EN EL CULTURAL
Un corazón demasiado grande
La escritora Eider Rodríguez reúne en este volumen una antología de relatos entre suspendidos en incógnitas y otros profundamente morales
16 septiembre, 2019 05:33
Nadal Suau
Eider Rodríguez
Random House. Barcelona, 2019. 288 páginas. 17,99 €. Ebook: 8,99 €
En un wéstern que no logro recordar, un personaje se planta ante el desierto y, advertido por alguien de que ha llegado a la frontera con México, vuelve su rostro a la cámara y dice: “Las fronteras están para atravesarlas”. Y al galope que se va. No está mal esa escena repleta de dramatismo cool y viril, pero la frase no es necesariamente cierta: hay fronteras en las que nos instalamos, irresueltos, y en ellas fundamos un nuevo territorio, o bien nos desgastamos lentamente sin fundar nada en absoluto ni resolver cómo orientarnos. La narradora Eider Rodríguez (Rentería, 1977), cuyo libro Un corazón demasiado grande se presenta como una apuesta fuerte de Random House en este otoño, ha hablado del concepto de frontera en alguna entrevista a propósito de estos seis relatos en voz baja y registro realista, cuya superficie invita a citar a Carver, Cheever y otros maestros de la insinuación en el detalle. Es verdad que los personajes que nos esperan aquí se sitúan en posiciones precarias, inciertas, algo que resalta todavía más cuando la primera persona toma el mando. Que sirva de ejemplo “¿No notas nada raro?”, en el que una mujer queda con su madre, intuye algo irreparable en su comportamiento, se resiente de las fricciones inevitables de cualquier relación materno-filial… Y poco más. Por debajo, se insinúan conflictos identitarios probablemente irreparables (imposibles de atravesar, por lo tanto) que tienen que ver con la clase social, las expectativas familiares o el paso del tiempo. “Cada una de nosotras se esforzaba por huir de su origen, ella a través del estilo y yo a través del intelecto”: al galope sin llegar nunca al otro lado. Al final de cualquier relato de Rodríguez, como es lógico, solo queda la perspectiva de la pérdida final.
Este volumen nos ofrece relatos suspendidos en incógnitas, pendientes de detalles nimios, y profundamente morales
Así pues, Un corazón demasiado grande nos ofrece relatos suspendidos en in-cógnitas, pendientes de detalles nimios o sustanciales (la carne quemada que sobrevivió a un incendio, por ejemplo), y yo diría que profundamente morales (si entendemos que el moralista es quien da un paso atrás para describir su propia época al margen de las proclamas urgentes; no esperen otra cosa más fácil, aquí no hay higiene maniquea ni asideros para la buena conciencia), aunque parapetados tras una exigencia de misterio implícito. La escritura y estructura es siempre técnicamente impecable (la propia autora firma la traducción, en ocasiones acompañada por Zigor Garro y Lander Garro), con chispas de humor desasosegante. Pero si algo convierte a Rodríguez en una autora oportuna y valiosa, es la tendencia que ya hemos comentado a desarmar cualquier señal ética que tranquilice al lector ofreciéndole una lectura unívoca: no es fácil saber qué conclusiones extrae la narradora de “Hierba recién cortada” acerca de su vecina Arantza a partir de su pedazo de intimidad que acierta a entrever casualmente. Tampoco es fácil saber qué conclusiones sacamos nosotros mismos.
En la presente edición, Un corazón demasiado grande (publicado en euskera en 2017) viene acompañado por una antología de relatos fechados entre 2004 y 2012. Aparte del pequeño matiz de que seis relatos de la autora son una medida más ajustada que veinte para afrontar una lectura conjunta, volver la vista atrás en su producción es bien revelador. Tanto en forma como en temática, parece claro que ha recorrido un camino de desnudamiento u ocultamiento: algunas de sus anteriores historias tienen un punto de obviedad ingeniosa (pienso en la oficina para el suicidio o el relato que hace la cuenta atrás de la vida de una familia) que, sin estar “mal”, no es el punto fuerte de la autora; en algún caso, como “Ojos de abeja”, diría que incluso se traicionan ciertas convicciones estilísticas del conjunto; y en general, son páginas menos misteriosas que las recientes. A cambio, hay dos textos, “Carne” y “El verano de Omar”, excepcionalmente ambiguos, incómodos, no se sabe si terribles o tiernos. De nuevo: morales. No es poca subversión.
