jueves, 3 de junio de 2010
Auster y el azar: el Cuaderno rojo...
Ayer os hablaba en la sesión presencial de la importancia del librito “El cuaderno rojo” para entender la literatura de Auster y os cité de memoria algunos fragmentos. Esta mañana os ofrezco algunos extractos de esta obra que pertenecen tanto al excelente prólogo de Justo Navarro como al propio texto de Auster. Espero que os sirvan y seguro que ilustran y os permiten comprender hasta qué punto la casualidad, el azar, son la matriz sentimental de Auster y le han llevado a ser un “cazador de coincidencias”. No os incluyo todas, tampoco las más jugosas… Si queréis saber más ya sabéis: habrá que leer ese librito delicioso.
DE JUSTO NAVARRO:
“En 1960 o 1961 Paul Auster fue de excursión al bosque. No era el escritor Paul Auster, sino un colegial de trece o catorce años que se llamaba Paul Auster, pasaba el verano en un campamento al norte del estado de Nueva York y treinta años después escribiría una novela llamada Leviatán. El día que Paul Auster fue de excursión al bosque estalló una tormenta: una tempestad de agua, rayos y truenos envolvió a los excursionistas. Paul Auster recuerda que los rayos caían como lanzas. Los excursio-nistas atravesaban un bosque: uno dijo que, si se alejaban de los árboles, si encontraban un claro, estarían más seguros. Tuvieron suerte: encontraron un claro aislado por alambre de púas, más allá de los peligros del bosque. Los exploradores se pusieron en fila para pasar bajo la alambrada: ordenadamente, de uno en uno. Entonces les llegó el turno a los exploradores Ralph y Paul. Ya cruzaban la alambrada, primero Ralph, y después Paul, a medio metro de Ralph: justo cuando Ralph pasaba bajo la alambrada, cayó un rayo. Ralph se detuvo y Paul pasó a su izquierda. Paul arrastró a Ralph: que siguieran pasando los exploradores. Se había desmayado Ralph, y los rayos caían como lanzas, y los exploradores chillaban y lloraban rodeados por la tormenta, y a Ralph se le ponían los labios azules, cada vez más azules, mientras sus compañeros le frotaban las manos frías, cada vez más frías. Cuando la tormenta acabó, los exploradores se dieron cuenta de que Ralph estaba muerto. Si la fila de exploradores se hubiera formado de otra manera, quizá no hubiera existido el escritor Paul Auster. Quizá el explorador Paul Auster hubiera muerto electrocutado, porque hubiera cruzado la alambrada en el lugar del explorador Ralph. O quizá, si no hubiera vivido tan de cerca la muerte del explorador Ralph, no hubiera tenido una idea tan clara de cómo el azar decide de repente la vida y la muerte de las personas, y no hubiera escrito ninguna de las novelas que escribió mucho más tarde. El mundo es un misterio azaroso.”
“Al traductor Paul Auster lo asombraba el misterio de la traducción. Un hombre llamado Paul Auster lee en Nueva York un libro escrito en francés y luego escribe ese mismo libro en inglés. Supongamos que traduce las notas que Mallarmé escribió junto al lecho de muerte de su hijo Anatole. Un hombre escribe en inglés el libro que otro hombre escribió en francés. Un libro se hace en soledad, pero, cuando el traductor escribe su libro, lo escribe con las palabras de otro hombre que no está en la habitación. Aunque sólo haya un hombre en la habitación, hay dos hombres que hablan en la habitación: cada uno habla en una lengua para querer nombrar las mismas cosas. El traductor se convierte en una sombra, fantasma del hombre que inventó las palabras que ahora inventa el traductor. La traducción es un caso de suplantación de identidad: por decirlo con una palabra inglesa, es un caso de impersonation. Impersonation significa suplanta¬ción, el acto de hacerse pasar por otro.”
