Ya disculparéis el retraso: he tenido una semana agitada; mi padre falleció el domingo tras larga enfermedad; sé que cuento con vuestro cariño así que no os preocupéis, pues tuvo tiempo para despedirse de sus nietos, de nosotr@s, de mi madre, de todos, e imagino que con lo que le gustaba leer, ahora tendrá tiempo de sobra para leer estas notas con más calma. Besos, viejito.
Allá vamos pues con nuestra faena:
El viejo Conrad es libro de cabecera de innumerables narradores; a Conrad le han leído con avidez Baroja, Borges, Cortázar, Vargas Llosa, Javier Marías, Pérez Reverte, Vázquez Montalbán y así hasta una eternidad de adoradores. De su biografía pudieran haber salido más novelas aún de las que fue capaz de escribir. Como muchos de los escritores que toman como materia novelable su propia experiencia, habló poco de sí y mucho de lo que vio e interiorizó, y la realidad es que sus autobiografías no son demasiado fiables -como suele suceder en este género-; muy recomendable, por cierto, la excelente biografía de John Stape Las vidas de Joseph Conrad, Lumen, 2007).
De la biografía de Conrad iremos contando cosas poco a poco. Sabemos que hizo del desarraigo su matriz vital. Natural de una nación sin estado (Polonia era un territorio perteneciente a Rusia, aunque la localidad natal de Conrad está ubicada en Ucrania en la actualidad) hijo de un combativo traductor de Shakespeare y Víctor Hugo, que murió en Siberia, deportado por su actividad subversiva, temprano huérfano, fue pronto acogido por su tío, conservador hasta la médula, cuyo ascendente determinó buena parte de la percepción intelectual del joven Joseph, como veremos.
Una de las vetas esenciales de la personalidad de Conrad que podemos seguir en sus novelas es el espíritu de búsqueda. Ese mismo anhelo le llevó a dejar la casa de su tío y embarcarse en la marina mercante francesa, aprovechando que ese idioma era el propio de la cultura de la clase acomodada polaca. No respondía al plan que había gestado su tío para él, de modo que esta decisión le supuso una quiebra vital profunda, pero el joven Conrad ya era de esa extraña estirpe que obedece a sus dictados internos. Su actividad política fue intensa, incluso se vio involucrado en algún turbio asunto de tráfico de armas con el bando carlista durante la guerra. Una de esas paradojas de la vida le obligaba a aceptar que el libertino Heine, a priori enemigo intelectual, hubiera sido el único intelectual europeo relevante que había tenido agallas para escribir como si Polonia existiera como país -el polémico “Sobre Polonia”·de 1823, recordemos que entonces Polonia no existía y estaba repartida entre Austria, Prusia y Rusia-. Conrad escribió en una lengua que no era la suya, el inglés, que dominaba maravillosamente de manera escrita hasta el punto de que taraceó una lengua en la que se sentía extranjero cuando le tocaba hablarla: su sintaxis alcanza una perfección tan espléndida que su amigo Ford Madox Ford, uno de los mejores escritores de su tiempo, no alcanzaba a comprender: cómo era posible que un polaco con tan horrísono acento fuera capaz de escribir mejor que el mejor inglés. El pobre Conrad debió vivir una vida bastante perpleja pues cada uno de sus viajes le habían ido mostrando que el mundo de sus viejos valores conservadores, poco tenía que ver con las verdaderas ambiciones de los que los compartían.
Pero Conrad era de la estirpe de Stevenson o Kipling: recorrió todo el mundo imaginable buscando “la gracia”, esa experiencia que le permitiera entender la vida como una frontera tras la que todo cobra sentido, su “línea de sombra”.
Por eso, uno de los viajes de Conrad fue al Congo.
Allí encontró el horror de la vida que deja de ser vida, que deja de ser algo merecedor de ser vivido.
Puso en boca de Marlow un extenso monólogo de búsqueda con rasgos básicamente orales: había que encontrar a Kurtz como fuera. Pero iremos viendo a lo largo de la novela como Kurtz ha ido apagando en sí mismo lo que hubiera de hombre civilizado. El horror que sentía Conrad como occidental hacia los negros se va desplazando hacia la tarea colonizadora, al descubrir como la civilización se envilece cuando la codicia se convierte en el verdadero sentido de la vida.