Eider Rodríguez: Un corazón demasiado grande
Idioma original: Euskera
Título original: Eta handik gutxira gaur. Haragia. Katu jendea. Bihotz handiegia.
Año de publicación: 2004, 2007, 2010, 2017
Traducción: Al catalán; Pau Joan Hernàndez. Al castellano; Eider Rodríguez, Zigor Garro, Lander Garro.
Valoración: Muy recomendable
La lectura de la veintena de estos relatos breves de Eider Rodríguez depara una sensación rara, inquietante. Por una lado, la propia configuración del género, del formato del cuento, que juega con lo explícito, que no lo explicado. Con lo apenas revelado y no con lo detalladamente inventariado. Y por otro, la punzante capacidad de la autora para moverse entre las paradojas de la cotidianeidad, por señalar las casi imperceptibles grietas adheridas a la fachada de aparente normalidad que exhiben los protagonistas, sus circunstancias, sus confortables casas y familias. Una realidad contradictoria, enrevesada y sutil, hecha de cariño y desprecio, de belleza y de enfermedad, de soledad y de complicidad, de sobrentendidos. Y malentendidos.
En el relato que da título al libro, las metáforas resultan, en mi opinión, un tanto evidentes; el corazón incapaz de funcionar debido al atasco de los conductos que deberían alimentarlo, el limonero moribundo y seco al que el traslado proporciona nuevos brotes, el disfrutar de un verano excepcionalmente largo. Está también la tesitura por la que se desliza la protagonista, a quien su hija empuja a tomar el cuidado de su padre enfermo -su ex pareja, con la que apenas ha tenido contacto en los últimos veinte años- circunstancia que le aboca a afrontar una inesperada inmersión en su propio detritus emocional. Un precario equilibrio entre lo que pensamos que debe ser hecho, lo que hacemos por un ser querido y lo que sencillamente hacemos porque sí, por darnos el gusto. Un pulcro lodazal en el que chapotear con la sonrisa fatigada, entre la compasión y el patetismo, donde aprender a quererse cuidando del otro, donde resistirse a amar, y a odiar, y donde los momentos álgidos apenas son el preludio de un nuevo hundimiento. Todo eso –recuerden, más explícito que explicado- puede caber en un corazón demasiado grande.
Las narraciones de Eider Rodríguez (Rentería, País Vasco, 1977) sobrevuelan un cierto grupo y ambiente social, esa clase media desahogada materialmente y emocionalmente cochambrosa. Hay fragilidad en los niños y en los viejos, en los enfermos, en los heridos, en los gatos, y hay solidez en las casas que habitan, espaciosas, ajardinadas, iluminadas. Capaces de destilar rencor, por ejemplo, hacia esos que no son como nosotros, que se visten y peinan de otra manera, y también comen y hablan diferente, y de acreditar carencias de traca, como la de la joven que piensa que sólo las perdedoras van detrás de los chicos, que ellas no han sido educadas para el amor y que si este apareciese, habría que soportarlo tan bien como fuese posible.
También hay lugar, parco, recóndito, para la esperanza, como la hija que regala unos pendientes de plata a su madre como símbolo de su afán por abrirle ventanas a su pequeño y recluido mundo, así como para la ironía, como la madre y la hija que intentan huir de su origen social, una a través del estilo, la otra del intelecto. Aunque apenas para la condescendencia, como la mujer que se aleja de la juventud y concluye que el problema no es la belleza, sino dejar de ser alguien que pueda provocar una disputa entre cazadores. Y que sentencia (he leído la versión en catalán): És això, la vida? Això i prou? Y como lector me quedo noqueado, atrapado en esa maravillosa sensación. Rara. Y muy inquietante. Quizás estos ambientes sociales que impregnan los relatos de Un corazón demasiado grande podrían resumirse con una frase que en estos últimos años se ha hecho muy popular aunque me parezca especialmente desagradable: Es lo que hay.
HUMANO Y MICROSCÓPICO | SOBRE ‘UN CORAZÓN DEMASIADO GRANDE’, DE EIDER RODRÍGUEZ
De Redacción b 13 noviembre 2019 Crítica
La escritora guipuzcoana reúne en Literatura Random House sus mejores relatos traducidos del euskera y seis nuevos que actúan como un microscopio que señala las bacterias sospechosas de nuestra existencia cotidiana.
© EDUARDO LAPORTE
«Piezas maestras». Elvira Navarro (La trabajadora, La isla de los conejos) definió así los relatos que Eider Rodríguez ha reunido en Un corazón demasiado grande (Literatura Random House) en la presentación del libro en Madrid, en septiembre de 2019.
