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Mirko Kovač a través del espejo
En ‘La ciudad y el espejo’, el escritor yugoslavo evoca su infancia en Dubrovnik, bajo el comunismo
Marc Casals 21/09/2020
FORTEPAN / Romák Éva
La metáfora que sostiene La ciudad en el espejo de Mirko Kovač, publicada el pasado mes de febrero por editorial Minúscula, se descubre hacia la mitad de la novela, cuando el narrador recuerda una treta que su abuelo empleaba para avivar su imaginación: le contaba que si al atardecer, desde lo alto de la colina, orientaba un espejo hacia el mar, por un instante, entre los rubores del crepúsculo, se dibujaban los perfiles de Dubrovnik. La imagen resume la mezcla de hechizo y distancia que sentían respecto a Dubrovnik los pobladores de Herzegovina Oriental, donde nació Kovač. Esta desierta comarca de interior, cercana a la costa del Adriático, es una sucesión de pedregales donde el sol reverbera en la roca quebrada. Por influencia del paisaje que le vio crecer, en la obra de Kovač la luz solar no aparece como símbolo de vitalidad, sino como una fuerza implacable que desvela los padecimientos humanos.
Su ostracismo llegó al apogeo en 1972, cuando una carta pública firmada por Tito desencadenó una purga masiva en el mundo de la cultura
Kovač nació en 1938 en un monasterio ortodoxo de la comarca y, con el tiempo, describiría el universo poético y crudo de Herzegovina Oriental como un trasunto balcánico del Macondo de García Márquez, de gran renombre entre los letraheridos de Yugoslavia. Su padre era un modesto comerciante con inclinaciones bohemias que causaban pesadumbres al resto de la familia. El narrador de La ciudad en el espejo recuerda cómo acompañaba su progenitor hasta la estación donde tomaba el tren hacia Dubrovnik, preludio para él y su madre de una espera cargada de incertidumbre. En ocasiones tardaba pocos días en regresar, pero otras sus correrías tenían un fin más humillante, ya que debían acudir a algún tugurio de la costa para sacarlo a rastras mientras rezongaba incoherencias a causa del alcohol.
El padre de Kovač le animaba a ir con él a Dubrovnik porque allí se abastecía de género para su negocio. En estas expediciones, el pequeño Mirko desarrolló una fascinación por la antigua Ragusa común a numerosos habitantes de Herzegovina Oriental. Más allá del austero paisaje de roca cárstica y breñales, la ciudad se le aparecía como un sueño, una aglomeración de murallas blancas y tejados rojizos frente al vasto azul del Adriático. El contraste entre Dubrovnik y Herzegovina, separadas por escasos kilómetros de distancia, también presentaba un componente histórico: durante el periodo en que los Balcanes formaron parte del Imperio otomano, Ragusa era una república independiente y un puerto comercial del Mediterráneo, por lo que, pese a su proximidad, ambos territorios pasaron siglos encuadrados en civilizaciones distintas.
Aunque la familia de Kovač sobrevivió al completo a la Segunda Guerra Mundial, su existencia quedó trastocada por la instauración del comunismo en Yugoslavia, que incluía la nacionalización de los bienes tanto de campesinos como de comerciantes. En las confiscaciones, el padre de Kovač lo perdió todo: un pequeño comercio con una taberna, dos casas y un molino junto al río Trebišnjica. Para colmo de males, la expropiación en nombre del Partido la ejecutó su propio ayudante en la tienda, de quien se había hecho cargo cuando quedó huérfano. La rapacidad de los nuevos mandamases, apenas oculta bajo sus proclamas vocingleras, se convertiría en un tema habitual en la obra de Kovač, sintetizado en boca de un personaje al que las autoridades requisan el ganado: “No entiendo la libertad que le quita el pan de la boca al pueblo”.
Kovač tuvo problemas con el régimen comunista ya desde su primera novela, Purgatorio, que desató la ira de los gerifaltes al mostrar “una visión tétrica del mundo”. Por la osadía de cuestionar el triunfalismo oficial, Kovač fue obligado a presentarse cada semana ante un miembro de los servicios secretos para dar cuenta de sus actividades. Su ostracismo llegó al apogeo en 1972, cuando una carta pública firmada por Tito desencadenó una purga masiva en el mundo de la cultura. Prueba del ambiente fanático y servil que reinaba en la época es el comentario de un delegado del Partido en Valjevo, ciudad serbia que retiró un premio literario otorgado a una colección de cuentos de Kovač: “De momento, condeno el libro por ser contrario al socialismo y la autogestión, porque aún no lo he leído. ¡Y cuando lo lea ya diré lo que pienso!".
