lunes, 31 de enero de 2022

MIÉRCOLES 9 DE FEBRERO A LAS 18.30h CON "LA DIABLA EN EL ESPEJO" DE HORACIO CASTELLANOS MOYA



 




La mirada furiosa de Horacio Castellanos Moya

Autor: 2 marzo 2009
Andrés Pau

La producción narrativa de Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957) ha alcanzado —aun en España, donde algunos de sus libros permanecen inéditos— tal importancia que consideramos urgente una aproximación al conjunto de su obra. Siquiera sea un esbozo de análisis del corpus narrativo del escritor salvadoreño nacido en Honduras; aunque tal vez deberíamos escribir escritor centroamericano, una definición también inexacta, si tenemos en cuenta que Horacio Castellanos Moya se ha definido en más de una ocasión como apátrida.

Si observamos el aparato crítico que se ha aproximado a los libros de Horacio Castellanos Moya hasta el momento, encontramos el persistente dominio de tres palabras: violencia, cinismo y oralidad. Tres conceptos que, en mayor o menor grado, sobrevuelan los comentarios críticos, las ponencias en congresos, los trabajos académicos, incluso las entrevistas que ha ido concediendo el propio autor al hilo de la aparición de cada una de sus obras. Violencia, cinismo, oralidad: tres palabras que sugieren, garantizan diríamos, una producción dura, nada propensa a las concesiones; una narrativa eléctrica y electrizante, sin demasiados vendajes morales que coarten su expresividad, a menudo desencajada; una narrativa, en fin, donde los personajes se expresan de viva voz y aun a gritos, para retratarnos —o al menos morir en el intento— la cruda realidad, si es que la realidad existe y se puede aprehender con palabras, de ese pequeño y delgadísimo istmo que la humanidad conoce como Centroamérica.


Las obras de Horacio Castellanos Moya son violentas, sin duda; negarlo o pretender matizar tal afirmación sería adulterar uno de los pilares maestros de su narrativa. Se trata de obras que sacuden la conciencia del lector; una conciencia que resulta malherida ya al inicio de la lectura, y cuya agonía progresa en un ritual de balaceras, degollinas, masacres y dolor inmensos; los frecuentes y arrebatados seísmos sintácticos, cual tiro de gracia, acaban de rematarla.

Horacio Castellanos Moya explica sus orígenes en unas palabras recogidas en el interesantísimo y prometedor proyecto de la universidad de Postdam, Alemania: «Yo vivo una realidad grosera, yo vivo una realidad cruda, fea, donde el crimen es el rey de los valores, donde las peores características del ser humano rigen esa sociedad. […] Busco un estilo que exprese esa realidad. Entonces no puedo tener un estilo gongoriano, digamos, o un estilo barroco, para un par de tiros en la cabeza; es decir, un par de tiros en la cabeza es bum, bum, bum y ya». Antes, sin embargo, en su memorable texto «Breves palabras impúdicas» (ponencia leída en mayo de 2004 en la Casa de América de Madrid, durante un Encuentro de Narradores de Centroamérica), Horacio Castellanos Moya afirmaba con el temor propio y perfectamente lícito de cualquier novelista a ser encasillado en un coto impermeable y de imposible escapatoria: «Por eso nos rebelamos contra las recetas, los encasillamientos, las clasificaciones fáciles. No escribo literatura de la violencia, como más de algún reseñista ha señalado; escribo literatura, a secas».

Así, aunque la violencia se presenta como un invitado permanente en la narrativa de Horacio Castellanos Moya, sería injusto —por incapaz de reflejar toda la riqueza de su universo ficticio— el hecho de apellidar violentas sus obras. Incluso a pesar de que, en el año dos mil, se publica en España el volumen El asco. Tres relatos violentos, cuya explícita presencia en el título parece querer facilitar su trabajo a cierta crítica perezosa, tan proclive a las etiquetas y los esquematismos más simplistas, al titular desechable.