Juan José Millás, otro de los presentadores, advirtió en ella las influencias de nada menos que Tolstói o Chéjov, maestros ambos en el arte de señalar los dramas latentes de las clases en principio acomodadas. No reniega Eider Rodríguez (Rentería, 1977) de esas influencias y es cierto que capacidad de observación de los traumas más sutiles no le falta. Es más, es poseedora de unas gafas de visión aguda, casi microscópica, que le permiten diseccionar conflictos soterrados que al común de los mortales le pasarían inadvertidos. Se reconoce amante de las descripciones, a menudo denostadas, aunque el trazo rápido y preciso, sin ser tópico pero tampoco rebuscado, le define bien. «Encima de la mesita, sobre un tapete, cuatro mandos a distancia» leemos en El cumpleaños, uno de los relatos para mí más conseguidos y, en este caso, luminosos.
Es poseedora de unas gafas de visión aguda, casi microscópica, que le permiten diseccionar conflictos soterrados que al común de los mortales le pasarían inadvertidos.
También deudora —¿algún autor de relatos actual no lo es?— de Carver, me atrevería a decir que Eider Rodríguez supera al maestro al cerrar con menos pereza sus textos. No es que busque el final de redoble de tambores y efecto sorpresa, pero sí que se esfuerza en dotar de un sentido global al relato. Y eso se agradece. Porque a Raymond Carver le perdonamos esa cosa del final abierto que nadie se atrevió a criticar y que generó una sospechosa escuela: la de carverianos finalabiertistas que de tantas posibilidades no ofrecían ninguna. O la misma que la vida. Matemos al padre y, sobre todo, al maestro.
Eider Rodríguez no es Carver ni falta que le hace. Sus finales dejan un buen sabor de boca narrativo, el de una desembocadura literaria eficaz que en la que nada está puesto porque sí (como se descubre al hacer una lectura a la inversa). Son textos trabajados hasta la extenuación, como la propia autora, que escribe primero en papel, confesó el día de su presentación.
Relatos como el que da nombre al volumen son una buena muestra de ello. Porque en Un corazón demasiado grande se narra la relación —o no relación— entre una mujer y su exmarido, con el que no tiene trato desde hace veinte años (aparte de una hija en común). Enfermo terminal y sin apenas apoyos, ella le acompañará en sus últimos días en un trato tan afectuoso como incómodo. Brota entonces algo parecido al cariño, pero también sentimientos no tan nobles de quien no supo decir que no a ese papel de cuidadora a la fuerza. La figura del perro, Oso, secundario de lujo, y el juego que la autora le da son claves para entender la pericia para el final cerrado, que no hermético, perfectamente orquestado.
Al margen de la temática —se ha hablado de personajes que cuidan y que no son tan cuidados—, el estilo de Eider Rodríguez tiene algo que atrapa, si bien su mirada microscópica y al detalle exige mucha atención.
Buen sabor de boca narrativo, decíamos, pero no tanto de alma, pues Eider Rodríguez no escribe para hacer amigos. Se comentó que los personajes de Rodríguez eran «buenos», lo que no quita para que algunos den rienda suelta a otras pasiones tan humanas como siniestras. Sucede tanto en el primer relato como en el segundo, Hierba recién cortada, que comparte el patrón del primero. Una situación dada, normalmente relaciones con dosis de toxicidad, o que cuando menos suponen un lastre, que se resuelven con la ayuda de un leit motiv sugerido a lo largo de relato.
Ambos relatos comparten también cierta pulsión de muerte. De matar. Ya sean moscas o geranios se palpa, y se manifiesta, una violencia soterrada que aflora como única catarsis posible. Claro que también hay un tono más juguetón en un relato como Preferiría no tener que mentir: la protagonista configura su propio suicidio asistido en una gestoría dedicada a tales menesteres con un resultado tragicómicamente visionario. Otro ángulo para enfrentarnos a la pulsión de matar/morir.
Al margen de la temática —se ha hablado de personajes que cuidan y que no son tan cuidados—, el estilo de Eider Rodríguez tiene algo que atrapa, si bien su mirada microscópica y al detalle exige mucha atención y que haya que espaciar las lecturas para no saturarse. Como cuando en La muela la protagonista envuelve a ese resto de su anatomía en una «mortaja» de papel higiénico para después «enterrarla» en el bolsillo. Recuerda en este punto a la citada Elvira Navarro que, en su reciente La isla de los conejos, incluye un relato titulado Encía que transcurre por parecidas latitudes de una incomodidad mórbida. Difícil olvidar el mioma que le extirpan a la protagonista de Paisajes y que deja caer en la pecera de su casa.
