lunes, 14 de junio de 2021

PHILIP LARKIN Y "UNA CHICA EN INVIERNO" EL 23 DE JUNIO A LAS 18.30H





EN EL PAÍS, Otra generación perdida

https://elpais.com/cultura/2015/12/02/babelia/1449067815_512323.html

Ambientada en Inglaterra en la II Guerra Mundial, 'Una chica en invierno' es una obra de altura sobre el desarraigo. Philip Larkin presupone la inteligencia del lector

CARLOS PARDO

Sí, Una chica en invierno es una obra maestra. La primera de su autor y la que faltaba por traducir al español. Philip Larkin (1922-1985) la escribió cuando apenas tenía 22 años, por eso sorprenden la personalidad propia de su estilo como narrador, su contención y, en cierto sentido, el pesimismo cósmico. Las características del gran poeta que Larkin llegaría a ser unos años después.

Una chica en invierno tiene límites precisos: un día de invierno durante la II Guerra Mundial en el que Katherine Lind, extranjera, bibliotecaria en una ciudad inglesa de provincias, está a punto de quedar con el que pudo haber sido su gran amor en la adolescencia. Katherine rememora, en unas horas hurtadas al trabajo, un verano de iniciación antes de la guerra. Paradójicamente, el despertar (muy al gusto del antirromanticismo de Larkin) comenzará en lo anodino de la vuelta al trabajo en el tedioso invierno inglés.

La elección de la protagonista es uno de los aciertos de la novela. Larkin no insiste en la procedencia de Katherine, quizá refugiada alemana, probablemente judía, aunque deja algunas pistas. Su extranjería le permite mantenerse fuera del círculo de la alienación que rodea al resto de personajes, jóvenes en un mundo abortado que recuerda a Los esclavos de la soledad, de Patrick Hamilton. A la vez, su apatridia refuerza otro de los temas de Larkin: la desaparición del pasado. O mejor dicho, cómo el pasado deja de pertenecernos mientras el presente no es más que la repetición de unas rutinas demoledoras en las que buscamos, sin resultado, que surja lo excepcional. Katherine es una gran analista de sus emociones, por ejemplo de ese primer amor. Una solitaria en potencia. Y aunque la voz del personaje nunca es exactamente la del narrador (Larkin se debate entre la permeabilidad del estilo indirecto libre y observaciones nítidas que superan al personaje), la sintonía es evidente. El otro protagonista de Una chica de invierno (Thomas Hardy de fondo) es el entorno. Destaca la maestría de Larkin para construir con escenas y cuadros. Con “correlatos objetivos”: imágenes que se cargan con la emoción de la trama. Un viaje en barca a Oxford. Una visita al dentista. Una fuente helada. El pequeño mundo de una biblioteca (el propio Larkin sería bibliotecario años después).

Otra generación perdida

No son imágenes decorativas. Exprimen la tensión entre la atadura cotidiana y el desarraigo sentimental. Y hay algo más: una capacidad maestra de retratar el dolor sin que ocupe el centro de la escena. Dejando protagonismo a la sórdida ciudad de provincias en una especie de “pastoral urbana” de un mundo que pasa de lo agrícola a lo industrial y de lo industrial a lo mojigato, Larkin alivia del protagonismo de su dolor a los personajes. Un método aprendido de Brueghel.

Larkin nunca da más información de la necesaria para que se sostenga el edificio de la narración. Presupone la inteligencia del lector y no lo abruma con insistencias. Pero debajo de ese pacto que permite tratar con distancia las cosas penosas se cuela un pesimismo demoledor. Asimismo, la “sordina” de su estilo esconde una ambición literaria de altura que convierte esta novela en una duradera diatriba contra un mundo clausurado: el del romanticismo en su versión gaseosa y reprimida; el de la educación británica; el del mundo del trabajo, esa “amarga degradación voluntaria”; el del machismo, y el de cualquier juventud sacrificada por unos ideales abstractos. Es difícil no acordarse de un poema posterior de Larkin, ‘Ventanas altas’: “Cuando veo una parejita e imagino / que él se la folla y ella toma / píldoras o usa un diafragma,  / sé que es ése el paraíso // que todo viejo soñó la vida entera”.