“Un hombre llamado Paul Auster vive en un mundo misterioso, un mundo cuyas conexiones no entiende demasiado bien, un mundo aterrador y cómico a la vez, un mundo que es una lengua misteriosa, una lengua dolorosa. Paul Auster quisiera traducir la lengua misteriosa y dolorosa del mundo, como en 1967 traducía los poemas de Baudelaire, Rimbaud y Verlaine. Así empieza a transformar la lengua misteriosa y dolorosa del mundo en palabras suyas. Llena cuadernos y cuadernos, una palabra detrás de otra, porque está rodeado de cosas que no entiende. Está confundido: las cosas que lo rodean no son puntos de referencia para no perderse, sino recovecos, paredes de laberinto. Ha llegado un día de 1979 a un apartamento de la calle Varick, en Nueva York, a una habitación en el décimo piso del número 6 de la calle Varick. Duerme vestido, dentro de un saco de dormir, sobre un colchón en el suelo. Vive con unos cuantos libros, tres sillas (los días se distinguen por la silla donde te sientas cada día), una mesa, un lavabo. Como el ascensor está roto, no sale a la calle: no porque la calle no merezca el viaje por las escaleras inacabables, sino porque volver a la ruindad de la habitación no merecería el viaje por las escaleras inacabables. El mundo es un saco de dormir, un colchón, tres sillas, una mesa, unos libros, un lavabo, una habitación en un décimo piso: el mundo es incomprensible. Entonces Paul Auster abre un cua¬derno, empieza a escribir, trata de traducir el mundo a palabras comprensibles.”
“Una vez Paul Auster fue de excursión al bosque y encontró el idioma al que mucho más tarde trataría de traducir el mundo, el mundo cómico y aterrador: encontró el idioma del azar, el idioma de la casualidad y las coincidencias, el idioma de los encuentros fortuitos que se convierten en destino. Gracias al azar Paul Auster encontró la música del azar. Se hacía novelista mientras descubría la música del azar: traducía el mundo al idioma que había descubierto hacía muchos años en una excursión al bosque: el idioma del azar. Pero el idioma del azar es también el idioma de la fragilidad: hay coincidencias y casualidades con las que te mueres de risa y hay coincidencias y casualidades con las que te mueres. Descubrir el poder del azar es descubrir que somos terriblemente frági¬es y vulnerables, que dependemos de la casualidad, que una coincidencia estúpida puede destrozarnos en un segundo. Que una palabra estúpida oída por casualidad también puede fulminarnos. Recordar que las personas son terriblemente frágiles es una obligación moral: Paul Auster dice que es cazador de coincidencias por obli¬ación moral.”
“Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su procedencia. Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien ha¬bía escrito: No vive en esta dirección. Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras Devolver al remitente. Suponiendo que la oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas). La ortografía de mi nombre era correcta, la direc¬ción era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa.
Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empe-zaba así: “Querido Robert, en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo de¬irte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre no¬vela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mi, y, por lo que sé, lo sigue intentando.
Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el servicio de correos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.
Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la ba¬sura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.
Cuando pienso en la amistad, sobre todo en cómo algunas amistades duran y otras no, me acuerdo de que, desde que tengo carnet de conducir, sólo se me han pinchado las ruedas del coche cuatro veces, y las cuatro veces me acompañaba la misma persona (en tres países distintos, y en un período de ocho o nueve años). J. era un amigo del colegio y, aunque siempre hubo una sombra de incomodidad e incompatibilidad en nuestras relaciones, durante cierto tiempo fuimos íntimos amigos. Una primavera, antes de terminar la carrera, cogimos la vieja furgoneta de mi padre y nos fuimos a los parajes desiertos de Quebec. Las estaciones se suceden con mayor lentitud en esa zona del mundo, y todavía duraba el invierno. El primer neumático pinchado no supuso ningún problema (llevábamos rueda de repuesto), pero cuando, menos de una hora después, reventó el segundo, nos quedamos desamparados en aquel territorio glacial y desolador prácticamente todo el día. Entonces no le di ninguna importancia al incidente, sólo un caso de mala suerte, pero, cuatro o cinco años después, cuando J. fue a Francia para visitar la casa en la que L. y yo trabajábamos como guardas (apático y deprimido, en un estado deplorable de autocompasión, incapaz de darse cuenta de que abusaba de nuestra hospitalidad), ocurrió exactamente lo mismo. Habíamos ido a pasar el día a Aix-en-Provence (a unas dos horas de camino) y volvíamos de noche por una oscura carretera comarcal, cuando sufrimos otro pinchazo. Pensé que era una simple coincidencia, y me olvidé del asunto. Pero entonces, cuatro años después, en los meses finales de mi matrimonio con L., J. volvió a visitarnos, esta vez en el estado de Nueva York, donde L. y yo vivíamos con Daniel, casi recién nacido. En un momento determinado, J. y yo cogimos el coche para ir a comprar la cena. Saqué el coche del garaje, di la vuelta en el camino de tierra lleno de baches, y avancé hasta la carretera para mirar a la izquierda, a la derecha y a la izquierda antes de seguir adelante. Y entonces, cuando esperaba que pasara un coche, oí el silbido inconfundible del aire al escaparse. Otro neumático se había pinchado, y esta vez ni siquiera nos habíamos alejado de casa. J. y yo nos echamos a reír, desde luego, pero la verdad es que nuestra amistad nunca se recuperó de aquel cuarto neumático pinchado. No digo que las ruedas pinchadas tuvieran la culpa de nuestro distanciamiento, pero, malignamente, son el emblema de cómo han sido siempre nuestras relaciones, el signo de alguna sutil maldición. No quiero exagerar, pero, aún hoy, no consigo convencerme de que esos neumáticos pinchados no sig¬nifiquen algo. El caso es que J. y yo dejamos de vernos, y no hemos vuelto a hablar desde hace diez años.