Una querencia por lo turbio, por los pliegues más recónditos y menos lustrosos de nuestra psicología que se podría enmarcar en la corriente que comparten autoras como Sara Mesa, Samanta Schweblin y, a su manera, Gabriela Ybarra y la pamplonesa Margarita Leoz (que publica libro en Seix Barral este otoño, por cierto). En estos dos últimos casos no se da tanto esa escatología de lo orgánico, digamos, pero sí el recurso a escenarios domésticos y cotidianos donde sobrevuela una inquietud no resuelta. Ya dijo André Gide que con buenos sentimientos no se hacía buena literatura. Y, claro, esto nos atrae.
EL AUTOR
EDUARDO LAPORTE (Pamplona, 1979). Es escritor y periodista cultural. Nacido en Pamplona en 1979, reside en Madrid desde 2005. Ha publicado libros como ‘Luz de noviembre, por la tarde’, o ‘La tabla’, en Demipage, así como un diario íntimo en la editorial Pamiela y su particular visión sobre Baroja en Ipso Ediciones.
UN CORAZÓN DEMASIADO GRANDE. Entrevista a Eider Rodríguez
Tras veinte años separados, Isabel acepta cuidar a Ramón, su exmarido, gravemente enfermo. “No quería sentirlo, no quería odiarlo, no quería quererlo”.
Una mujer descubre azarosamente que su vecina tiene una relación con su suegro y ese secreto -por el que siente asco y fascinación- le hace compañía.
Nieves acude a la fiesta de cumpleaños de una amiga de su hija y durante unos instantes acaricia la mano del padre de esa niña, siente un hechizo. “Quise retenerlo, atraparlo para que no se escapara, para que viviera dentro de mí siempre, aunque sabía que, al alejarme del lugar, el hechizo iría desvaneciéndose poco a poco”.
Floren recuerda con dolor la primavera de 1937. Hay algo que no ha contado a nadie. “Él nunca se lo ha contado a nadie, ni siquiera a Geneviève”, su mujer, en los últimos días de ésta. Floren, entonces un muchacho, siempre andaba solo y no parecía peligroso. Por eso no fue fusilado por los fascistas. Manuel, sí. Le gustaba estar con él, jugar, descamisados, y mirar, sudar, hablar, tumbados en la campa.
Eider Rodríguez nos habla en el libro de relatos “Un corazón demasiado grande” (Literatura Random House), escrito originalmente en euskera, de apego y de distancia, de soledad y deseo, de la vida cotidiana y de la intimidad, de seres fronterizos en los que podemos reconocernos.
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142 RC. Antes de hablar del libro me gustaría conocer tus referencias en el género.
El primer autor que me impactó en mi trayectoria vital fue Julio Cortázar, “Final del juego” y “Las armas secretas”. Estos relatos me dejaron KO y posteriormente vino Raymond Carver, desde otro lado y con otra simplicidad y con otra maestría. Pero mi autora favorita entre todos los autores es Alice Munro. Para mí es un genio como escritora, como cuentista, y con una manera de retratar la realidad que pocos novelistas alcanzan.
142 RC. Hay un tema recurrente en tus cuentos, la relación con los “otros”, la relación con los desconocidos, como algo inquietante. Mientras leía el libro pensé en Carlos Skliar, en su obra “Hablar con desconocidos” que dice que a veces hablar con un desconocido puede cambiar el pulso de la tierra, en el sentido positivo, o negativo. ¿Qué te sugiere lo que te estoy diciendo?
Pues me sugiere muchas cosas. Por una parte, los “otros”, eso, ha estado muy presente a la hora de escribir. Cuando digo los “otros” estoy diciendo también “nosotros”. Hay una frontera, una línea divisoria entre lo que son ellos y lo que somos nosotros. Esto lo relaciono con la frontera, física y administrativa, que está también presente en estos relatos. Yo vivo en Hendaya, que forma parte de la Administración francesa pero trabajo en Donosti (San Sebastián). Estoy constantemente cruzando la frontera y cruzando también la línea divisoria entre el “otro” y el “yo”. Enseguida te das cuenta de que es un artificio, esa raya en el suelo, como los artificios que también tenemos, emocionales y psicológicos para diferenciarnos del resto del mundo del “otro”. Me interesa muchísimo esta línea divisoria, las contradicciones que se generan, los prejuicios que se crean, los veo como huevos que se dejan en esa línea fronteriza y que yo intento romper con delicadeza y ver lo que hay en su interior. Si. Está muy presente el tema de la frontera, aparte de la administrativa, la frontera entre lo racional y lo emocional, lo cerebral y lo corporal, la vida y la muerte, la maternidad y la hijedad, si se me permite la expresión, las líneas entre las diferentes clases sociales, el primer mundo y el tercer mundo. Todo ello lo he querido transitar.
