Svetlana Alexievich, Nobel de Literatura: "No estoy demonizando a Putin como persona, estoy demonizando al Putin colectivo"
Redacción
HayFestivalQuerétaro@BBCMundo
30 agosto 2016
Las voces de la gente común y corriente en medio de eventos extraordinarios.
La periodista bielorrusa Svetlana Alexievich ha dedicado su vida a escuchar a la gente que ha visto su vida zarandeada por los temporales de la Historia, en especial en la antigua Unión Soviética.
Así, ha escrito sobre la participación de las mujeres rusas en la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer); la invasión soviética a Afganistán (Los muchachos de zinc) y el accidente nuclear de Chernóbil (Voces de Chernóbil: crónica del futuro). Su último libro, sobre la caída de la Unión Soviética y los años posteriores, fue publicado en español como El fin del Homo Sovieticus.
En octubre de 2015, la Academia Sueca sorprendió al mundo de las letras al premiarla con el Nobel de Literatura, pues se trata de la primera vez que se premia a un autor cuya obra es completamente de no ficción.
Alexievich nació en Stanislav (Ucrania, ahora llamado Ivano-Frankivsk) en 1948, pero creció en Bielorrusia, de donde era originario su padre. Desde antes de graduarse en la Universidad de Minsk empezó a trabajar como periodista en periódicos locales.
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Su trabajo, que ha sido descrito como "coral" o "sinfónico", se basa en testimonios de la gente común sobre eventos de gran trascendencia histórica para la antigua Unión Soviética.
En una conversación en el Hay Festival de Gales de este año con la periodista Bridget Kendall -quien fue corresponsal de la BBC en Moscú de 1989 a 1995-, Svetlana dijo que "la vida en los pueblos rusos es muy 'verbal', se la pasan todo el tiempo contando y discutiendo cosas".
Agregó que con ellos aprendió sobre la vida y la muerte. "Cuando se habla de grandes ideas, nadie habla con la gente común y corriente. Mi historia sería sobre socialismo doméstico. Cómo lo vivió la gente".
Por eso, dice,"decidí ser una historiadora de sentimientos, no una historiadora oficial".
En un momento de la conversación Bridget Kendall recuerda cómo en sus viajes a Rusia tenía suntuosas cenas con dignatarios locales, políticos o hombres de negocios y al final, aprovechando que era mujer, llevaba los platos a la cocina y hablaba allí con las mujeres, quienes pintaban una realidad completamente diferente a la dada por los hombres.
"Algo parecido me ocurrió cuando estaba escribiendo mi libro sobre la mujeres en la (segunda) guerra. Cuando llegaba a algunas casas, el hombre se situaba en el centro de la mesa para hablar. No se le podía pasar por la cabeza que yo estaba escribiendo un libro sobre las mujeres y la guerra.
A menudo incluso le decía a su esposa: 'Ve y prepara un par de pasteles', y me presentaba la típica historia oficial de cómo se había ganado la guerra. Y cuando el hombre entendía por fin que lo que yo quería era hablar con las mujeres, se retiraba -muchas veces ofendido- a un cuarto cercano, pero seguía escuchando a hurtadillas.
Una vez le pregunté a una mujer "cuando te fuiste para la guerra, ¿qué fue lo último que hiciste?.
Y la mujer me decía que lo último que había hecho había sido gastarse todo su sueldo en chocolates y llenar una maleta con ellos: 'Y me fui para la guerra, a convertirme en una francotiradora, con una maleta llena de chocolates'...
"Entonces el hombre salía corriendo del cuarto contiguo, gritando: '¡Qué son esas tonterías que estás diciendo!'" (risas).
Las mujeres, cuando hablaban sobre la guerra, nunca la embellecían. Para ellas era, inequívocamente, una matanza. Nunca la veían como algo heroico, como los hombres. Entonces la versión de lo que había sido verdadero difería mucho entre hombres y mujeres.
Nuestra mente siempre opera en dos niveles. Un primer nivel es lo banal, luego está el nivel de los mitos. Y en los países totalitarios esos mitos siempre están conectados con lo militar.
Hay otra historia sobre una mujer que sirvió como enfermera. Ella estaba caminando por el campo de batalla, para detectar a los que aún estaban vivos y heridos. Porque sabía que quienes vendrían después simplemente los enterrarían a todos. Su punto de vista era totalmente diferente al de los hombres, quienes hablaban de su victoria, de cómo habían conquistado ese lugar en particular.