Del mismo modo, se ha utilizado la denominación «generación cínica» o «estética del cinismo» para agrupar a todos aquellos escritores centroamericanos que empezaron a publicar en sus respectivas posguerras. El idealismo izquierdista de los años sesenta, setenta e incluso ochenta, se desvanece con la llegada de una paz que a menudo resulta tan violenta como la guerra que la precedió. Hace muy poco, Horacio Castellanos Moya declaraba al diario bonaerense Clarín en una entrevista de Matilde Sánchez: «Los próceres de la literatura latinoamericana dan una visión que a la vez los justifica dentro de la lengua. Le dicen al mundo “¡Descubran América Latina!” y con ello se confirman portavoces. No dudo de que hubo un momento para describirla, llenarla de bellos adjetivos; por más violencia que existiera, ellos tenían una fe en el mundo, y la contaban. Los que vinimos después entramos maldiciendo una cochinada que, tal como está, ya no sirve para nada. Son dos momentos de la literatura, el momento en que Latinoamérica se descubre y se ve bonita y se difunde. Y este, en que uno dice, “¡Pero si esto apesta!” Esto no nos hace a unos mejores que a otros; hay un fatalismo en ello, uno sale en su época como le toca salir». Esos próceres, catalogados en su día con la etiqueta del realismo mágico, han sido objeto de ciertas bromas en algunas novelas de Horacio Castellanos Moya. En Insensatez, el narrador sin nombre se escuda tras las chanzas para defenderse de las brutalidades que lee mientras corrige un informe sobre los excesos de los militares durante los años más negros de la guerra sucia en Guatemala; incluso proyecta escribir una novela: «[…] algo que el registrador civil de Totonicapán nunca entendió, ni cuando el contingente militar irrumpió en su casa y él supo que su suerte estaba echada, ni siquiera cuando sentía los golpes filosos que rebanaban sus falanges aceptó que tal libro estuviera en sus manos que estaban siendo cercenadas, aunque el libro sí existiera y él lo tuviera escondido debajo de unos troncos en el patio de su casa, según mi versión, porque el testimonio no daba tantos detalles, prefirió morir antes que entregar el libro al teniente de la guarnición local, que de eso trataría la novela precisamente, de las razones por las cuales el registrador civil de Totonicapán había preferido ser torturado y asesinado antes que entregar el libro de difuntos a sus verdugos, la novela que comenzaría en el preciso instante en que el teniente, con un golpe de machete, revienta la cabeza del registrador civil como si fuese un coco al que le sacará la apetitosa carne blanca y pulposa, y no los sesos palpitantes y sangrientos, que también pueden resultar apetitosos para ciertos paladares, debo reconocerlo sin prejuicio, y a partir de ese golpe el alma en pena del registrador civil contaría su historia, en todo momento con las palmas de sus manos sin dedos apretando las dos mitades de su cabeza para mantener los sesos en su sitio, que el realismo mágico no me es por completo ajeno». (Insensatez, pp. 72-73)

Por otro lado, en un supuesto ajuste de cuentas con ciertas potencias narrativas, el periodista metido a detective Pepe Pindonga recuerda a «la niña de catorce años que decía tener dieciocho a quien encontré en Macondo, el más pervertido burdel del barrio San Jacinto». E insiste, un poco más abajo, «poseía esa cantidad de dinero que iría a tirar con ansiedad al Macondo, donde la chica de catorce años que decía tener dieciocho yacería despatarrada, tiesa, pensando en nada que tuviera que ver con el tipo que la penetraba…» (Donde no estén ustedes, p. 194) Disculpen una discreta carcajada.

Esa ausencia de voluntad moralizante, esa desvergüenza, le ha valido el calificativo de cínico. Pero es que no se puede abordar de otra manera una catástrofe de dimensiones tan colosales como las diferentes guerras sucias que los ejércitos de El Salvador y Guatemala libraron contra sus compatriotas. Si Horacio Castellanos Moya se hubiese arrogado un manto moralizante del cual los mortales extrajésemos sabios consejos, su producción no tendría ni la mitad del valor que tiene tal y como se ha ido fraguando: sería una obra bienintencionada y facilita, en consecuencia falseadora. Horacio Castellanos Moya escribe, pues, desde un desen­canto tan crudo y descarnado que jamás podrá denominarse irónico —no puede serlo, jamás, la ironía es para el té de las cinco rodeados de gatas— sino sarcástico, corrosivo, sulfúrico, con un lejano regusto a la visión deformada de los esperpentos de Valle. En el citado texto, «Breves palabras impúdicas», una poética en toda regla, Castellanos Moya pronuncia las dos frases siguientes (nos gustaría que las leyeran en voz alta, subrayando las sibilantes, seseos incluidos, para que rechinen todavía más en la media sonrisa de sus labios): «Somos producto de una carnicería. Por eso a veces reímos tanto y nos ponemos chistositos, para atajar la locura». La media sonrisa al sur de la mirada febril: «Chis-to-si-tos»… «A-ta-jar»… «Car-ni-ce-rí-a»…