142 RC. Eres profesora, además de escritora. ¿Cómo ves la literatura en euskera en estos momentos?
Yo creo que en la literatura vasca hay cada vez cosas más interesantes. Es una literatura cada vez más madura. Quiero decir con ello que es cada vez más compleja, más variada, más poliédrica y eso siempre es bueno. Quizá lo que nos falta es un sistema cultural y una industria más potente y, sobre todo, tenemos el problema del desprestigio de la lengua que es algo con lo que tenemos que lidiar. Una de las asignaturas que yo imparto como profesora en la Escuela de Magisterio, es “Fomento de la Literatura para futuros docentes” y de los pocos que leen casi nadie lee en euskera. Es difícil.
142 RC. ¿Por qué escribes?, ¿desde cuándo?
A mi siempre me ha gustado mucho hacer cosas con las manos. Con barro, pintar, recortar, pintar fotos, collage. Me ha gustado siempre mucho eso. Lo he hecho desde pequeñita. La creación con las manos me generaba una sensación que yo no la he encontrado nunca en ningún otro ámbito. Una sensación de bienestar, de plenitud, de excitación. Estás creando algo. Dejé de hacer eso, y a los veinte o veintiún años empecé a escribir, un poco por casualidad, y vi que escribiendo y construyendo relatos recuperaba sensaciones que conocía. Conecté con esas sensaciones de la infancia y me emocioné mucho. Ahora es algo que busco. Busco algo que no había antes y esa magia la encuentro a través de la escritura. Es una sensación muy fuerte.
142 RC. Creo que hay una cierta atmósfera en tu obra: la dificultad de aproximarse, de relacionarse con los otros. En el relato que da título a tu libro, “Un corazón demasiado grande”, escribes: “descubrió que quería verlo morir, que no le deseaba sufrimiento alguno, no quería sentirlo, no quería odiarlo, no quería quererlo, no quería tocarlo, no era fácil sentir piedad por Ramón”. Ahí hay contradicciones, querer acercarse para cuidar a su exmarido enfermo, no querer hacerlo. Háblame un poco de eso…
Lo has dicho tan bien que lo voy a estropear. Pues sí. Somos seres complejamente sociales. Necesitamos del otro, pero en esa necesidad suceden cosas muy complejas y muy contradictorias, y a la vez, interesantes y divertidas, auténticas, genuinas. Toda esta amalgama de sentimientos confusos yo los intento traer a la luz a través de los relatos. No es “me cae bien” o “me cae mal”, “quiero estar con él” o “no quiero estar con él”. Hay sentimientos totalmente opuestos incluso dentro del amor. ¿Me quieres o no me quieres?... como si fuese tan simple. Las palabras son un constructo para aprehender una realidad pero de manera precaria muchas veces. Parece una contradicción lo que estoy diciendo porque yo trabajo con palabras. Al final, lo que intento es mostrar, a través de las palabras , realidades que las propias palabras de manera aislada no pueden aprehender. Echo mano de los relatos. Yo soy muy fan de las contradicciones. Con eso no quiero hacer una apología de ellas, pero no tenemos que tener miedo.
142 RC. Me remite lo que dices al filósofo Joan Carles Mèlich, que sostiene que para entender al ser humano, mucho más que a Descartes o a Kant, hay que leer a Dostoievski. No es un tema tanto de conceptos, como de una complejidad que la literatura sí puede mostrar.
Me siento muy identificada con esa frase también. Pongo como ejemplo lo siguiente. Se acerca más a lo que es el País Vasco la literatura que lo que se escribe en los periódicos. Yo tengo mucha fe en eso.
142 RC. Hay un tema que no abordas en tu libro, y es “lo tecnológico”, internet, lo virtual, las redes sociales. En cuanto a las relaciones humanas, ¿crees que constituyen una herramienta, un medio de aproximación, de amistad, de posibilidad de conocimiento?