Convertido en un proscrito y sin acceso a las editoriales de Belgrado, Kovač se trasladó a Zagreb, la capital de Croacia, donde inició una notable carrera como guionista. Su primera película, Pequeños soldados, fue seleccionada para competir en la edición del Festival de Cannes que se iba a celebrar en Mayo del 68, pero el certamen se suspendió en apoyo a las protestas estudiantiles tras un boicot encabezado por Jean-Luc Godard y François Truffaut. El resto de sus guiones se centra en el periodo que va de la Segunda Guerra Mundial a la implantación del comunismo, con protagonistas barridos de aquí para allá por las convulsiones de la Historia. La más exitosa de esta decena de películas, Ocupación en 26 imágenes de Lordan Zafranović, recrea el tiempo en que los fascistas italianos y sus colaboracionistas croatas campaban a sus anchas por Dubrovnik.
Durante los 80, Kovač se consolidó en la escena literaria de Belgrado, ciudad que le despertaba sentimientos contradictorios: aunque le reconfortaba la indiferencia con que la capital recibía a los provincianos anhelosos de éxito, cada vez que volvía a ella comenzaba a temblar de crispación y en sus obras se dedicó a retratar sus aspectos más sórdidos. Pese a sentirse un inadaptado en la ciudad, Belgrado fue para Kovač el lugar de su consagración como autor mediante una literatura anacional e innovadora con escasos precedentes en la tradición serbia. En los círculos culturales belgradenses se hizo amigo íntimo de Danilo Kiš, quien le dedicó la historia que abre Una tumba para Boris Davidovič, su obra más prestigiosa. Además de vocación literaria, Kovač compartía con Kiš el entusiasmo por el cine, la experiencia de la persecución ideológica e incluso una amante ya entrada en años que les llamaba “los gemelos”.
En sus libros, Kovač utilizaba siempre la primera persona, jugando con lo que hoy llamaríamos “autoficción”: los narradores tienen un parecido razonable con el autor, la acción suele desarrollarse en Herzegovina o Belgrado y los personajes están inspirados en individuos reales, pero Kovač destila todos estos ingredientes en el alambique de su fantasía. Escéptico pertinaz, se complace en interrumpir el flujo del relato con información erudita, apuntes metaliterarios e incluso comentarios irónicos sobre el propio narrador, convencido de que “es todo un arte socavar el argumento”. Aunque estas técnicas resultaban insólitas en la literatura yugoslava, no surgían como producto de una teorización sesuda, sino que Kovač otorgaba a su condición de escritor un carácter casi existencial: “Esmérate en dedicarte a la vocación de la escritura y en justificar el sentido que le has dado incontables veces frente a ti mismo. Y no te asustes si en ese camino estás solo”.
De padre croata, madre montenegrina y amamantado por una nodriza musulmana, Kovač jamás había dado ninguna importancia a su identidad nacional: “Yo sé lo que soy hasta que me preguntan qué soy”. Con el ascenso al poder de Slobodan Milošević, el literato se convirtió en uno de los impulsores del Foro Liberal de Serbia, que denunciaba la situación en la república como “prefascista”. De golpe, intelectuales e incluso amigos rompían relaciones con él, sus conciudadanos le increpaban por la calle, recibía amenazas por teléfono y le pinchaban las ruedas del coche. En una conferencia reventada por ultranacionalistas serbios, uno de los radicales lanzó contra la tribuna una cámara fotográfica que golpeó a Kovač en plena cabeza. Mientras chorreaba sangre de camino al hospital, un periodista le interrogó sobre cómo se sentía y Kovač replicó sarcástico: “Como un albanés”, aludiendo a la represión que Milošević aplicaba en Kosovo.
Uno de los motivos del acoso que sufría era su condena de los bombardeos a Dubrovnik, que el ejército yugoslavo hostigaba por tierra, mar y aire. Aunque el grueso de tropas que arremetían contra la ciudad estaba formado por reservistas de Montenegro, los paisanos de Kovač en Herzegovina Oriental, de mayoría serbia, ofrecieron la región como base logística. El político nacionalista Božidar Vučurević, amo y señor de la comarca, veía la regia Dubrovnik como un pozo de decadencia, a cuyos habitantes había que dejar claro “dónde está Herzegovina y Herzegovina está siempre por encima de ellos”. Mientras tanto, un semanario controlado por Milošević entrevistaba a varios arquitectos belgradenses partidarios de arrasar Dubrovnik, catalogada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Según los expertos consultados por la publicación, un objetivo primordial debían ser las iglesias de estilo renacentista y barroco, cuyos campanarios el enemigo habría aprovechado para instalar nidos de ametralladoras.