El término oralidad se ha utilizado hasta el paroxismo para denominar una de las técnicas narrativas más empleadas desde tiempos inmemoriales: la ocupación por parte de ciertos rasgos propios de la lengua hablada del discurso narrativo escrito. La oralidad jamás puede ser absoluta, sino que —por perogrullesco que parezca— no será más que una transposición de los mecanismos más habituales del lenguaje oral a la escritura, al papel impreso, al viejo pero superviviente negro sobre blanco; también, no lo olvidemos, tienen una importancia vital la voz, el ritmo y el gesto a la hora de tratar la dichosa oralidad. Una oralidad que, a pesar de décadas de sesudos análisis teóricos y de adoctrinamientos sectarios, todavía no aparece en dos de los grandes diccionarios de referencia del español: el diccionario de la Real Academia Española y el diccionario de uso María Moliner.

Las siguientes palabras de Horacio Castellanos Moya pueden resultar clarificadoras al respecto: «Me parece que hay dos tipos de escritores: los visuales y los auditivos. Yo me ubicaría en este segundo grupo, donde lo más importante es el tono, el ritmo y la intensidad de la voz narrativa, la estructura y la velocidad de la prosa, antes que la capacidad para describir espacios o caracteres. No me siento a escribir si no he escuchado e interiorizado la voz que cuenta, ya sea en primera o en tercera persona. Y la voz que cuenta al principio es apenas una intuición, luego un balbuceo con destello, y en seguida un tono y un ritmo precisos. Una vez que esa prosa comienza a andar, la acción y la aventura tienen que cabalgar sobre ella». (Entrevista con Alexandra Ortiz Wallner)

Así, en efecto, podemos decir que la oralidad es uno de los recursos narrativos más frecuentes en la obra de Horacio Castellanos Moya; sin embargo, no se trata de un procedimiento especialmente personal, propio: más bien se trata de una licencia habitual en cualquier narrador del siglo xx, cuando los personajes, al fin, se liberan de la dictadura de los narradores decimonónicos y emprenden el vuelo por su cuenta. Horacio Castellanos Moya se sirve —lo veremos enseguida— de monólogos puros, monólogos narrativos, monólogos insertos en un falso diálogo pues uno de los interlocutores nunca habla…; pero también mediante la narración en primera persona, los diálogos puros —casi teatrales— sin un narrador que los atempere, etcétera. Y la maestría con que los construye sí que merece nuestra atención primero y, enseguida, nuestra admiración.

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Hasta el momento, Horacio Castellanos Moya ha publicado siete libros en España; por orden cronológico, son los siguientes:

• La diabla en el espejo. Novela. Ediciones Linteo. 2000.

• El asco: tres relatos violentos. Una nouvelle, «El asco», y dos relatos, «Variaciones sobre el asesinato de Francisco Olmedo» y «Con la congoja de la pasada tormenta». Casiopea. 2000.

• El arma en el hombre. Novela. Tusquets. 2001.

• Donde no estén ustedes. Novela. Tusquets. 2003.

• Insensatez. Novela. Tusquets. 2005.

• Desmoronamiento. Novela. Tusquets. 2006.

• El asco. Thomas Bernhard en San Salvador. Nouvelle. Tusquets. 2007.

• Tirana memoria. Novela. Tusquets. 2008.

Aunque quedan fuera de este corpus algunos libros muy importantes en su trayectoria —pensamos, por ejemplo, en las novelas Baile con serpientes (1996, 2002) y La diáspora (1998, 2003) pero también en sus cinco libros de cuentos, con Perfil de prófugo (1987) y El gran masturbador (1993) a la cabeza—, este tiene la suficiente importancia —mucho más que suficiente— para conformar por sí solo la base del comentario que sigue.

Hay, creemos, bastantes elementos de peso para dividir la narrativa de Horacio Castellanos Moya en dos grandes grupos: por un lado, las novelas furiosas (El asco, 1997, 2000, 2007; La diabla en el espejo, 2000; El arma en el hombre, 2001 e Insensatez, 2004); por otro, las novelas de la familia Aragón (Donde no estén ustedes, 2003; Desmoronamiento, 2006 y Tirana memoria, 2008).