Ella decía que lo único que veía era hombres muertos, gente muerta. Y se sentía mal por ambos bandos. "Eran tan bellos. Y estaban muertos".
En su libro El fin del Homo Sovieticus, usted dice que la gente en ese tiempo estaba dividida entre víctimas y verdugos. ¿Quién era quién? ¿Qué línea los dividía? Porque habla gente que sufrió durante la época estalinista, pero ahora se muestran orgullosos de ese período y extrañan a la URSS. Y en el retrato que usted dibuja todos son víctimas.
Lo más extraordinario es que no hay una estricta línea de división. Víctimas y verdugos son las mismas personas (...).
Conocí a varios viejos "verdugos" y entre ellos no había muchos que causaran temor... quizás cuando la gente es vieja no asusta.
Mi padre me contaba que, cuando era estudiante en la facultad de periodismo, antes de la guerra, cada vez que volvían de las vacaciones de verano faltaban al menos 15 de los 20 tutores. Habían sido arrestados.
Y los estudiantes y profesores sabían quién entre ellos los habían denunciado. Y esas personas coexistían de manera pacífica, tomaban vodka juntos... Esa era una de las principales preguntas para mi: ¿cómo lo lograban?
En mi libro cuento la historia de un jovencito que estaba fascinado con una vieja mujer llamada Olia, que tenía un cabello y una voz muy hermosos. En la época de la Perestroika, la madre le contó al joven que, antes de la Segunda Guerra Mundial, Olia había denunciado a su propio hermano, quien murió en los campos de prisioneros.
El muchacho confrontó a Olia y le preguntó por qué lo había hecho. Ella le respondió: "Así eran los tiempos en los que vivíamos. No había nadie honesto".
El joven entonces le preguntó que más recordaba de 1937 (año en que ocurrieron los hechos) y Olia le contestó: "Fue una época maravillosa. Estaba enamorada y era amada".
¿Sabes? Es muy difícil encontrar maldad pura en el ser humano. Naturalmente, cuando el fascismo y el comunismo se derrumbaron la gente quiso delegar esta maldad, atribuirla a un gran villano como Stalin o Hitler.
Son nuestros intentos por culpar a alguien más. Pero la maldad no está sólo Stalin o en Beria (Lavrenti Beria, fundador de la NKVD, predecesora de la KGB), también está en esa hermosa mujer que denunció a su hermano.
Es por eso que me gusta tanto estudiar este tipo de maldad, para mostrar que está desperdigada entre nosotros. Que es omnipresente.
Usted habla de un tiempo y lugar muy específico. ¿Es la gente que pasó por ese "experimento soviético"-como usted lo ha llamado- tan diferente de nosotros? ¿Es ingenuo pensar que si se deshacía del sistema comunista iban a abrazar los valores europeos y querrían vivir de la misma manera que en Europa occidental?
La verdad, no sé. Lo que sí sé es que si una persona ha vivido mucho tiempo en un campo de prisioneros, es muy ingenuo creer que cuando deje ese lugar se volverá diferente, o libre. No sé por qué fuimos tan ingenuos en los 90.
Había un escritor ruso muy famoso, Varlam Shalamov, que pasó 17 años en un campo de prisioneros, y una vez dijo que la prisión corrompe tanto a la víctima como al victimario. Es una relación simbiótica.
Pensé en eso durante la última elección de Putin, porque durante ella nombró un círculo de "representantes autorizados". Y me sorprendió mucho ver entre ellos a grandes artistas, escritores o violinistas.
A algunos les pregunté personalmente por qué lo hacían si no lo necesitaban, si no estaban bajo ningún tipo de amenaza.
Y decían lo mismo: "Hemos sido humillados durante tanto tiempo. ¿Por qué Estados Unidos tiene que tomar las decisiones en todos los temas importantes?". O también: "Putin es un líder fuerte, yo estoy viejo y mi hijo tiene un restaurante y está pasando dificultades...".
Pero creo que es difícil comparar nuestras sociedades (la actual con la del período soviético) creo que es mejor comparar nuestra sociedad con la alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
Vemos que la historia se repite en la sociedad rusa. No estoy demonizando a Putin como persona, estoy demonizando al Putin colectivo.