Cuando unos paramilitares armados con subfusiles irrumpieron en su domicilio y pasaron diez horas interrogándole junto a su mujer, Kovač decidió hacer las maletas y abandonar Belgrado. Como destino escogió la península croata de Istria, la región más tolerante de Yugoslavia, resguardada de la violenta disolución del país. Frente a las acusaciones de haber traicionado al pueblo serbio marchándose a Croacia en plena guerra, Kovač se reafirmaba en su elección, porque le permitía dejar clara su postura moral y colocarse del lado de quien consideraba la víctima. Cortó lazos con Serbia de forma rotunda: “He intentado atacar los mitos y delirios de la política serbia, pero ahora solo me queda distanciarme de esa realidad vergonzante, de la existencia completa de ese país enfermo”. Al mismo tiempo, tras alquilar un piso en la ciudad costera de Rovinj, tan gélido que la mano le temblaba al escribir, inició una colaboración con el semanario satírico Feral Tribune, que batallaba contra el autoritarismo del presidente croata Franjo Tuđman.
Desde su nueva residencia en Croacia –a cuya lengua literaria adaptó toda su producción anterior en serbio– Kovač escribió La ciudad en el espejo, publicada en español por Minúscula con traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek. En la obra, subtitulada Nocturno familiar, el narrador rememora por última vez tanto su estirpe como su patria chica, una Herzegovina que, desde la guerra, para Kovač se había convertido en un paisaje ya no real, sino estrictamente literario. La trama enhebra recuerdos impregnados de viveza infantil que se centran sobre todo en la figura del padre, a un tiempo odiado por sus desmanes, querido pese a sus fallas e indescifrable en su particular mezcla de excentricidad, egoísmo y ternura. La pequeña historia familiar se entreteje con la Historia de Yugoslavia y Kovač traza un fresco vibrante de la idiosincrasia de Herzegovina Oriental.
Como toda evocación de la niñez, La ciudad en el espejo abunda en iniciaciones, desde el terror del protagonista al recorrer descalzo un camino bordeado de serpientes hasta su primera contemplación del mar, pasando por la educación estética y sentimental que le ofrece su maestra de escuela. Sin embargo, Kovač trata con particular mimo un episodio acaecido en Dubrovnik. Con el padre en busca de dinero para saldar una deuda, las autoridades amenazan con precintar el comercio de la familia, así que, por primera vez, el protagonista viaja solo a la ciudad. Mientras busca sin éxito a su progenitor, descubre el universo de la antigua Ragusa: la inmensidad del mar en calma, las naves sobre las que se posan las gaviotas y el bullicio envolvente del mercado de hortalizas, pero también la aprensión de sentirse indefenso y los desprecios por su aspecto tosco de campesino del interior. Aunque, de vuelta a casa, su expedición parezca haber sido en balde, el fiasco empequeñece ante el paso dado hacia la madurez, porque al fin conoce lo que se ocultaba al otro lado del espejo.
Realidad(es) y ficción(es) en Herzegovina Oriental – La ciudad en el espejo, de Mirko Kovač
por Patricia Pizarroso AcedoAbr 21, 2020
“Cualquier historia acerca de nuestros orígenes no se tiene en pie si no está escrita en un libro” afirma el padre del protagonista de La ciudad en el espejo. Esta novela fue uno de los últimos textos que escribió Mirko Kovač (Petrovići, 1938 – Rovinj, 2013) antes de su muerte. Publicada por primera vez en el año 2007 en la editorial Fraktura, bajo el título Grad u zrcalu. Obiteljski nokturno, aparece ahora traducida al español por Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek en la Editorial Minúscula.
En La ciudad en el espejo, Kovač emplea el recurso de la autoficción para erigir una novela sobre su familia y su patria chica. Contada en primera persona, el narrador, un escritor que se encuentra en la edad adulta, vuelve la vista atrás, impulsado por la necesidad de contar, “hacia una época que ya había tratado en ocasiones anteriores […]. Debo intentar bajar hasta el fondo y recoger las imágenes que recuerdo, que me han llegado a través de las narraciones de otros, en particular las de mi padre, y por eso en este manuscrito se encontrarán personajes de mi familia cercana y lejana”. Así, el protagonista evoca un tiempo lejano que se inicia en la época del Imperio austrohúngaro, con algunos episodios de la vida de sus bisabuelos, y que llega hasta la instauración del comunismo y sus consecuencias en Yugoslavia. A estas coordenadas temporales, hay que sumarle las espaciales, su “patria chica”, pues, como dice el narrador, “al fin y al cabo es mi tema”, y que tiene como escenario principal Herzegovina Oriental.
La ciudad en el espejo es una novela de aprendizaje, marcada por distintas experiencias iniciáticas en la vida del protagonista durante su infancia, primero, y su juventud después. Son diversos los pasajes que retratan a este niño descubriendo el mundo y, quizás, sea su visita a Dubrovnik la más determinante. Este lugar era para los habitantes del interior un lugar mítico, como muestra uno de los recuerdos del narrador: “Quería ver a toda costa este fulgor efímero de Dubrovnik, por lo que durante horas miraba fijamente el espejo […]. Cuando le conté al abuelo mi visión, me contempló con recelo y desconfianza […], pero luego me miró atentamente a los ojos y dijo con voz enigmática: ahora yo también veo un pedacito de la ciudad en tus ojos”.