“Volví a París unos días en 1990. Una tarde pasé por el despacho de una amiga para saludarla, y me presentaron a una checa, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, una historiadora de arte amiga de mi amiga. Me acuerdo de que era una persona atractiva y alegre, pero, como estaba a punto de irse cuando llegué, apenas si coincidimos cinco o diez minutos. Como suele ocurrir en tales situaciones, no hablamos de nada importante: una ciudad norteamericana que los dos conocíamos, el tema de un libro que estaba leyendo, el tiempo que hacía. Luego nos dimos la mano, cruzó la puerta y nunca he vuelto a verla.
Cuando se fue, la amiga que había ido a visitar se retrepó en su asiento y me preguntó:
-¿Quieres oír una buena historia?
-Desde luego -le respondí-. Las buenas historias siempre me interesan.
-Quiero mucho a mi amiga -continuó-, así que no te llames a engaño. No voy a contarte chismes. Pero creo que tienes derecho a saber esto.
-¿Estás segura?
-Sí, estoy segura. Aunque debes prometerme una cosa: si escribieras alguna vez esta historia, no citarías ningún nombre.
-Te lo prometo -le dije.
Y así mi amiga me contó el secreto. De principio a fin, no tardó más de tres minu¬tos en contarme la historia que voy a contar ahora.
La mujer que yo acababa de conocer había nacido en Praga durante la guerra. Era muy pequeña cuando hicieron prisionero a su padre, lo enrolaron a la fuerza en el ejército alemán y lo mandaron al frente ruso. Su madre y ella no volvieron a saber de él. No recibieron ninguna carta, ni noticias de si estaba vivo o muerto, nada. La guerra se lo había tragado: desapareció sin dejar rastro.
Pasaron los años. La joven creció. Acabó sus estudios en la universidad y llegó a ser profesora de historia del arte. Según mi amiga, tuvo problemas con las autoridades a finales de los sesenta, durante la invasión soviética, pero no precisó qué tipo de problemas. No son difíciles de imaginar, por las historias que conozco so¬bre lo que les sucedió a otros durante ese periodo.
Un día le permitieron volver a la enseñanza. En una de sus clases había, por un programa de intercambios, un estudiante de Alemania del Este. El estudiante y ella se enamoraron y acabaron casándose.
Poco tiempo después de la boda, llegó un telegrama que anunciaba la muerte del padre de su marido. Al día siguiente, su marido y ella viajaron a Alemania del Este para asistir al funeral. Una vez allí, no sé en qué ciudad, se enteró de que su difunto suegro había nacido en Checoslovaquia.
Durante la guerra los nazis lo hicieron prisionero, lo enrolaron a la fuerza en su ejército y lo mandaron al frente ruso. Había conseguido sobrevivir milagrosamente. En lugar de regresar a Checoslovaquia después de la guerra, se había quedado en Alemania bajo un nombre nuevo, se había casado con una alemana, y allí había vivido con su nueva familia hasta el día de su muerte. La guerra le había dado la oportunidad de volver a empezar, y parece que nunca se había arrepentido.