Este artículo es parte de la versión digital del Hay Festival Querétaro, un encuentro de escritores y pensadores que se realiza en esa ciudad mexicana entre el 1 y 4 de septiembre de 2016.
ENTREVISTA PARA DIARIO "EL MUNDO"
LITERATURA Entrevista
Svetlana Alexievich: "Espero que el Nobel me proteja contra Putin"
La escritora bielorrusa, premio Nobel de Literatura 2015, visita Madrid armada con un mensaje contra una tiranía a la que se enfrentó bajo el disfraz soviético y que ahora se encarna el presidente ruso
ALBERTO ROJASMadrid
17/05/2016 12:41
Los ojos claros de Svetlana Alexievich han visto a bomberos ucranianos escupir parte de sus pulmones carcomidos por la radiación de Chernóbyl, a jóvenes rusos matar a sus propios padres por el odio acumulado en Afganistán, a mujeres piloto que derribaban cazabombarderos de Hitler sobre los cielos de Moscú que regresaron a casa sin gloria. Pero también ha mirado a la cara a los viejos jerarcas comunistas que rinden un desmedido culto al dinero en la Rusia actual. Sus libros (El fin del Homo Sovieticus en Acantiilado, Los muchachos del zinc y La guerra no tiene rostro de mujer o Voces de Chernóbyl, en Debate, además de la obra publicada en catalán por Raig Verd), son un viaje a los sótanos de la Unión Soviética, donde se encontró unos cimientos llenos de secretos y cadáveres. La Premio Nobel de Literatura de 2015, entregado por primera vez a una escritora de no ficción, pasea por un hotel aristocrático de Madrid a ritmo pausado, subida a unas zapatillas de adolescente y vestida a la moda del pacto de Varsovia.
¿No cree que hay en el mundo demasiadas guerras y muy pocas como usted que se atreva a contarlas? ¿No se plantea volver a trabajar sobre otro conflicto?
Por mi parte se acabaron las guerras. No puedo. Nunca más. Estoy agotada. Mis mecanismos de protección, mis blindajes, están perforados.
¿Qué peaje personal ha pagado en su carrera como escritora?
Yo crecí escribiendo estos libros y me cambiaron por completo. Pero es un conocimiento trágico. Cualquier persona preferiría no saber esas cosas, pero tampoco podemos escapar de nuestra realidad. No me gusta que se sacralice tanto el oficio de escritor ni me gusta que se me pregunte por lo que he soportado. [En este punto Alexievich hace un gesto con el brazo, como si se espantara un insecto]. Un oncólogo de un hospital infantil lo tiene mucho más duro que yo. Por supuesto que ha sido desolador haber vivido cosas terribles en Afganistán, donde los militares siempre intentaban probar mi capacidad de aguante. Me preguntaban: «¿Quieres ver lo que las minas antipersonas han hecho a alguno de los nuestros?». Y tenía que acudir a ver cuerpos desmembrados, aunque me desmayara o me pusiera a llorar. Tenía que verlo. Creo que ahora mismo no tengo esta fortaleza que tenía antes. Ya no me atrevería.
Los mejores testimonios de sus libros los ofrecen las madres, ya sean de víctimas de Afganistán o de Chernóbyl. ¿Qué les debe su obra?
Nos hemos acostumbrado a ver la guerra como un asunto de hombres. Pero el conflicto no se limita al espacio donde tiene lugar el enfrentamiento armado. A ambos lados hay madres e hijos que sufren aún más que los que luchan. Cuando la guerra termina las mujeres siguen sufriendo, porque tienen que cuidar a los heridos, incluso a los enfermos mentales. Esta idea es importante para mí: hay un culto al dios Marte. Condecoramos a la gente que va a la guerra. Y sin embargo creo que cualquier guerra es un asesinato. Es una barbaridad. Tenemos que matar ideas, no personas.
Usted se ha enfrentado a grandes poderes en la Unión Soviética y ahora tiene que hacerlo contra líderes como Vladimir Putin o Lukashenko, el presidente de Bielorrusia, donde vive ahora. ¿No le resulta frustrante que nada cambie?