El espejo, “colección ingente de reflejos cautivos”, o espejos están presentes en la vida de muchos de los personajes de la novela por los que el protagonista siente un especial aprecio: la maestra de escuela, referente en su despertar al mundo, así como algunos de sus familiares, casi todos pertenecientes a la rama materna. Estos últimos, en su gran mayoría, además de sus virtudes positivas, son los portadores del legado de dichos y leyendas de la región. El lado paterno, sin embargo, está caracterizado con aspectos más negativos. De entre todos ellos, sobresale la figura del padre, quien aparece descrito como un hombre de carácter complejo, rechazado por el protagonista, en ocasiones, debido a sus faltas y desmanes con el alcohol, a sus vagabundeos y a su tendencia a desaparecer durante largas temporadas, pero también querido por su ternura y su forma de ver la vida. Así, esta novela no es solo un Bildungsroman, sino también una novela de padres e hijos, pues el narrador, al final de ella, afirma que “yo ya no sabía si había percibido a mi padre de una manera particular […] o en realidad, había descubierto a un familiar nuevo, un padre desconocido”.
En boca del padre, Kovač refleja también algunas de sus ideas sobre el nacionalismo: “Hablamos la misma lengua, y que recelemos los unos de los otros se debe a una herencia impuesta mediante la cual fue más fácil someternos, pero recuérdalo, hijo mío, somos completamente iguales […]. Las naciones son un mito […]. Nuestra búsqueda de raíces puras es una forma de empañar la realidad”. De este modo, Kovač, de padre croata y madre montenegrina, manifiesta su rechazo hacia la creación de los grandes mitos nacionales y afirma pertenecer “a las personas con las que comparto destino y cómo prefieras llamarme: serbio, croata, montenegrino, me temo que ya no es mi problema”.
Esta es también una novela sobre la creación literaria. En ella, Kovač plasma su visión acerca de los límites entre la realidad y la ficción y la elaboración de los personajes y lo pone en práctica durante las páginas que conforman el relato. Bajo esta concepción de la literatura, las fronteras entre la realidad y la ficción se desdibujan, pues entiende la “ficción como la parte más exacta de la realidad”. Asimismo, sus personajes muestran distintos grados de complejidad y desarrollo psicológico: “No pienso que todos los personajes y destinos deban ser completados a toda costa, no, ni se me ocurre; es más, prefiero las cosas inacabadas, prefiero dejar que un personaje flote antes que hacerlo estático”. Además, la autoficción le permite describir los problemas que tuvo durante el régimen de Tito, pues en sus escritos “había ridiculizado hasta tal punto sus mitos falsos que, en revancha, ellos me habían declarado persona non grata en mi patria chica”.
La ciudad en el espejo es, en definitiva, una obra plural, en la que la familia del protagonista es el tronco sobre el que se asienta todo un complejo ramaje histórico y literario, en el que Mirko Kovač deposita “el reflejo de lo perdido, como en un espejo”.
Agradecimientos a Marc Casals
Casa natal de la memoria, sobre La Ciudad en el Espejo de Mirko Kovač
10 septiembre, 2020
La historia de la literatura es el retrato de una alucinación inexplicable. Este deslumbramiento indica la obsesión de la humanidad por relatar todas las historias. Cada palabra ha sido escrita con un propósito común: la eternidad.
Una novela jamás se escribe en vano. Y La ciudad en el Espejo, de Mirko Kovač (Nikšić, Antigua Yugoslavia, 1938 – Rovinj, Croacia, 2013) es el ejemplo perfecto de esta necesaria obsesión narrativa.
La familia, con todas sus complejidades y entreveros monstruosos, siempre será objeto de dramas generacionales. Kovač sabe mirar las ternuras y dolores de sus familiares y los hace literatura, seres verbales, a través de una delicada autopsia de los individuos. La ciudad en el espejo revelará la verdad de su padre alcohólico, de su madre irresoluta, y contará las historias íntimas de los personajes más cercanos: familiares de extrema fealdad, jorobados proféticos, abuelas de histerismos salvajes, maestras extrañas, seductoras.
Nadie se salvará de ser contado.
La novela es una cornucopia de personajes, posiblemente reales, que aparecen y desaparecen a través del cristal de la autoficción. Kovač escribe sobre sí mismo y disecciona su historia como lo haría alguien que la mira desde afuera, pero que siente todo desde adentro: “En cuanto acabe este libro me olvidaré de todo el clan, pero entretanto tengo que trepar por el árbol genealógico y sacudir las ramas de las cuales, mientras dure esta aventura, se desprenderán las frutas podridas”.