Cuando la amiga de mi amiga preguntó cuál había sido su nombre en Checoslovaquia, comprendió que era su padre.
Esto significaba, desde luego, que, en tanto que el padre de su marido era el mismo hombre, el hombre con el que se había casado era también su hermano.”
“Un número equivocado inspiro mi primera novela. Una tarde estaba solo en mi apartamento de Brooklyn, intentando tra¬bajar en mi escritorio, cuando sonó el teléfono. Si no me engaño, era la primavera de 1980, no muchos días después de que encontrara la moneda de diez centavos frente al Shea Stadium.
Descolgué, y al otro lado de la línea un hombre me preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton. Le dije que no, que se había equivocado de número, y colgué. Luego volví a mi trabajo y me olvidé de la llamada.
El teléfono volvió a sonar la tarde siguiente. Resultó que era el mismo individuo y me hacía la misma pregunta que el día anterior: “¿Agencia Pinkerton?” Volví a decirle que no, volví a colgar. Pero esta vez me quedé pensando qué hubiera sucedido si le hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hecho pasar por un detective de la Agencia Pinkerton?, me preguntaba. ¿Qué habría sucedido si me hubiera encargado del caso?
A decir verdad, sentí que había desperdiciado una oportunidad única. Si ese individuo volviera a llamar, me dije, por lo menos hablaría un poco con él e intentaría averiguar qué quería. Esperé a que el teléfono sonara otra vez, pero la tercera llamada nunca se produjo.
Después de aquello, empecé a darle vueltas a la cabeza, y poco a poco se me abrió un mundo lleno de posibilidades. Cuando me senté a escribir La ciudad de cristal un año después, el número equivocado se había transformado en el suceso crucial del libro, el error que pone en marcha toda la historia. Un hombre llamado Quinn recibe una llamada telefónica de alguien que quiere hablar con Paul Auster, detective privado. Tal y como yo hice, Quinn responde que se han equivocado de número. A la noche siguiente, pasa exacta¬mente lo mismo: Quinn cuelga otra vez. Pero, al contrario que yo, Quinn tiene otra oportunidad. Cuando el teléfono suena la tercera noche, Quinn le sigue el juego al que llama, y se hace cargo de la investigación. Sí, dice, yo soy Paul Auster: entonces comienza la locura.
Quería, sobre todo, permanecer fiel a mi primer impulso. Si no me ceñía estrictamente a la verdad de los hechos, escribir ese libro carecía de sentido. Así que debía implicarme en el desarrollo de la historia (o implicar a alguien que se me pareciera, que se llamara como yo), y escribir sobre detectives que no eran detectives, sobre suplantación de personalidad, sobre misterios irresolubles. Para bien o para mal, sentí que no tenía elección.
Muy bien. Terminé el libro hace diez años, y desde entonces me he dedicado a otros proyectos, otras ideas, otros libros. Pero, hace menos de dos meses, descubrí que los libros no se terminan nunca, que es posible que las historias continúen escribiéndose a sí mismas sin autor.
Estaba solo en mi apartamento de Brooklyn aquella tarde, intentando trabajar ante mi escritorio, cuando el teléfono sonó. Era un apartamento distinto del que tenía en 1980: otro apartamento con otro número de teléfono. Descolgué el auricular y, al otro lado de la línea, un hombre me preguntó si podía hablar con el señor Quinn. Tenía acento español y no reconocí su voz. Por un momento pensé que era un amigo que quería tomarme el pelo. “¿El señor Quinn?”, dije. “¿Es una broma o qué?”
No, no era una broma. Aquel hombre llamaba completamente en serio. Quería hablar con el señor Quinn, y me rogaba que le pasara el teléfono. Le pedí, para estar seguro, que me deletreara el nombre. Tenía un acento muy fuerte, y yo esperaba que quisiera hablar con el señor Queen. Pero no tuve tanta suerte: “Q-U-I-N-N”, respondió el hombre. Me asusté y, durante unos segundos, no pude articular palabra. “Lo siento”, dije por fin, “aquí no vive ningún señor Quinn. Se ha equivocado de número.” El hombre se disculpó por haberme molestado y colgamos.
Esto ha sucedido de verdad. Como todo lo que he escrito en este cuaderno rojo, es una historia verdadera.”
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