Tengo una relación ambivalente con la tecnología. Para empezar soy bastante patana con la tecnología digital. Utilizo esas herramientas, las redes sociales, pero de manera interrumpida y siempre con cierto resquemor a mostrarme, no mostrarme… No tengo mucha confianza en las redes. Me interesan como material literario, formas nuevas de relacionarse que generan un tipo de soledad hasta ahora desconocida. Como práctica personal la utilizo porque forma parte de mi tiempo y soy hija de mi tiempo, pero con restricciones autoimpuestas.
14 RC. El tema de la soledad está muy presente en tus relatos. Tomé notas de dos de ellos que me parecen muy ilustrativos de eso: “Carne” y “Gatos”. En “Gatos” la soledad de la mujer, sobre todo, es sutilísima. Hay latente un cierto deseo de ella, apenas perceptible, de conectar con él. Veo una mujer muy sola. Y algo similar le ocurre al hombre en “Carne”.
Ambos relatos están situados en Hendaya que es un lugar en el que la propia arquitectura está hecha de manera tal para que la gente no pueda encontrarse. No se propician los encuentros entre la gente, la comunidad, que es algo que echo muchísimo de menos. En el relato “Gatos, viven en casas colindantes, tienen cierta relación muy diplomática, buena, pero hay un deseo que está latente pero que no se llega a manifestar apenas. En el relato “Carne”, el hombre en la playa llena de gente, llena de cuerpos… los mira, pero lo que realmente tiene una impronta muy fuerte en él es el contacto físico, de un cuerpo, de un cuerpo humano, que es lo que le conecta a la vida. Estamos cada vez mas despegados, mas desapegados de la tierra, del cuerpo, de la naturaleza, de tocarnos. Está muy presente en mi literatura esa carencia.
142 RC. Hay temas de los que no se habla. En el relato “Y poco después ahora”, un viejo republicano, homosexual, tiene algo guardado, no dicho nunca. En “Actualidad política”, escribes: “las palabras no tienen peso, no se oyen, no se dicen”. ¿De qué no se habla? ¿De qué no se puede hablar y por qué?
No se habla de lo que no nos atrevemos a reconocer. A veces ni siquiera nosotros mismos conocemos nuestra verdad íntima. Otras veces tenemos traumas, como secretos que tenemos para nosotros mismos. Esos traumas, esas verdades íntimas que no enfrentamos, crean un montón de agujeros en la sociedad y en la comunicación. Y curiosamente uno de mis temas favoritos es cómo el ser humano, tan sofisticado, con el lenguaje que nos diferencia de los animales, cada vez utiliza más el lenguaje para no decir, o para ocultar lo que nos está pasando. Veo esta perversión de las palabras. Me da mucho miedo y es algo contra lo que lucho yo también internamente. A veces me atrapo a mí misma utilizando una palabra que realmente está ocultando una realidad. Creo que como escritora he de luchar en contra de eso e intento que las palabras que utilizo estén lo más cercanas que sea posible a lo que realmente quieren decir, que no siempre es fácil.
142 RC. En los dos relatos citados, ese silencio es también por el peso de lo social. La homosexualidad en una determinada época.
Si, claro. La guerra. Una época muy dura a nivel de represión política, pero también sexual. Siempre pienso, cúanta ocultación habrá habido, cuánto dolor, cuánto trauma, cuánta violencia. Estuve una época en Navarra y tuve contacto con gente que estaba recuperando la memoria de la Guerra Civil y conocí un montón de historias. Todas las historias que se contaban eran políticas, también vitales, emocionales, pero yo creo que ahí faltaban tantas cosas también….
142 RC. Las historias de tus relatos, ¿de dónde surgen?
Mi herramienta principal es la imaginación. Por supuesto, la experiencia personal también, pero a mí me gusta imaginar. No me gusta tanto transcribir o relatar basándome en hechos reales. No me atrae. Me gusta construir. Tener la sensación de crear. Y luego yo me nutro mucho de los sueños, el inconsciente me parece una gran fuente a la hora de escribir, de la radio, de las conversaciones en el transporte público, de lo que veo.
142 RC. En relación al estilo, cuando te leo te siento más cercana a Carver que a Cortázar.
Totalmente. Me encanta Cortázar pero no tengo nada que ver con su estilo.
142 RC. Recuerdo que a veces con un simple adjetivo o una frase muy corta describes a una clase social.
Yo no soy una persona que hable mucho. La palabra no es mi don. Intento hacer de mi defecto virtud y trabajar mucho con el silencio y con la economía de la palabra. Me siento muy identificada con Carver.
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