Los griegos, cuando hablan de la palabra “vida”, utilizaban dos términos: “zoé” para aludir a una vida puramente biológica y “bios” para hablar de una vida trabada de algo de sentido, de espiritualidad, de comunidad. Esto nos puede ayuda. Lo que se va encontrando Marlow a lo largo de su viaje es “bios” en estado puro. La sensación que nos transmite cuando encuentra esos ojos de los trabajadores que se apartan para morir a la orilla del camino, es similar a la que transmitían los soldados rusos cuando descubrieron en los campos de concentración nazis “hombres que habían dejado de ser seres humanos”. Conrad descubre, paradoja, que hubo un ser humano tras aquellos ojos que había dejado de serlo por obra y gracia de la civilización occidental, esa misma que había ido a salvarle de su “vida salvaje” y cuya codicia le había arrojado al camino hacia una muerte miserable.
La fuerza del relato está en la palabra, esa que ha ido perdiendo Kurtz, un hombre que se ha embrutecido a fuerza de esquilmar marfil como un salvaje, un hombre que ya es incapaz de hablar, atrapado en la colosal maquinaria colonial, desastrosa y corrupta.
El viaje de Marlow se convierte en un horrible descenso a los infiernos, al corazón de las tinieblas. Es precursor de la reflexión que cuarenta años más tarde haría Hannah Arendt acerca de lo que vio quien vivió en los campos de concentración: una civilización que, abandonados todos los valores a la codicia, ha dejado de serlo y se ha convertido en una estructura monstruosa, capaz de convertir la tierra en un infierno.
Jorge, siento lo de tu padre. Te mando un beso afectuoso lleno de fuerza y ánimo para estos momentos tan duros.
ResponderEliminarPuri.
Jorge, mi sentido pésame. Por la experiencia de mis años sé que producen algún consuelo estas simples fórmulas sociales, incluso entre conocidos muy circunstanciales, como es nuestro caso. Por eso te la formulo.
ResponderEliminarYendo a Conrad, por lo que le había leído antes, y ahora por "El corazón...", tengo que decir que es de los que me atrapan: el devaneo o discurrir de sus pensamientos, la trama o tela de araña que va tejiendo con ellos, la atmósfera que crea al contarlos... me atrapan. Y creo que para conseguir algo así al escritor no le basta con ser un buen planificado de sus cuentos o historias, no le basta con poseer las técnicas de la narración; le hace falta además algo especial: el duende que acompaña a todo artista de categoría, cualquiera que sea su especialidad. En este sentido, para hacerme enteneder, digo que el verdadero artista nace, no se hace.
Perdón, el anterior comentario no es de Christine sino de pepe111. No sé el motivo por el que se ha producido tal error
ResponderEliminarotro erroe
ResponderEliminarcreo que lo he subsanado
ResponderEliminar!Hola!
ResponderEliminarLo primero, Jorge, transmitirte mi admiración por como expresas la dolorosa perdida de tu padre, rociada de la esperanza del después, cosa que considero un Don.
Hablando del libro quisiera compartir con vosotros lo enriquecedora que me ha resultado la lectura del prólogo de la edición que estoy leyendo, Biblioteca de autor; Alianza Editorial", que me ayudo a sitiar el libro. En este prólogo me gustó un comentarío que menciona que hizo, Conrad del objeto artístico: " El objeto artístico, cuando se expresa por medio de la palabra escrita, debe aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, el color de la pintura, y a la sugestibilidad mágica de la música, que es el arte de las artes". Explicaría porque al leer a Conrad, pudes verlo todo tan claramente.
Tambien me gusta que en el libro te van poniendo notas haciendo referencias biográficas.
Al igual que Buzzati, Conrad, transmite soledad y desidia.Me pregunto cuantos escritores habrá positivos y esperanzadores, o quizás el arte siempre se entendió mejor con el dolor?