Edgar Allan Poe publicó en 1844 un famoso relato titulado “La carta robada”. En él, Arsenio Dupin investiga el hurto de una comprometedora misiva que, de caer en malas manos, podría comprometer seriamente a su destinatario.
Este breve relato ha provocado ríos de tinta en lo tocante a su interpretación. Autores como Julio Cortázar, Jacques Lacan o Rolan Barthes pusieron sus ojos y pensamiento en él, quizá porque el género de la carta nos resulta muy interesante, quizá porque sabemos que una carta es algo más que un acto de comunicación: lo que se cuenta por carta nunca es algo que se pueda soslayar o dejar pasar de largo.
La carta compromete al destinatario mucho más que la conversación, es una comunicación diferida en el tiempo pero que no pierde vigencia en el paso de éste… Al contrario, las cartas parecen no envejecer y ganar tensión conforme el tiempo pasa por ellas. Encontramos una carta sin abrir de uno de nuestros abuelos y nos da un vuelco el corazón, mucho más que ver viejas fotos o encontrar un antiguo carnet.
Las cartas pertenecen a un dominio distinto de lo literario. Si en la realidad son siempre una confesión, un “ajuste de cuentas con la verdad”, cuando se emplean dentro de una ficción sabemos que hay un alto grado de verdad en ellas, y que los personajes no suelen mentir en sus líneas: ahí encontraremos al verdadero personaje, sus motivaciones más íntimas y hondas, su rostro expuesto. El grado de verosimilitud que le atribuimos a una carta cuando nos la encontramos dentro de un relato es tan grande como el de veracidad que le concedemos a una carta que nos llega de un familiar o un amigo tras un conflicto. Las cartas son la mejor exploración objetiva del otro de que disponemos. Sabemos que una carta fue escrita en privado, en silencio quizá, sin injerencias, y con el tiempo suficiente para que la conciencia remuerda implacable si hay mentira en ellas.
Por eso la carta es, como decía el pensador ruso Bajtin, “un lugar conformador de identidad”.
En “La carta cerrada” de nuestra novela, lo característico no es el contenido de la carta (que también, claro está…) sino el hecho de que esté cerrada. La carta tiene esa magia del mensaje certero al corazón: una carta puede cambiar el sentido de una vida.
Por eso nos planteábamos el otro día aquella pregunta: Si fueras Daniel ¿Hubieras abierto la carta escrita de puño y letra por su madre? Abrir la carta supondría sin duda darle un vuelco a la vida.
La carta sigue siendo magia en estado puro para nosotros. El valor de la letra manuscrita es infinito. Os relataba este breve cuento que cita Umberto Eco al principio de su ensayo sobre la interpretación.
“Al principio de su Mercury, Or the Secret and Swift Messenger, 1641, John Wilkins cuenta la siguiente historia: Cuan extraño debió resultar este Arte de la Escritura en su primera invención lo podemos adivinar por los Americanos recién descubiertos, que se sorprendían al ver Hombres que conversaban con Libros, y a duras penas podían hacerse a la idea de que un Papel pudiera hablar... Hay una graciosa Historia a Propósito de esto, concerniente a un Esclavo indio; el cual, habiendo sido enviado por su Amo con una cesta de Higos y una Carta, se comió durante el Camino gran Parte de su Carga, llevando el Resto a la Persona a la que iba dirigido; la cual,
cuando leyó la Carta, y no encontrando la Cantidad de Higos de que se hablaba, acusó al Esclavo de habérselos comido, diciéndole lo que la Carta alegaba contra él. Pero el Indio (a pesar de esta Prueba) negó candidamente el Hecho, maldiciendo la Carta, por ser un Testigo falso y mentiroso.
Después de esto, habiendo sido enviado de nuevo con una Carga igual, y con una Carta que expresaba el Número preciso de Higos que habían de ser entregados, devoró otra vez, según su anterior Práctica, gran Parte de ellos por el Camino; pero antes de tocarlos, (para prevenir toda posible acusación) cogió la Carta, y la escondió debajo de una gran Piedra, tranquilizándose al pensar que si no lo veía comiéndose los Higos, nunca podría referir nada de él; pero al ser ahora acusado con mayor fuerza que antes, confiesa su Error, admirando la Divinidad del Papel, y para el futuro promete la mayor Fidelidad en cada Encargo (3.a ed., Nicholson, Londres 1707, pp. 3-4).
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