Tenemos que hacer nuestro trabajo. Las convicciones hay que defenderlas de por vida. Para un escritor ruso enfrentarse al poder es una situación normal. Desde el siglo XVI es así. Lo que sí es más complejo es enfrentarte a tu propio pueblo, que apoya el autoritarismo de Putin y Lukashenko. Esto es lo complicado. Lo duro es ver que estás inmersa en una guerra contra tu pueblo, donde no se oyen las palabras de los demócratas, pero sí la propaganda de los dictadores. Es duro ver cómo Putin ha conseguido atizar esa histeria militarista. Hay gente que se alegra que haya un conflicto contra personas a las que considerábamos hermanos hace poco, como los ucranianos. Hasta hay gente que celebra cuando se anuncia por televisión el número de muertos del día anterior.
¿No cree que la Rusia actual de Vladimir Putin merecería uno de sus libros?
En cierto modo ya escribí de esta Rusia está en mi libro El fin del homo sovieticus. Ahí pude prever lo que iba a suceder en el país. Hablo de la gente enfurecida, robada y rencorosa. Nosotros esperábamos que este rencor se dirigiría contra el poder, pero sin embargo el poder ha sabido reconducir habilmente esa frustración contra un enemigo externo: Europa y Estados Unidos. Ahora vemos lo que veíamos antes: esta filosofía de la fortaleza asediada. «A pesar de ello construiremos nuestra gran Rusia», dicen. Asusta este estado de ánimo de la gente que ha decidido aguantar contra viento y marea. Cuando voy a Rusia les pregunto a mis amigos porqué cada vez hay menos productos en las tiendas. Su respuesta es siempre: «Es que nos quieren castigar». ¿Pero quiénes os quieren castigar? ¿los europeos? ¿los americanos? Es duro escuchar estas cosas. Vemos que hay una corriente de jóvenes nacionalistas entre los que encontramos escritores y filósofos que opinan que Putin es demasiado débil. Que no se puede entregar así el territorio de Ucrania. Creen que hace falta un líder más fuerte.
¿Como Stalin?
Sí, como Stalin. Ahora están abriendo muchos museos para reivindicar su figura. Hay una ola de revisionismo. Mientras abren museos para loar a Stalin cierran otros dedicados a sus víctimas. Echan a todos los trabajadores de un día para otro y el centro se transforma en una celebración de los carceleros del Gulag. Esto es lo que está sucediendo en Rusia. A mí y a otras personas que somos contrarios a esa deriva, Putin nos llama «traidores de la patria». Hay un resurgir de la espiomanía de la Guerra Fría. Hay muchos agentes encubiertos deteniendo a jóvenes simplemente por hablar. Son tiempos turbulentos y peligrosos. Hay leyes en contra de los homosexuales, de personas de diferente religión, de disidentes políticos...
¿No tiene miedo físico a enfrentarse a Putin?
No quiero ni pensar en ello. Espero que el premio Nobel me proteja de él, aunque de esto no estoy nada segura.
¿Existe también un revisionismo sobre la historia de la Unión Soviética?
Hay muchos jóvenes nostálgicos de la URSS. Eso es porque hoy ven a sus padres como unos derrotados por el sistema. En Rusia el 7% de la población acumula la riqueza del país. A estos jóvenes quizá sus padres les hayan contado que antes la gente vivía mejor. Aquella igualdad comunista les hace añorar tiempos pasados. Además, en los años 90 éramos unos románticos inocentes. Pensábamos que al salir del Gulag íbamos a encontrar la felicidad. Corríamos por las plazas llamando a la libertad sin saber lo que era. Inmediatamente el dinero adquirió una enorme importancia. Fue como una bomba nuclear para nuestra sociedad. Era la época en la que se publicaron los libros de Solzhenitsyn, pero la gente pasaba de largo y se iba a comprar ropa nueva, alimentos que no habían probado, billetes para viajar a países que no conocían... Lo material se impuso.
También en España hay muchos jóvenes fascinados por la utopía de la URSS. ¿qué les diría usted, que la vivió?
Para eso he escrito mis cinco libros, para explicar cómo terminó la versión rusa del comunismo, con un enorme derramamiento de sangre. Con que lean un libro ya será suficiente.
¿La URSS dejó algún legado positivo?
Hay personas que, incluso habiendo pisando la cárcel durante los años de la URSS reconocen que había cierto idealismo, cierta hermandad entre las personas. No encuentran esa división entre ricos y pobres.