“Tengo que trepar por el árbol genealógico y sacudir las ramas de las cuales, mientras dure esta aventura, se desprenderán las frutas podridas”
En La ciudad en el espejo, la memoria destila desde la escritura la realidad del amor y el odio en una familia corriente, habitantes de un mundo excepcional. El recuerdo y sus peligros arden como discurso central de la historia. ¿Es la memoria una forma de sanar o de herir el pasado? ¿Cuál es la intención de contar cada detalle del dolor de un puñado de seres humanos escondidos en los confines de Europa? Kovač sabe contestar la pregunta: “La imaginación a menudo es capaz de definir mejor la realidad que ella misma”. Solo desde la imaginación es posible que esta novela de aprendizaje, que transcurre desde la infancia hasta la adolescencia del narrador, y más allá, porque la hisotira es contada desde la vejez, funde en el lector una ternura sin lágrimas, graciosa y humana a la vez.
La lectura de La ciudad en el espejo crea un pacto ficcional interesante. Los pequeños sucesos que determinan el andar de la novela —por ejemplo, las distintas casas compradas, vendidas o perdidas a través de los años, la visita a Dubrovnik, la búsqueda del padre— determinan también la verosimilitud de la historia, y sumergen al lector a un mundo realista. En esa tranquilidad narrativa la novela transcurre, funda una nueva realidad y la enternece. Adentro, los combates son muchos y lejanos. La nostalgia inunda las páginas, sí, pero no ahoga la imagen fundamental de la novela: la soledad de un hombre que al final de su vida cuenta su historia. “Si las personas mostraran la misma alegría las unas por las otras, entonces podría hablarse de las maravillas de este mundo”, dice Kovač.
“Solo estos dos hogares, el del inicio y el del fin, guardan relación, y lo demás es literatura”
Esta aseveración solo es posible desde una lejanía narrativa excepcional. Sobre su abuela Petruŝa, dice: “Tenía un gran talento para contar historias y me enseñó que es más difícil escuchar y absorber historias que contarlas”. La distancia le ha permitido al narrador escuchar quellos cuentos, absorberlos y retratarlos de la forma en que nacieron, desordenados y caóticos, como su familia.
Por esto, La Ciudad en el Espejo propone que la historia y sus individuos se enfrenten a sus propios reflejos. Solo allí conocerán sus verdaderos rostros. “Un espejo es el lugar para encontrarse con otros”, añade Kovač. Así, el narrador se enfrenta a su espejo y encuentra sus evocaciones. El espejo no solo contiene las verdades y contradicciones familiares, sino que contiene también la historia de la ciudad, un relato de angustia política y existencial.
No hay familias felices así como no hay ciudades sin tristezas.
Yugoslavia ya no existe.
Kovač miró de cerca los profundos cambios en su país. El dolor en esa situación está justificado. La memoria destila desde la escritura algo más grande que sí misma: el mundo que la contiene: La ciudad en el espejo es el retrato del inicio y el final de un recuerdo. Así es como Kovač entiende, al final de su vida, la intención de su novela: “Entre la casa natal y aquella en la que uno hace el balance de su vida queda solo el interín. Incluso hoy en día, a mi edad, a decir verdad muy madura, estoy convencido de que solo estos dos hogares, el del inicio y el del fin, guardan relación, y lo demás es literatura”.
Jan Queretz (@janqueretz) es escritor y poeta venezolano. Lleva la columna “Literatura viva” en The Wynwood Times:https://www.thewynwoodtimes.com/literatura-viva/ Su página web es: www.janqueretz.com
Sergio Galarza
1 diciembre 2020
Mirko Kovač
La ciudad en el espejo
Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek
Barcelona, Minúscula, 2020, 448 pp.
Contradiciendo el nombre, mas no el espíritu, de la editorial que acoge esta traducción de una de sus obras, Mirko Kovač llega por primera vez a los lectores españoles con un libro mayúsculo. Por eso mismo resulta alarmante que esta novela inmensa, que trasciende lo autobiográfico para plasmar un cuadro de la vida en la desaparecida Yugoslavia, haya pasado desapercibida para el grueso de los reseñistas profesionales de los suplementos literarios. Quizás se trate del libro del año, en un 2020 que ha sido generoso en lo literario, siempre gracias a la mayoría de las editoriales independientes. Y aquí no se trata de negar el valor de los grupos editoriales más robustos, sino de destacar el rigor de quienes dependen de cada novedad para que su proyecto sea viable.