Tal cesura metodológica se sostiene merced a la conjunción de una serie de marcas muy rigurosas, tanto técnicas —punto de vista narrativo, tratamiento de los personajes, lengua literaria, etcétera— como argumentales. Donde no estén ustedes aparece en 2003, encajada entre dos novelas furiosas, El arma en el hombre (2001) e Insensatez (2004 en México y 2005 en España); es, probablemente, una novela puente que traza una línea de unión entre ambos bloques. En palabras de Horacio Castellanos Moya en un correo al autor de estas líneas: «funciona como una especie de novela bisagra, que mueve la puerta batiente de un lado hacia otro».

Las novelas furiosas presentan un único narrador, siempre en primera persona y siempre respetuoso con el tiempo cronológico; las novelas de la familia Aragón, en cambio, tienen todas ellas múltiples narradores con sus respectivos puntos de vista, están explícitamente estructuradas en partes y no respetan el orden cronológico de los acontecimientos narrados. Además, se trata de novelas más extensas, de más largo aliento.

Por otro lado, y siempre dentro del clima violento de sus novelas —«La violencia es parte de la salvadoreñidad», «Todos somos criminales» o «En El Salvador el que amaga pierde y el que dispara primero gana» ha dejado dicho en diferentes entrevistas—, las que hemos denominado furiosas presentan un tono más agresivo. O, si lo prefieren, noquean al lector en menos tiempo. Son más breves y, desde su visceral laconismo, sajan la acomodada conciencia del lector con la afilada exactitud de un machetazo. Valga este ejemplo como insuficiente muestra: «La sorprendí en la cochera. Venía con sus dos pequeñas hijas. Creyó que era un asalto: me entregó las llaves del auto y me pidió que no les hiciera daño. Les ordené que entraran a la casa. Ella me dijo que podría llevarme lo que quisiera, que por favor no las fuera a maltratar. Estábamos en la sala. Le disparé una vez en el pecho y luego le di el tiro de gracia. Salí de prisa y entré al auto en el que me esperaban Bruno y Saúl». (El arma en el hombre, p. 55)

Son también, narraciones habladas por tipos a quienes ha trastornado, perturbado la realidad que pretenden recrear, contarnos. Y como no están completos de la mente —igual que la memorable frase con que arranca Insensatez—sus relatos angustian, agitan y trastornan un punto más que las novelas de la familia Aragón.

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Decíamos más arriba que las novelas furiosas de Horacio Castellanos Moya están escritas en primera persona y que, dada la mente perturbada o en trance de perturbación de sus narradores, a través de sus respectivos prismas se nos ofrece una visión cada vez más deformada de un mundo que ya lo está de por sí, sin necesidad de que levante acta ningún notario enajenado. La subjetividad del yo se extrema, se tensa hasta el paroxismo de la distorsión semántica y sintáctica. El narrador de La diabla en el espejo es la burguesa Laura, en el mismo límite del desquiciamiento; el narrador de El asco es Edgardo Vega, un sosias de Thomas Bernhard; el narrador de El arma en el hombre es un militar desmovilizado y sin nombre cuyo alias es Robocop; y, en fin, el narrador de Insensatez es un periodista cínico y descreído, anegado en las crecientes acometidas del delirio paranoico.

Cuatro narradores para ofrecernos una visión convulsa —que padece convulsiones— del istmo centroamericano, cuya cotidianidad está dominada por la violencia y la crueldad, junto a una necesidad de romanización de dimensiones cósmicas. La realidad mórbida contagia a sus narradores, unos tipos propensos a la enfermedad mental: sostienen sus mundos a la deriva con ayuda de unos alfileres que, cada poco, se van soltando, y cada vez son menos, y por ello los narradores están menos anclados al mundo, hasta que llega el minuto en que el sostén resulta ya imposible; entonces, los narradores, arrebatados en su enajenación, se despeñan al vacío: la realidad que han pretendido aprehender (y también retratar) les ha contaminado hasta más allá de sus frágiles mentes.

Vayamos por partes: Laura, el narrador de La diabla en el espejo, es un narrador femenino. Una mujer clasista y atravesada por toda clase de prejuicios que, como el narra­dor de El asco, se dirige a un interlocutor; un tú en quien se apoya para que la narración avance y se aproxime hasta el guiño al lector. Presa de unos desvaríos crecientes, manifestados a través de una manía persecutoria similar a la que padecerá el narrador de Insensatez, acaba en un sanatorio asaltada por unos tragicómicos furores uterinos: allí descubriremos quién es esa amiga íntima a quien se dirige.