Pero no es la novela de un poeta. Sino, en cierto sentido, una novela contra la mala poesía de las emociones. Comienza lentamente, cargándose de temporalidad, y termina con un golpe seco y duradero.

EN EL ESPAÑOL

https://www.elespanol.com/cultura/libros/20151230/90740957_0.html

'Una chica en invierno': la última novela del poeta de la amargura

El libro de Philip Larkin, es un análisis de la degradación emocional y la pérdida de la juventud.

Iñigo F. Lomana

Imaginen la dentadura de un norteamericano. Cada pieza es una oda a la fortaleza genética, a las vitaminas y al brío juvenil. Y al dinero, por supuesto. Su sonrisa parece el relincho de un purasangre. Si son capaces de conservar la entereza, imaginen ahora la dentadura de un inglés. Espeluznante, ¿no les parece? He ahí un terrible mapa de la saña histórica que habla de miseria, de abusos nobiliarios y de grandes pucheros de gachas. Decía Baudrillard que a los estadounidenses se les han concedido buenas dentaduras en compensación por su falta de identidad.

A nadie se le escapará que este aforismo lleva todas las marcas de agua de la Gran Parida (a la que tan aficionado era su autor). Pero, por extraño que parezca, nos proporciona un buen tema para la especulación. ¿Y si sus horribles dentaduras fueran el precio que los ingleses han tenido que pagar por disfrutar de una identidad nacional tan fuerte? Eso explicaría muchas cosas, ¿no? Explicaría, por ejemplo, la obsesión que han desarrollado hacia el universo de los flemones y los empastes. Y también explicaría por qué una novela tan exquisitamente inglesa y tan preocupada por lo inglés como Una chica en invierno (1947) –la última que publicó el muy inglés Philip Larkin antes de dedicarse por completo a la poesía‒ da comienzo, precisamente, con un dolor de muelas y una visita al dentista.

EN REVISTA OTRA PARTE

https://www.revistaotraparte.com/otras-literaturas/una-chica-en-invierno/

Leonardo Sabbatella

Un lector podría nombrar con cierta facilidad escritores que narraron el tiempo, la percepción o el paisaje camuflados en una serie de sucesos. Escritores para los que la ficción es una caja de resonancia en la que ensayan variaciones y estudios. El bibliotecario Philip Larkin escribió en la década del cuarenta una narración sobre el clima, sobre los efectos del invierno, y expandió una pequeña teoría sobre lo que podría llamarse el “determinismo climático”. El proceso de lenta decepción y soledad que vive la protagonista de la novela, Katherine, no es otra cosa que una consecuencia del invierno. Aquello que hacen los personajes, desde  el modo de comportarse hasta el tono de la conversación que practican, es invernal. Otra hubiera sido la red ficcional que hubieran tendido el verano o el otoño. El invierno es una fuerza lejana, una atmósfera en la que Larkin deja caer a sus personajes para que se muevan tenues y tristes, en cualquier caso con un leve desencanto. Porque hay algo para lo que Larkin parece ser un maestro: los matices. Nada de lo que se lee en Una chica en invierno es drástico o polarizado; cada secuencia es iluminada por una luz débil, las mujeres se mueven algo adormecidas (aunque astutas), el hombre principal es de una gentileza que bordea lo protocolar y la indolencia.

Aunque Larkin haya sido reconocido por su obra poética, Una chica en invierno no es la novela de un poeta. El autor educado en Oxford fue primero narrador, escribió dos novelas (se dice que destruyó otras tantas) y, recién después, como si fuera una forma de purgarse, arribó a la poesía. Quizá debiera decirse que su colección de poemas es la de un narrador que desertó prematuramente. La novela escapa de lo que se entiende por “estilo poético”, no se trata de una narración en verso o con grandes derivas líricas, pero sin dudas es el libro de alguien que tiene la sensibilidad y la mano de la poesía.

