguien al que la revista Salon.com ha definido, on line, como alguien “audazmente simbólico, teórico sin culpas… un arriesgado creador que combina élan intelectual con nervio desnudo”. De acuerdo, puede ser. Y tal vez sea exactamente esta combinación de producto perfecto lo que irrite hasta las convulsiones a varios escritores que conozco y que, en ocasiones, me produce a mí una ligera pero persistente urticaria. La cosa no es tan grave en mi caso porque hace ya tiempo que he comprendido que no tiene sentido resistirse al Efecto Auster. Yo –resignado y, por qué no, feliz de estarlo– propongo otra explicación para la adicción y la inquietud que provoca Auster. Algo que –incluso a regañadientes y con ceja enarcada– nos obliga sin demasiado esfuerzo a seguir leyéndolo: Auster sabe narrar. Y es ciencia: hay momentos en que sólo la Coca-Cola nos quita esas ganas de beber Coca-Cola, porque pocas cosas en esta vida producen más ganas de tomar Coca-Cola que la Coca-Cola.

Hacerlo así, disfrutarlo de este modo: viajar al Planeta Auster, alcanzarlo en cualquier esquina de Brooklyn (de ser posible un 27 de febrero, día que desde el 2006, el almanaque local y el presidente de ese municipio han ascendido a Paul Auster Day), destapar una botella de la gaseosa antes mencionada, cruzar la calle y salvarnos por un pelo de que nos atropelle un auto y tal vez, sin saberlo, aparecer en una de esas fotos que Augie Wren toma todas las mañanas con una cámara robada que él a su vez le robó una Navidad a una anciana ciega.

Y entonces –último sorbo pero ya pensando en la próxima botella o lata, jurándonos ya no pensar en un tal Carlos Saúl Menem porque cada vez que pensamos en él…– alcanzada la seguridad de la acera de enfrente, la vida que no se interrumpe y la historia que continúa, con el mundo en la cabeza y el cuerpo en el mundo, comprenderlo todo, incluso lo incomprensible.

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