¿Cómo consigue que ese coro de voces de sus libros funcione como una sola voz?
Todos los entrevistados hablan del tiempo que les tocó vivir. Cuando pienso en escribir un libro ya sé que será un proceso de años. durante este espacio grabo a cientos de personas. Son miles de horas de entrevista con gente que hablan de la misma cosa, la guerra, la represión, Chernobyl... Es cierto que intento lograr ese efecto de individualizar las voces, pero es difícil porque el idioma emocional de cada uno no es siempre el mismo. No es igual la experiencia de una mujer piloto que la der una guerrillera. Han vivido dos guerras muy distintas.
¿Por qué ha pasado del dolor, que es el protagonista de sus cinco libros, al amor, que es el hilo conductor del que está escribiendo ahora?
Porque necesito creer que el amor es la única manera de salvarnos.
RESEÑA EN "EL CULTURAL"
Últimos testigos
Svetlana Alexiévich
Traducción de Ioulia Dobrovolskaia. Debate. Barcelona, 2016. 536 pp., 21'75€, Ebook: 12'3€
RAFAEL NUÑEZ FLORENCIO | 07/10/2016 | Edición impresa
Como suele suceder con los autores que obtienen el Nobel de Literatura, la obra de Svetlana Alexiévich (Stanislav, 1948) ha conocido una rápida difusión en breve tiempo. Como es sabido, la escritora bielorrusa lo ganó en 2015. La mayor parte de sus obras importantes ha sido vertida al castellano en los últimos meses. El público español puede así tener un conocimiento bastante ajustado de sus preocupaciones, sus temas y del modo concreto en que los aborda.
Quizá lo primero y más importante que habría que destacar es que Alexiévich no responde al patrón convencional del novelista, fabulador o poeta que consiguen el prestigioso premio. Alexiévich es más bien una periodista o, si se prefiere, una ensayista en la línea del también afamado cronista de los avatares del mundo actual que fue Ryszard Kapuscinski. Esto no quiere decir que ambos se parezcan, porque la escritora bielorrusa tiene una voz propia y un estilo inconfundible.
Ello es así, primero, por su perspectiva femenina, es decir, por su manifiesta voluntad de dar voz a las mujeres, en su opinión no solo las mayores damnificadas de guerras y catástrofes, sino también las grandes marginadas, las permanentemente silenciadas. La obra que mejor expresa y simboliza esa recuperación de la mirada femenina es sin duda La guerra no tiene rostro de mujer (Debate).
En sus páginas encontramos los testimonios de una parte de las miles de mujeres que vivieron -sufrieron- las penalidades de la Segunda Guerra Mundial, expuesto con una sinceridad desgarradora, con la mínima elaboración por parte de la autora, con el fin de no restar un ápice de protagonismo a las víctimas ni a los testigos directos de las penalidades.
He aquí, implícito, el segundo denominador común de la obra de de Alexiévich, su decidido empeño en dejar expresarse a los protagonistas sin interposición, sin buscar réditos literarios o estilísticos. En un mundo en el que los egos hipertrofiados están a la orden del día, no puede considerarse este un asunto menor. Así, en Voces de Chernóbil, la autora del libro permanece ostensiblemente en la penumbra para que sean los habitantes de la zona los que cuenten de primera mano las consecuencias de la catástrofe.
El tercer rasgo de la producción de la escritora bielorrusa es su afán por ceder la palabra a la gente común, esa población a la que no se le da voz ni voto pero que sufren de modo brutal las decisiones arbitrarias de los poderosos. Otra de sus obras más celebradas, Los muchachos de zinc (Debate), trata de los jóvenes que fueron a morir en la desgraciada guerra de Afganistán. Por último, el cuarto gran atributo de la literatura de Alexiévich es su vívido retrato del desplome de las ilusiones del paraíso socialista en obras como El fin del Homo Sovieticus (Acantilado).