Una breve historia sobre la traducción. A Marcelo Cohen le habían encargado traducir la primera novela de Larkin, Jill, que publicó la editorial española Lumen. Poco después le piden que siga su trabajo con Una chica en invierno. Pero como la primera novela no se vendió lo suficiente, o al menos no lo esperado, la editorial decidió no publicar la segunda. Ahora Impedimenta recupera aquella traducción que nunca se imprimió. Aunque editado en la península ibérica, el libro casi no registra españolismos que hagan perder la concentración a otros lectores de Iberoamérica.  El trabajo de Cohen parece hecho a la luz de una vela, también en una época de nieve, lo que da lugar al tono coloquial y agraciado que lleva el libro.

Larkin pone al trío de protagonistas a jugar al tenis y encuentra uno de los momentos más certeros y difíciles de olvidar de la novela. Escribe: “Tenía un estilo algo mecánico. Lo primero que notó fue que invariablemente le devolvía el servicio sobre el revés, aun cuando ella hubiese demostrado que ese revés no era débil. Luego descubrió que rara vez la miraba antes de colocar los golpes, y que sus drives cruzados eran en gran medida frutos del hábito. En definitiva, era un jugador bastante limitado: nunca tiraba bolas cortadas ni hacía excursiones piratas a la red. Era rápido, preciso, abierto y constante”. No faltará el lector que lea en la descripción del tenista un análisis sobre la propia escritura de Larkin y su forma de jugar la narración: rápida, precisa, abierta y constante, aunque en este caso, en eso no haya nada de limitado.

EN EL BLOG EL LAMENTO DE PORTNOY

http://ellamentodeportnoy.blogspot.com/2016/02/una-chica-en-invierno-de-philip-larkin.html

Una chica en invierno, de Philip Larkin

Cuando uno se encuentra con una novela como esta lo mejor es guardar silencio y no estropearla añadiendo palabras insustanciales que no transmitirán nunca el placer de su lectura.

Propongo como ejercicio una reseña de la segunda (y última) novela de Larkin sin emplear los calificativos “elegante, exquisita y deliciosa”.

Lo único que puedo decir entonces es que Una chica en invierno es una novela muy, pero muy, británica, en el mejor de los sentidos.

Y que probablemente nos encontremos ante uno de los mejores personajes femeninos creados por una mente masculina. Katherine Lind, sobre quien se focaliza la narración es una extranjera. Larkin insinúa alguna pista pero prefiere que ese misterio, esa imprecisión sobre su procedencia, defina de alguna forma al personaje y que el lector pueda identificarse con ella. A fin de cuentas, cada vez que entramos en una novela, somos forasteros en una tierra extraña. Y es con la mirada ajena, con la mirada de quien descubre la cotidianidad de lo que no nos es común, con nuestra propia mirada de lectores, seamos de donde seamos, como podemos descubrir ese mundo fantástico que constituyen las grandes novelas, aun cuando nos hablen de la rutina y lo común.

En fin, no quería hablar de esto... ya digo que ante una novela como esta de Larkin lo mejor es no decir nada y adorarla en silencio.

Lo que me asaltó durante la lectura de la novela de Larkin fue una confirmación sobre una idea que tuve hace tiempo respecto al sobrevalorado Ian McEwan. Escribí una vez: “Expiación es interesante y su lectura es satisfactoria, pero deja un regusto de algo que no acaba de cuajar, como una mesa con una pata ligeramente más corta”. En Una chica en invierno se encuentra la razón de ese “regusto” indefinido. Expiación, la novela de McEwan, es un intento fallido de emulación. Fallido porque uno no puede apropiarse de una maravilla como Una chica en invierno. Si no se puede hacer una reseña, ¿cómo vas a inspirarte en ella para hacer otra novela?

Definitivamente guardo silencio.  


EN EL BLOG EL CLUB DE LOS DOMINGOS

https://elclubdelosdomingos.com/lecturas/una-chica-en-invierno-philip-larkin/

En realidad no se había enfrentado con los hechos. Vivir el día a día, como había estado haciendo, clausuraba el pasado, pero también clausuraba el futuro y transformaba la existencia presente en una eterna provisionalidad. Había estado comportándose como si, de pronto, después de esperar un poco más, todo fuese a volver a la normalidad. Por mucho que no lo admitiera, se había convencido a sí misma de que en breve las paredes volverían volando a su sitio y ella, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraría de nuevo en su casa, o en la universidad, inmersa de nuevo en su antigua vida.