Edgardo Vega, narrador de El asco, se expresa a través de un monólogo dirigido a su contertulio, Moya, que no puede abrir la boca en todo el tiempo pero que nos desvía la información que le llega mediante puntuales «me dijo Vega». Su visión de la realidad, dominada por un odio visceral y morboso hacia todo lo que ve, animado o inanimado, se va entremetiendo por los meandros del delirio hasta reconocer que, en efecto, su nombre es Thomas Bernhard.

Robocop es el narrador más frío —menos apasionado— dentro de su anomalía: su primera persona, alejada de cualquier presunción estilística, lo convierte en paradigma del hombre de acción: poco pensar, mucho obedecer, ejecutar órdenes sin cuestionarlas nunca. Los escasos momentos en que Robocop parece reflexionar se producen por la activación de su muy desarrollado instinto de supervivencia; no se trata, sin embargo, de un pensamiento articulado, sino surgido de la irracionalidad más instintiva. Incluso allá en las alturas, probablemente bajo los rescoldos de alguna droga, tiene arrebatos líricos de hondo calado. Habla desde una primera persona muy narrativa, propia de un hombre de acción, de un soldado profesional, de un asesino que cumple su trabajo con una eficiencia germánica.

Un periodista crápula y ateo es el narrador de Insensatez, tal vez la novela donde mejor podemos presenciar —junto a La diabla en el espejo— la progresiva enajenación mental de un narrador creado por Horacio Castellanos Moya. Su discurso va adquiriendo —como su sintaxis— la fragmentación expresionista del pensamiento de los indígenas cuyos testimonios son la base para la elaboración de un informe que prepara la Iglesia sobre la guerra sucia en Guatemala. Lejos de concienciarse, solución que nos parecería insuficiente por repetida y convencional, enloquece y huye. Su primera persona, cada vez más inconexa y alucinada, evoluciona desde aquellos «chistecitos» aludidos por Horacio Castellanos Moya más arriba hasta la molicie del terror.

Cuatro narradores, cuatro usos de la primera persona, cuatro distorsiones para recomponer ese imposible escenario humano resultante de unos acuerdos de paz tan necesarios en la teoría como inoperantes en la práctica.

Las novelas de la familia Aragón, a diferencia de las anteriores, se edifican sobre los escenarios privados de una acomodada familia salvadoreña, cuyos miembros viven en sus propias carnes los descarrilamientos de la política nacional, tan perra. A partir de estas tres novelas —y seguro que habrá alguna más— los lectores podemos reconstruir un rompecabezas cuyas piezas no están ordenadas ni tampoco están todas, pero que —o precisamente por ello— nos ofrecen un fresco muy vívido del istmo centroamericano más su hermano mayor, Mé­xico. A diferencia de las novelas furiosas, estas narraciones presentan una multiplicidad de puntos de vista muy interesante; además, como su arquitectura las divide en varias partes, la visión global que nos queda es la de un calidoscopio cuyos diferentes vidrios componen en nuestra memoria una impresión de alta resolución descriptiva y narrativa.

Así, Donde no estén ustedes se divide en dos partes y un epílogo. «El hundimiento» nos es narrada desde una tercera persona que en bastantes ocasiones emplea un estilo indirecto libérrimo infectado por la enajenación mental y los delirios alcohólicos de Alberto Aragón, llamado «El Muñecón» por sus antiguas amantes, hijo de Pericles Aragón y doña Haydée Baldoni. «La pesquisa» emplea la primera persona del singular, cuya voz pertenece a Pepe Pindonga, un atribulado periodista metido a detective por unas semanas. En muchos momentos, su narración se convierte en un monólogo de raíz tragicómica, que comparte muchos elementos de las novelas furiosas. Y, por fin, en «El epílogo» Horacio Castellanos Moya emplea —de forma harto infrecuente en su obra— la tercera persona más clásica y distanciada que podamos imaginar. «Jeremy Irons», sobrenombre con que Pindonga bautiza al personaje nada más contactar con él, toma un trago antes de la cena mientras el narrador anuda los pocos cabos que pudiesen quedar sueltos acerca de una paternidad en entredicho.