En Últimos testigos, el libro que ahora nos ocupa, Svetlana Alexiévich vuelve a poner de relieve la mayor parte de las virtudes y características señaladas en las líneas anteriores. Nuevamente, las víctimas más vulnerables, en este caso los niños; reaparece el escenario bélico, la Segunda Guerra Mundial y otra vez, las voces de los protagonistas sin apenas mediación. Tanto es así que la autora renuncia a la contextualización o incluso a una breve introducción y prefiere, dicho así en la primera página, "en lugar de prefacio..., una cita". Una cita para recordar que en la "Gran Guerra Patria" murieron millones de niños soviéticos. Y, tras ese recordatorio, una pregunta demoledora, la que formuló Dostoievski en su momento y que aquí adquiere proporciones de lamento desgarrador: ¿es posible la absolución de un mundo que produce el sufrimiento de un niño inocente?
Las páginas que siguen recopilan testimonios de decenas de niños de entonces, hoy ya muy mayores, los "últimos testigos" que menciona el título. Privilegiados hasta cierto punto porque sobrevivieron, porque no formaron parte de los casi trece millones de niños muertos que produjo la guerra.
Pero que quedaron marcados por un sufrimiento atroz: muchos vieron cómo torturaban o asesinaban a sus padres, madres o hermanos, cómo quemaban o destruían sus hogares. Pasaron sed, hambre, frío y enfermedades, malvivieron aterrorizados en guetos, prisiones o campos de exterminio. No es extraño que una de las voces que se recogen resuma todo así: "Me dan miedo los hombres... Me dan miedo desde la guerra".
RESEÑA EN BABELIA
Hombres sin infancia
Jesús Ceberio
Alexiévich reproduce el dolor de los huérfanos bielorrusos de la guerra en 'Últimos testigos', por fin publicada en español
El periodista acostumbra rondar más los palacios que los barrios, por mucho que entre sus principales cometidos figure dar voz a quienes no la tienen. Eso es justamente lo que ha hecho Svetlana Alexiévich en toda su obra, en la que cientos de personas comunes narran sus vivencias íntimas de algunas catástrofes del siglo XX: el accidente nuclear de Chernóbil, la invasión de Bielorrusia por las tropas alemanas en 1941, la Gran Guerra Patriótica a través de los ojos de las mujeres rusas que decidieron ir al frente, las secuelas de la guerra de Afganistán… O el hundimiento de la URSS, que condujo al suicidio a cientos de comunistas desesperados.
En su obra no hay ninguna pretensión historicista, de apoyar tal o cual versión de los hechos. Lo que busca es aflorar las emociones de los supervivientes, con las que escribe una salmodia de gran intensidad. La autora se desvanece detrás de sus interlocutores y su experta batuta se intuye apenas en la melodía y en los títulos de los microrrelatos. Una y otra vez la guerra aparece como telón de fondo de ese bajorrelieve interminable que la periodista bielorrusa (premiada con el último Nobel de Literatura) ha tallado sobre la tragedia humana.
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El periodismo como literatura
La bielorrusa Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura
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Alexiévich ha proclamado que la atrae “ese espacio minúsculo que ocupa un solo ser humano”. Le interesa la voz individual, que le permite crear una densa polifonía de sus contemporáneos en situaciones trágicas. Para escribir Últimos testigos entrevistó a mediados de los ochenta a cientos de bielorrusos que habían quedado huérfanos. Escrita hace más de 30 años, acaba de publicarse su traducción al español.
En busca de sus fuentes rastreó los archivos de los orfanatos de Minsk, que al término de la Segunda Guerra Mundial habían registrado a más de 30.000 huérfanos. Gentes comunes, que rondaban los 50 años cuando les abordó la periodista bielorrusa y que aceptaron hurgar en su memoria aún dolorida en busca de la imagen del padre desaparecido en la guerra, cuando no también la madre.
No es un libro fácil de leer, a veces la acumulación de dolor de aquellos niños resulta aún hoy difícil de soportar. El penúltimo de los 100 testigos que comparecen en sus páginas es un electricista que tenía dos años cuando las tropas alemanas invadieron Minsk. Su relato tiene escasas 30 líneas y se titula: ‘Estuve esperando a mi padre mucho tiempo. Toda la vida…’. Una peluquera que tenía ocho años perdió a sus padres en un bombardeo: “Ya he cumplido 51 años, tengo mis propios hijos, y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”.