Una chica en invierno. Philip Larkin.

Una chica en invierno es una obra maestra. Soy consciente de que esto sonará rotundo y de que no es así como suelo empezar mis comentarios sobre las novelas que me gustan. Yo soy más bien de “me ha parecido maravillosa y es bastante probable que a alguno de vosotros también se lo parezca”, pero tengo la sensación de que el ejemplar que en estos momentos reposa sobre la mesita del salón, se reiría de mí si me atreviese a hablar él con tibieza –no sé cómo lo haría, pero seguro que encontraría la manera… ¿combustión espontánea, tal vez?

Os preguntaréis cómo puedo estar tan segura de la calidad de la novela de Philip Larkin y os voy a explicar un secreto: si a pesar del cansancio acumulado durante el día y de haberme quedado dormida durante el último capítulo de mi serie preferida, si aún a sabiendas de que el despertador sonará implacable antes del amanecer, no puedo dejar de leer y cerrar el libro se convierte en un sacrificio difícil de realizar, si antes siquiera de acabar la novela ya me entran deseos de marcarla para releerla más adelante –utilizo el exlibris para eso-… Bueno, pues si todo eso pasa, sé que estoy ante un clásico. En este caso, además, no lo digo solo yo. Pero sigamos.

Philip Larkin, con solo 22 años –difícil de creer, pero cierto- escribió la novela más respetuosa con la inteligencia del lector que he leído jamás, nos da tan poca información sobre los personajes que nos obliga a participar en la construcción del ambiente en el que se desarrolla la historia. Baste decir que la nacionalidad de la protagonista tenemos que descubrirla nosotros: una bibliotecaria con más preparación académica de la que se requiere para desempeñar su trabajo, refugiada en la Inglaterra de la II Guerra Mundial, que conoce la soledad más absoluta, esa que no cambiaría aunque el conflicto bélico acabase mañana y pudiese volver a su país… Katherine Lind, probablemente alemana, probablemente judía, probablemente la persona más solitaria del mundo, es una de las protagonistas mejor construidas de la literatura universal –con el permiso de Elizabeth Benett, claro está. Pero en realidad, la novela tiene dos protagonistas, una es Katherine y la otra es la sociedad en la que vive. Su condición de extranjera no es accidental, su aislamiento emocional tampoco, porque ambas cosas le permiten contemplar la vida de la pequeña ciudad donde vive, las reacciones de sus compañeras de trabajo, la personalidad del hombre que supuso su primer acercamiento al amor, desde una especie de asepsia realista y, contrariamente a lo que, al menos yo, esperaba, carente de romanticismo.

La historia, dividida en tres partes, empieza y acaba en un mismo día de invierno, en plena guerra, en el que Katherine trabaja y espera que su primer amor contacte con ella. Sabemos entonces, sin que nadie nos lo explique, que el pasado no existe para ella, que es tierra quemada, que aunque el mapa le indique que está ahí, el lugar del que Katherine salió no volverá a ser jamás el que fue. No hay hogar al que regresar, la existencia anodina y rutinaria que lleva, bien puede convertirse en eterna si no hace algo por evitarlo. La suerte de Katherine es que lo sabe.

Pero en la novela, no todo ocurre en el presente, existe una segunda parte que es una suerte de intermedio de romanticismo contenido, en la que Larkin nos cuenta el verano que Katherine pasó en Inglaterra, con la familia de Robin, cuando la guerra solo anidaba en el corazón de algunas personas y nadie sabía aún la cantidad de ilusiones y proyectos que truncaría. Un verano plácido en un ambiente tranquilo y campestre. Una época de iniciación en toda regla.

La novela está llena, como la propia vida, de relatos paralelos que transcurren mientras intentamos centrarnos en lo que nos importa y que acaban enseñándonos más sobre nosotros mismos, y sobre los que nos rodean, que aquello en lo que teníamos depositadas nuestras mayores esperanzas.

Solo una advertencia: comienza como un relato lento, pero no os dejéis engañar, el autor deja un reguero de migajas de pan que debéis seguir hasta ese lugar encantado en el que anida la literatura con mayúsculas y al que sabréis que habéis llegado porque os será del todo imposible dejar de leer.


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