La declaración de intenciones de Kovač es una cita de Poe: “y por eso en este manuscrito se encontrarán personajes de mi familia cercana y lejana; la mayoría de ellos me parecen fantasmas, y alguien dijo hace mucho tiempo, creo que era Poe, que solo son escritores aquellos que ‘pelean a brazo partido con los fantasmas’, mientras que los demás son ‘oficinistas de la literatura’ que viven de este trabajo”. Son varios los fantasmas que deambulan por las páginas de La ciudad en el espejo, pero hay uno que merece una atención especial, el padre, un comerciante que viajaba para aprovisionar su tienda en Trebinje, pretexto del que se valía para perderse sin importar que la tienda y su propia casa sufrieran la escasez de provisiones. A partir de su figura se puede entender que estamos ante un ajuste de cuentas y a su vez frente a una novela de aprendizaje, aunque ya he escrito que el libro va más allá de lo evidente, cuenta un país y sus formas de resistencia. El padre es un sujeto impredecible en su amor y dedicación. En lo que nunca falla es en su vocación por la desgracia. Es el tronco torcido que sacuden las tempestades a las que convoca. Cierto es que no resulta nada difícil meterse en problemas, pero sí que es complicado salir de ellos con apenas unos rasguños.
“En efecto, mi padre era divertido; ahora es fácil escribir sobre ello, pero imagínense cómo fue mi infancia, cuánto sufrimos mi madre y yo, cuántas lágrimas vertimos a causa de este cabeza de familia irresponsable y cuántas veces tuvimos que acostarnos hambrientos por sus despilfarros.” Quizás el autor se aferraba a un ideal para sobrevivir cuando adjetiva como divertido a ese hombre al que había que salvar de sí mismo. Un hombre que “grababa en los árboles o en las planchas de piedras sus iniciales, a veces incluso el nombre entero, y unos símbolos que conocía solo él, y cada vez que volvía a pasar por allí y contemplaba sus señales, se giraba feliz y saludaba a esa parte pasada de su vida”, es un hombre que no quiere que su paso sea fugaz. El amor y la destrucción pueden ocurrir en segundos pero su huella es profunda. La que va dejando el padre a través de estas páginas es más un socavón que una huella. Y una de las varias que ya había dejado el abuelo Mato explica esta costumbre familiar por cavar la desdicha ajena. ¿Hay crueldad mayor que esta?: “Los que son como tú resultan una verdadera carga, son los más longevos de las familias, porque Dios premia con una vida larga a aquellos de cuya existencia nadie saca provecho, felicidad ni alegría –le decía el abuelo Mato regañando a la pobre hija, que no tenía la culpa de haber salido así de su propio semen.”
Es una historia dura y bella, que bajo la mirada de otro escritor solo habría resultado dolorosa. Para fortuna de sus lectores, el estilo de Kovač, una especie de poética de la melancolía y de las regiones del interior, consigue extraer los detalles humanos y transmite con trazo firme la estética de los lugares que su memoria visita. Un lago seco no son metros de tierra muerta. Con la fuerza de las palabras y el servicio bien aprovechado de la mitología, se convierte en un cementerio infantil donde aún se puede escuchar un sonido que llega desde el fondo del suelo. Son entrañables los momentos de descubrimiento y transformación, cuando el joven Kovač debe repatriar al hogar a un padre que salió a comprar mercancía para su tienda y tarda más de lo que tardó la última vez. La desventura fortalece a nuestro héroe, lo despoja de su inocencia.
Las reflexiones y los pasajes más potentes se refieren, cómo no, a la memoria y el extravío de momentos felices o cruciales. Y perdonen el vicio de citar. Es solo que esta novela se lee empuñando un lápiz. “No, ninguna de nuestra historias está perdida para siempre, nosotros recordamos no solo para contar nuestras vidas, sino sobre todo para convencernos a nosotros mismos de hasta dónde podemos retroceder en el pasado.” Kovač obedece a su padre, aquel que grababa su nombre en los árboles. Se hace escritor. Se niega a callarse. Afirma contradecir la sensatez de su madre, “la pena es que, habiendo heredado de ella tantas cosas, justo no he heredado esta capacidad para tapar todo lo que es doloroso”.
Resulta admirable que a pesar de la tragedia que planea sobre cada personaje esta historia acabe con una sonrisa en muchos capítulos. Quizás sea porque su escritura es la mayor demostración de que una palabra y su eco son la victoria contra los traumas y heridas, no a manera de venganza, que el autor considera una cuestión superficial, sino como un acto de fe en su propio valor. Corrector incansable, como le gustaba que lo llamaran, más que escritor, Kovač encontró una forma de reconciliación con el hombre que marcó su vida. Acompáñenlo en su regreso a la tierra que lo vio crecer. Su prosa los guiará por paisajes tan admirables como este libro, quizás la novela del año. ~
EN VIJESTI.ME
El último gran escritor de la época
Kovač, un mago de la lingüística, fue un escritor que nunca dejó de ordenar y pulir sus libros.
Noticias de cultura
21.08.2013. 07:12h
La partida del gran escritor Mirko Kovač es la principal noticia en toda la región.
