domingo, 31 de mayo de 2009

SI MI ABUELO HUBIERA LEÍDO A FAULKNER...



En su día explicamos cómo los libros dicen cosas distintas a los tiempos en los que les toca vivir, porque los libros viven y hablan: basta con afinar el oído y ponerse en su radio de alcance, dejar que te atrape su verbo y estar en disposición. Lo bueno de un clásico es que siempre tiene cosas que decir, siempre hay algo nuevo que puede contarle al presente.

Vamos a imaginar cómo llegó un lector o lectora contemporáneos de Faulkner a su obra. Imaginad a un joven norteamericano: vive en un país también joven pero con una historia convulsa: en su sangre hay un poso indio que conoce a través de la tradición oral y, en contadas ocasiones, recogida en textos escritos: pesa en él una mentalidad atravesada por la Biblia, de la que fluye algo de la mentalidad griega y latina de Pablo de Tarso y otros, una lectura muy literal de la Biblia, agarrada a la palabra escrita como la gran verdad inamovible que conforma el universo, su principio y su fin, su fundamento, toda memoria que merezca ser conservada es bíblica y a su aprendizaje dedican los niños norteamericanos casi una infancia... Todo está en ella y todo queda en esa gran epopeya desde cuya devoción a esa literalidad podemos entender aún hoy ese lazo entre Israel y los sectores norteamericanos cristianos más conservadores. Ese joven ha nacido en un punto cardinal de ese país, completamente distinto a otro, completamente único, al punto de que parece otro país: si nació en el Este, algo de su familia habrá marchado al Oeste en una larga marcha que dio densidad y horizonte vital a varias generaciones de paisano; si nació en el Sur, su cultura vivida se ha gestado en narraciones de la gran guerra que les enfrentó al Norte, en la que perdieron instituciones y modos de vida, narrada en películas contemporáneas a Faulkner como “Intolerancia” o “El Nacimiento de una Nación” de Griffith.

Ese joven, en su corta vida, habrá tenido que luchar en una gran guerra mundial en la que su país buscó afianzar una hegemonía que pretendía ser tan política como determinaba su preponderancia económica. Su país era un gran país, pero seguía atravesado por los dos ejes -Norte-Sur, Este-Oeste- que le hacían incomprensible a los ojos de cualquier europeo.

Ese joven, probablemente protestante, quizá puritano, seguro creyente, vive una guerra en la que el honor ya no sirve de nada; la primera guerra en la que los soldados mueren sin poder salir de sus trincheras, la primera guerra en la que se utilizan armas químicas, la primera guerra en la que la vida humana carece siquiera de la dignidad del combatiente, la primera guerra de la que volverá siendo no un héroe sino una carga para su patria.

Ese joven verá llegar oleadas de inmigrantes a su país, que convertirán sus muelles y sus puertos en algo extraño, en un raro guirigay de lenguas y rostros ajenos a su cultura y religión, a sus hábitos y costumbres anglosajonas..

Ese joven habrá vivido unos años frenéticos, él o sus hijos, los felices veinte, donde empezará a reventar por sus costuras un siglo de orden y concierto. Mujeres que parecen hombres, alcohol, evasión, sinsentidos, experimentación sin límite, exaltación de la creatividad y del caos como caldo de cultivo de la vida, velocidad... Valores radicalmente opuestos a aquellos que aprendió de niño en el Gran Libro.

Ese joven vivirá pocos años después una crisis sin precedentes, la Gran depresión, en la que se desmoronará un sistema económico por el que sus compañeros de generación habían vertido su sangre en una guerra.

La palabra, como es lógico, pierde su fuerza comunicativa en este primer tercio de siglo, al menos lo que un norteamericano entendía por ese término.

Por eso Faulkner decide prescindir del sentido como organizador del mundo. Él renuncia a explicar nada, quizá por el mismo camino que recorriera Kafka, mostrando absurdos, pero sin desenmarañar la tela de araña de la que está tejida la vida. Prefiere dejar que los personajes expliquen la vida desde su propia óptica. Las particulares visiones de la vida no son otra cosa que la vida misma, con minúscula, porque no se puede escribir más que con minúsculas la vida.

En vez de mirar al presente, como hicieran Hemingway o Scott Fitzgerald, Faulkner mira a un tiempo varado, inventa un mundo ajeno al devenir, quieto, estático, en el que se tejen todas las tradiciones de un país en quiebra y donde nada sobra.

¿Y los jóvenes españoles? Llegaron a Faulkner ya antes de la Guerra Civil: escritores como Antonio de Marichalar se habían acercado a su prosa, Lino Novás había traducido “Santuario”, Jorge Luis Borges tradujo “Las palmeras salvajes”...

Pero el verdadero interés por Faulkner se desató soterrado en la prosa de posguerra. ¿Recordáis aquella maravillosa escena de “Amanece que no es poco” , la fantástica película de José Luis Cuerda? En aquel pueblo mágico, con una coña soberbia y digna del mejor Buñuel, todo el mundo leía a Faulkner... Incluso a ese personaje que hace de intelectual con acento argentino y plagia “Luz de Agosto”, le descubre ¡¡¡La guardia civil!!! Porque como le explica el sargento protagonizado por el inefable Sazatornil “En este pueblo, todo el mundo siente veneración por Don William Faulkner... Pero ¿Cómo se le ha ocurrido a usted plagiarle?” a lo que el plagiador replica “No sé... Me puse a escribir... Y me ha salido Luz de Agosto”

Después de la guerra, el interés renació entre aquellos jóvenes que rechazaban el triunfalismo falangista, admiraban secretamente el valor de los combatientes extrenjaeros en España., habían compartido inquietudes con el marxismo pero no la ortodoxia, no eran comunistas pero sí izquiedistas... Francisco Benet, José Manuel Caneja, Carlos Gurméndez, Nicolás Sánchez Albornoz, Fernando Chueca en Madrid... Ramón Folch, Jorge ferrer Vidal- Turull, Ricardo Fernández de la Reguera, Andrés Bosch en Barcelona... Después llegarían a estas veredas José María Castellet, Arturo del Hoyo, Elena Quiroga e Ignacio Aldecoa, que colocaba la obra de Faulkner entre los esenciales que una vida de escritor no debía obviar.

Estos lectores mantuvieron viva la llama de Faulkner durante la posguerra española a pesar del oscurantismo oficial y del evidente desinterés que el mundo editorial español le profesó. Nadie duda de que existía una proximidad entre “La Familia de Pascual Duarte” de Cela y “Santuario”, o entre “Cuando voy a morir” de Ricardo Fernández de la Reguera y “Las palmeras salvajes”... Las dos novelas son exacerbadamente violentas, hay en ellas mundos crepitantes que revientan sus costuras a través de historias que acabaron en tragedia

Luego vendrían Ana María Matute, Jesús Fernández Santos, Juan Goytisolo, Luis Martín santos y “Tiempo de Silencio”, Juan Benet y “Volverás a Región”.

Faulkner fue un escritor de encrucijada, así hay que leerlo.

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