Desmoronamiento también se construye en tres partes bien diferenciadas. La primera parte, titulada «La boda» constituye el primer ensayo —que sepamos— por parte de Horacio Castellanos Moya de un recurso narrativo de alto voltaje: la progresiva desaparición del narrador hasta que los personajes se quedan huérfanos, y devienen el único soporte del sólido edificio narrativo. El diálogo, sin la intermediación de un narrador —por poco influyente que este sea—, deviene un monumento a la famosa oralidad que citábamos al principio. La segunda parte supone una incursión de Horacio Castellanos Moya en el género epistolar: mediante un cruce de cartas entre Esther Mira Brossa de Aragón, Teti —casada con Clemente Aragón, Clemen, hermano de Alberto Aragón— y su padre, reconstruimos el turbio asesinato de Clemente Aragón en el contexto de aquella casi guerra entre Honduras y El Salvador, conocida con el lisérgico nombre de «La guerra del fútbol». Y, por fin, la tercera parte, «El Peñón de las Águilas», regresa a la primera persona narrativa; esta vez el criado de doña Lena —la gran manipuladora, el deus ex machina de toda la novela, un personaje movido por el odio—, cuya sumisión es tal que resulta canina.

Y Tirana memoria, hasta el momento la última novela de Horacio Castellanos Moya, abunda en el método fragmentario y de puntos de vista múltiples: la primera parte, «Haydée y los prófugos» consta en realidad de dos partes, simultáneas en el tiempo y que se superponen en el avance narrativo: los datos que no sabemos por el «Diario de Haydée», una nueva aportación técnica, la literatura diarística, los conocemos por «Prófugos», donde vuelve a aparecer la interesantísima propuesta del narrador menguante, tanto que acaba por desaparecer y deja abandonados en un manglar, sin agua ni comida, siempre discutiendo, a Clemen Aragón —el mismo a quien asesinan en Desmoronamiento— y su primo Jimmy, fugitivos de las autoridades militares tras el fracaso de un golpe de Estado en sus albores. La parte final, «El almuerzo», regresa a la primera persona para —mediante diversos saltos atrás en el tiempo y en un emotivo tono crepuscular— conocer el último día en la vida de don Pericles Aragón, el marido de doña Haydée Baldoni y padre de Alberto y Clemente Aragón.

Las novelas de la familia Aragón conforman, pues, todo un catálogo de procedimientos narrativos, un festín de puntos de vista diferentes y dispersos pero, al cabo, forjadores de una visión del planeta centroamericano perfectamente redonda en su compleja variedad. La riqueza en matices, el rigor de las elipsis y también de aquellos sucesos que se nos narran desde diferentes ángulos y, al fin, la enorme variedad de registros lingüísticos permiten una visión cabal del terrible embrollo salvadoreño y centroamericano a partir de la familia Aragón, paradigma de una burguesía nacional atrapada en los sucesivos seísmos históricos del siglo xx. Y son muchos esos seísmos.

Por todo ello, pensamos que no se trata de un hábil ejercicio de estilo ni mucho menos de una impostora demostración de pericia técnica; lo que nos ofrece Horacio Castellanos Moya es la reconstrucción de una época —más de setenta años— mediante la selección de unos momentos puntuales y su posterior narración empleando aquellos puntos de vista que considera más ricos literariamente.

Dicha fragmentación narrativa, paradójicamente, ofrece una inequívoca sensación de unidad: la propuesta de Horacio Castellanos Moya supera con creces la hipotética visión que hubiese podido ofrecernos un único narrador, minucioso y metódico, omnisciente, a la manera de los grandes maestros decimonónicos. Estamos en la era de una banda ancha que descarrila y pierde píxeles de alta definición —de tan descriptiva— a una velocidad vertiginosa, y aquel afán demiúrgico y totalizador por querer describirlo todo, chirría sin remedio: los narradores actuales, si también quieren serlo de su tiempo, deben resolver con audacia este dilema; de lo contrario seguirán escribiendo a la manera de hace 150 años, como si el mundo fuese el mismo y nada en él hubiese cambiado.