Mago de la lingüística, Kovač fue un escritor que nunca dejó de ordenar y pulir sus libros, como si de esta manera quisiera enfatizar que escribir es un trabajo que nunca termina, a diferencia de la vida...
La profundidad de su inmersión en las capas oscuras de lo humano era su especie de "marca registrada" literaria.
En la Introducción a Second Life escribió que "lo arruinará todo, incluso su propia muerte, con sus libros".
Se necesita alegría
En las últimas décadas, Kovač ha recibido casi todos los premios relevantes de la región, aunque la historia de sus premios literarios comenzó de forma muy sombría. En concreto, recibió el premio Milovan Glišić por la novela corta "Las heridas de Luke Meštrevic" (1971), que le fue arrebatado escandalosamente en 1973, y el libro fue retirado de librerías y bibliotecas. En 1980 se publicó una edición actualizada de la colección del mismo nombre, y el nuevo relato de ese libro, "Imágenes del álbum familiar Meštrevic", ganó el premio Andrić. En 1987, recibió un premio de la editorial BIGZ por la colección de relatos "Prometidos Celestiales".
Recibió el prestigioso Premio NIN (1978) por la novela "La Puerta del Vientre", y por el libro de ensayos "Pudrición Europea", el Premio NIN "Dimitrije Tucović" en 1986, otorgado en la categoría de no ficción. En 1993, fue galardonado con el premio "Tucholsky" del Centro PEN sueco, y en 1995 con el prestigioso Premio Herder de Literatura. En 2007, recibió el premio regional "Meša Selimović" a la mejor novela de Bosnia y Herzegovina, Croacia, Serbia y Montenegro. En 2008, recibió el premio Vladimir Nazor por la novela "La Ciudad en el Espejo", y en 2008 el Premio Trece de Julio, el mayor reconocimiento nacional montenegrino. En 2012 recibió el premio Cyclops a la trayectoria. Por el libro de relatos «Rosas para Nives Cohen» recibió el primer premio Njegoš otorgado en el Montenegro independiente.
Si sabemos que la muerte es algo con lo que nacemos, entonces la alegría es necesaria. Es cierto que hay muertes injustas, pero la vida está hecha de extremos. Mi padre era realmente alegre en ese sentido; no me lo inventé, pero observaba su figura y esos chistes sobre la muerte. Creo que debemos mirarlo con más ligereza y menos pesimismo. Bueno, somos mortales, cada uno de nosotros es mortal, todos lo sabemos. Nadie puede esperar con ilusión la muerte de alguien porque eso es lo que también le espera a él», dijo Kovač en una entrevista con Radio Free Europe.
El fallecimiento de Mirko Kovač, escritor único, gran maestro, figura excepcional en la vida literaria de la antigua Yugoslavia, donde fue leído, amado y prohibido, donde incluso le fueron retirados premios, donde representó una figura excepcional en la vida literaria de Belgrado, y posteriormente de Zagreb. En 1991, tuvo que emigrar de Belgrado, junto con su Slobodan Boba Matić Kovač, un gran pintor que, al retratar a Danilo Kiš, Mirko Kovač y a otros escritores, elevó la maestría de la figura humana a una maravillosa fantasía.
Mirko Kovač fue un escritor montenegrino, croata y belgradense, aunque desde el día en que fue atacado por los seselianos, cuando, con la gran ayuda de Ćan Koprivica, tuvo que emigrar con su Bob, nunca más volvió a visitar Belgrado, aunque la amó a su manera, la ciudad donde se imprimieron sus obras más importantes Gubilište, Malvina Trifković, Vrata od utrobo...
Kovač también fue uno de los mejores guionistas de cine yugoslavos (Lisice, Okupacija u 26 slika). Se sabía de antemano que dirigir una película basada en el guion de Kovač significaba ganar los primeros premios en festivales de cine tanto nacionales como internacionales. Desde que sufrió una terrible enfermedad, nos hemos comunicado con frecuencia, normalmente cada cinco días. Hubo momentos en los que creyó haberla superado. Creyó, ¡y me alegré de que creyera!
En las últimas conversaciones, como si ambos supiéramos que la batalla estaba perdida, hablamos principalmente del sentido de la vida y de la muerte, dudando de su omnipotencia. Mirko Kovač, nacido en el pueblo de Petrovići, en la frontera entre Montenegro y Herzegovina, ya no está. Nos queda su gran obra literaria, que también pertenece a la literatura montenegrina contemporánea. Es el primer ganador del premio Njegoš en el Montenegro independiente. Fue académico de la Academia de Ciencias y Artes de Dukljan y colaborador permanente de la Lista del Libro Montenegrino.