En medio de la catástrofe bélica, que tiene su representación más recurrente en las bombas que caen del cielo, en los aviones que siembran los pueblos de fuego, está el recuerdo de una hambruna permanente, de carácter bíblico: “En la cazuela no quedaba ni el olor a comida, hasta el olor lo habíamos lamido”; “nos convertimos en rumiantes, en primavera ni un solo árbol conseguía echar brotes en un radio de varios kilómetros alrededor del orfanato”; “en todas las casas había un puchero con caldo de ortigas”. Pero en medio de los relatos más sombríos y de una desolación constante surgen ocasionalmente ingenuos chispazos infantiles que provocan una sonrisa. Cuarenta años después de la tragedia, la periodista bielorrusa ha sabido activar en aquellos huérfanos algunas zonas mágicas de la memoria que sobrevivieron a la hecatombe.
Los relatos de aquellos niños, sin un solo subrayado ni una opinión personal de Alexiévich, componen una obra antibelicista de eficacia demoledora, con el hilo conductor de la insondable tristeza de un centenar de hombres y mujeres a los que la guerra amputó su infancia. Un arquitecto que tenía cuatro años lo expresa así: “Soy un hombre sin infancia. En vez de infancia tengo la guerra”.
RESEÑA EN CULTURAMAS
Últimos testigos; Svletana Alexiévich
Traducción de Yulia Dobrolskaia y Zahara García González
La guerra sucede en blanco y negro.
ultimos-testigos-svetlana-alexievich-trabalibrosEl sufrimiento global, la crueldad, la pérdida de cualquier atisbo de humanidad y bonhomía, el asesinato y la tortura, son actos que siempre están sucediendo. No importa los años que pasen, los arcos iris que uno haya presenciado, la lluvia llevándose las hojas pardas en un hermoso otoño, no importan los miles de besos que uno haya recibido. La guerra es algo que sigue sucediendo. Y destaca por la pérdida de los colores. Carece de matices mientras se desarrolla y hasta en los sueños o en los ataques de pánico postraumáticos. En la memoria sigue sucediendo en gris, en blanco, en negro; y si surge el color es un latigazo en la médula espinal. Los detalles a los que presta atención quien la vivió, las metonimias básicas, ese rasgo que significa todo el horror, es el tema de la guerra. Y el de esta obra maestra de la crónica, una más, de Svletana Alexiévich. Llegando un paso más allá de lo que demostró en otros de sus libros, aquí la periodista desaparece del todo. Aquí solo figuran los testimonios.
Breves, concisos, demoledores, son testimonios de niños que tenían entre cuatro y doce años durante la Segunda Guerra Mundial. Son testimonios de los huérfanos, porque esa es la mayor desgracia de la infancia, la de perder el cariño y tener que vivir el resto de una vida sin saber cómo enfrentarse a él, cómo devolverlo. Ese rasgo de orfandad llama la atención sobre los otros efectos de la guerra, sobre su pervivencia mucho más allá del día de la rendición. En esa fecha, trece millones de niños habían muerto bajo fuego directo. Más del doble de almas de las que se llevó el holocausto. Pero aquí lo que impera no son las entrañas al aire para que las devoren los cuervos sobre escombros de edificios. No. Aquí los verbos llorar y soñar se llevan la palma. Y también tener miedo. Aquí la memoria es otro acto bélico, sobre el que de vez en cuando se levanta una pincelada de humanitarismo protagonizada por un adulto desconocido que, en el mayor acto de solidaridad imaginable, adopta sobre la marcha a un niño desconocido para compartir con él su hambre y salvarle así la vida.
Últimos testigos no es un libro para ser reseñado. Es un libro para ser leído. Bastaría citar una pequeña selección de frases para darnos cuenta del mosaico estremecedor, pero necesario, que es esta obra. Y el acto de cobardía que supone negarse a leerla: “Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está…”, “Rosaditos, los pequeños yacían encima de las brasas apagadas”, “ni un solo árbol conseguía echar brotes… Nos los comíamos todos”, “En mis recuerdos todo está teñido de negro”, “Parecía que corríamos encima de las ascuas”, “No se me da bien la felicidad. Me da pánico”, “el cariño escaseaba”, “el viento hacía temblar las telarañas. Ardía nuestra aldea”, “Me emociono demasiado… No me lo puedo permitir”, “Ahora tampoco me gusta el color negro”, “No sé llorar”.
No se trata de que se la hayan gastado las lágrimas, es que no pudo ni siquiera permitirse el lujo de aprender a llorar. ¿Existe algo más trágico?


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