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La lengua literaria de la narrativa de Horacio Castellanos Moya viene marcada por dos constantes: los dialectalismos salvadoreños y, más ampliamente, centroamericanos y la variedad de registros. El dialectalismo más notable —y resulta muy llamativo por la extrañeza que produce en una primera lectura— es el voseo. Un localismo que no se reduce al territorio argentino sino que tiene un importante foco de actividad en El Salvador y prácticamente todo el istmo centroamericano. Ese voseo, dada la oralidad manifiesta en todas las obras de Horacio Castellanos Moya, se presenta en boca de prácticamente todos los personajes y también, por supuesto, de los narradores cuando se expresan en primera persona y protagonizan sus propias historias.

En cuanto a la variedad de registros lingüísticos, Horacio Castellanos Moya consigue aprehender, en el conjunto de su obra, el habla de todos y cada uno de los estratos sociales y culturales salvadoreños. Así, el básico mercenario Robocop en El arma en el hombre, o el periodista descreído Pepe Pindonga en Donde no estén ustedes o el otro periodista, el enajenado sinnombre de Insensatez o el universitario Edgardo Vega, el sosias de Thomas Bernhard en El asco, o la burguesa Laura en La diabla en el espejo, se expresan con los tics propios de la clase a la que pertenecen. Pero también lo hacen si se expresan por escrito, como doña Haydée en Tirana memoria en la redacción de sus diarios o Teti en las cartas que redacta y envía a su padre en Desmoronamiento. Si intentamos ilustrar con ejemplos detallados todo lo dicho más arriba, el resultado sería contraproducente y farragoso; sin embargo, sí que queremos ceder la palabra a algunos de los más memorables narradores que aparecen en el universo novelístico de Horacio Castellanos Moya.

Doña Haydée, una señora elegante, educada y comedida, que se expresa desde las apreturas de un corsé cultural que poco a poco cede ante el empuje de las emociones, escribe acerca de su nuera Mila, la primera esposa de Clemen: «Al regresar a casa, María Elena me esperaba con la noticia de que Mila ha despedido a Ana y ha comenzado a desmontar la casa, que la entregará el próximo viernes a los dueños para que no le cobren el siguiente mes y se mudará a donde sus padres. Sentí feo, como si de pronto se me hubiera agriado el día. Pero no puedo hacer nada: a esa mujer la mueve el pecado candente entre las piernas y no hay quien la detenga» (Tirana memoria, pp. 251-252).

Robocop, en prisión, recibe la visita de Guadalupe, su cuñada, esposa de su hermano Alfredo: «Guadalupe llegó después del último interrogatorio […]. Venía arregladita, como si estuviese a punto de partir hacia el cine. Se sentó en el camastro y dijo que debíamos aprovechar el tiempo. Ya despatarrada, gritó de la misma manera, pero ahora no se quejó de Alfredo. Y cuando terminamos me aseguró que ni ella ni mi primo habían tenido nada que ver en mi captura, que los policías aparecieron de pronto y los amenazaron con meterlos presos si no colaboraban. Enseguida empezó a chuparme para que le echara otro; ahora me pareció que sus gritos podían escucharse en todo el Palacio Negro. Al terminar se vistió y se maquilló de prisa» (El arma en el hombre, p. 67).

El periodista sin nombre de Insensatez, mostrando ya los primeros síntomas de su creciente desvarío, habla de sus miedos tras haberse acostado con la española Fátima, novia de Jota Ce, un militar de permiso; nótese la taquicardia rítmica, el atropello sintáctico: «No le irás a contar lo nuestro, murmuré, con cautela, que ya mi susto era demasiado al saber que la chica que empezaba a dormitar a mi lado era el coño propiedad de un milico, caramba, que yo estaba a punto de deslizarme en el tobogán del terror y buscaba a tientas una mínima agarradera para sostenerme, pero Fátima apenas se volteó, con las palmas de las manos juntas como almohada bajo su mejilla, y me dijo que claro que se lo diría, ése era el pacto que habían hecho, contarse siempre la verdad, tenerse toda la confianza, y ella odiaba sobre todo la simulación y la mentira» (Insensatez, pp. 100-101).

En El asco, la propia cadencia de la narración, acelerada como si el narrador se hubiese atiborrado de anfetaminas, además de la utilización de la segunda persona del singular con el consiguiente voseo, hace que la prosa culta y universitaria de Vega se contamine de multitud de elementos coloquiales. Así, en el siguiente extracto: «Y entonces sucedió el acabose, lo inverosímil, el hecho que me hizo entrar en una espiral delirante, en la angustia más extrema que podás imaginar: mi pasaporte, Moya, había extraviado mi pasaporte canadiense, no estaba en ninguna de mis bolsas, lo peor que podía sucederme en la vida, extraviar mi pasaporte canadiense en un inmundo prostíbulo de San Salvador. El terror se apoderó de mí, Moya, el terror puro y estremecedor: me vi atrapado en esta ciudad para siempre, sin poder regresar a Montreal; me vi de nuevo convertido en un salvadoreño que no tiene otra opción que vegetar en esta inmundicia, me dijo Vega» (El asco, p. 121).