Su amigo de toda la vida, el escritor Filip David, declaró a RSE: «Conozco a Mirko Kovač desde hace más de 50 años. Juntos empezamos y publicamos simultáneamente los libros «Pekić, Kiš, Kovač i moja malenkost», y desde entonces hemos sido prácticamente muy amigos. Pekić y Kiš fallecieron jóvenes, y hace diez días hablaba con Mirko a diario, por Skype, por teléfono... Hablábamos de política, de literatura, intercambiábamos películas, libros... Era mi único, diría yo, mejor interlocutor. Mirko es quizás el más talentoso de estos gigantes de nuestra literatura.
Con la partida de Mirko Kovač, y este es un hecho que no puedo aceptar, parece aterrador e increíblemente simple que Mirko, con su fuerza e inteligencia, ya no esté aquí; es el fin de una era en la que él es el último gran escritor, y no solo eso, sino que con la partida de Mirko Kovač, de hecho, me parece que es el fin definitivo de una gran Yugoslavia. Porque Mirko Kovač, al igual que sus amigos Kiš y Pekić, perteneció a todas las literaturas, tanto montenegrina como serbia, croata y bosnia, fue el último gran escritor de la época.
Es muy difícil para mí en este momento comprender que él se ha ido”.
No encerrarse en vuestros pequeños marcos, sino navegar los mares...
En una entrevista para ART Vijesti, realizada por Balša Brković con Kovač, el gran escritor habla sobre la solidaridad literaria y el fenómeno de la amistad literaria.
Sí, exactamente eso, el fenómeno de la amistad, no solo literaria. Las amistades siempre son mejores y más profundas si se basan en las diferencias que en las similitudes, aunque compartíamos la misma opinión en muchos aspectos, en la mayoría. Y no creo que eso cambiara el hecho de que, como grupo, permaneciéramos en aquella época de la "locura serbia", creo que es el término más apropiado para esa política. Al fin y al cabo, Filip David y yo estábamos del mismo lado en todo, como lo estamos hoy.
Kish murió antes de la caída del muro de Berlín y antes de las guerras que empezaron desde Serbia, estoy convencido de que habría sabido tomar partido, tenía sentido de lo justo y sobre el nacionalismo y los nacionalistas escribió grandes páginas muchos años antes de que los vampiros empezaran las campañas de guerra.
Pekić se sintió decepcionado al perder por seis a uno contra Vojvoda Šešelj, ahora criminal de guerra, como candidato demócrata en las elecciones parlamentarias. Me contactó desde Londres a principios de 1992, cuando yo ya estaba en Rovinj, y me dijo que se había ido de Belgrado para siempre y que nunca volvería. Lamentablemente, falleció ese mismo año. Era un gran hombre y un gran escritor. Hablé algo sobre ese grupo nuestro en mis memorias, «Escritura o nostalgia». Su mundo literario tiene la impronta tanto del Mediterráneo como de Europa Central.
Para mí, el Mediterráneo es un entretejido de culturas. No basta con ser mediterráneo, sino que hay que trabajar en adoptar lo que esa cultura nos ofrece, todas esas diferencias que ennoblecen.
La esencia de la comprensión mediterránea de la cultura no reside en encerrarse en su propio y limitado marco, sino en navegar por los mares cuando ya hemos tenido la suerte de ser inundados por ellos. Tener todo lo que tenemos, desde el Islam hasta los restos de Roma, y no saber cómo aprovecharlo, significa entonces una huida al sombrío y desesperado mundo del nacionalismo. Europa Central es una gran literatura en la que todo escritor debe encontrar un modelo a seguir.
Con motivo del fallecimiento de Mirko Kovač, el presidente del Parlamento de Montenegro, Ranko Krivokapić, también envió un telegrama de condolencias. «La partida de Mirko Kovač es una pérdida irreparable para Montenegro y para toda la cultura de los pueblos eslavos del sur. Mirko Kovač fue una de esas raras personas en las que la grandeza artística se unía a la excelencia moral.»
Por lo tanto, el legado de Kovač es doble: literario y ético. En los terribles tiempos de la desintegración del país común, cuando muchos intelectuales se hundieron en el fango del odio étnico, Kovač fue un faro hacia el que todos los verdaderos demócratas y humanistas dirigieron su mirada de esperanza. La obra de Mirko Kovač permanecerá para siempre como un legado unificador de todos los que hablamos un idioma común de cuatro nombres.
"Su arte es, además, nuestra contribución conjunta al tesoro de la gran cultura europea", escribió Krivokapić en un telegrama de condolencias en nombre del Parlamento de Montenegro y en su nombre. El Ministerio de Cultura ha anunciado una conmemoración por el fallecimiento de Mirko Kovač para el jueves 22 de agosto a las 11:00 h en el Ministerio de Cultura en Cetinje. El primer ministro Milo Đukanović y el ministro de Cultura Mićunović también enviaron un telegrama de condolencias a la familia del gran escritor.
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