El narrador en tercera persona clásico —con una lengua neutra, esto es, alejada de coloquialismos, barroquismos o cualquier otro elemento subjetivo— es muy poco utilizado por Horacio Castellanos Moya en su narrativa. Tal vez sea el «Epílogo», brevísimo por otra parte, de Donde no estén ustedes donde hallamos un buen ejemplo de esa lengua literaria de apariencia fría, por otro lado tan cercana a la personalidad de quien está retratando: «El hombre alto, canoso y elegante llegará a su finca hacia el final de la tarde, como todos los sábados, en el jeep de cristales polarizados, junto al tipo que le sirve de chofer y guardaespaldas, con el ánimo de transcurrir un fin de semana tranquilo y alejado de la ciudad, con ganas de respirar el aire frío de la montaña, de caminar a ratos entre los pinares y los cafetales, de tenderse en el sillón junto a la chimenea a leer, ver una película en la tele o simplemente a dormitar» (Donde no estén ustedes, p. 267).

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Las novelas de Horacio Castellanos Moya nos van dejando un poso cada vez más denso y oscuro, un universo atravesado por personajes que salen, desaparecen y regresan varias novelas después —los miembros de la familia Aragón, por supuesto, pero también Olga María, el subcomisionado Handal, Rita Mena, Pepe Pindonga, Diana Raudales…— por coches todoterreno con los cristales polarizados, por fragmentos del onírico y sin embargo auténtico en su horror Palacio Negro, por carcajadas que brotan de la insania, por fragmentos de munición, por encuentros sexuales nada conyugales en cuartos poco ventilados, con las camas deshechas, por puertas siempre en trance de apertura o de cierre, sin llaves echadas, por ajustes de cuentas físicos, pero también culturales y políticos… Y la rabiosa velocidad que conduce la ira, o el desprecio, o la locura… Son novelas que habitan en el desasosiego, que «derriban» al lector, en una expresión que gusta utilizar Horacio Castellanos Moya para referirse a aquellos libros que de verdad le conmueven. Son novelas, en fin, cuya lectura jamás podrá dejarnos enteros, o con una ceja alzada en señal de sorpresa o inquietud o malestar…, no es posible que así sea.

Si la Literatura —con mayúscula— existe y sobrevive para sacudir las conciencias e impedir cualquier tentación acomodaticia, Horacio Castellanos Moya le rinde el mejor homenaje que hacérsele pueda.

Sin embargo, Horacio Castellanos Moya no entrará —desgraciadamente— en ciertas listas; la verdad es que no creemos que le importe demasiado: los días más perros quedaron atrás y ahora, como él dice «tengo un buen editor y buenos lectores». Una duda sobrevuela, inquietante a pesar de todo, el futuro: ¿desde la calma y cierto acomodo se podrá escribir con ese nervio desatado, con esa ira sin control, con esa visceralidad? La respuesta llega en un correo del propio Horacio Castellanos Moya: «Ojalá que la comodidad no me seque. Sin rabia y sin furia, languidecería. Oremos».

Sea. ■ ■


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La diabla en el espejo de Horacio Castellanos Moya
La diabla en el espejo es una novela del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, 1957). Fue publicada en el año 2000. Esta novela trata sobre el asesinato de Olga María de Trabanino, mujer de la alta sociedad salvadoreña, y las peripecias de su mejor amiga, Laura Rivera, para descubrir quién fue el autor intelectual del crimen.

En esta novela, Castellanos Moya construye una ficción completamente parcializada a través del monólogo interior que rige la estructura completa de la novela. La novela está dividida en 9 capítulos. Cada uno de ellos representa una fecha o un suceso clave para desentrañar el asesinato y todos los capítulos son un monólogo. Este monólogo que atraviesa toda la novela es de Laura Rivera. Por medio de ella el lector va descubriendo quién fue Olga María y quién es Laura. Castellanos Moya aprovecha este recurso narrativo para brindarnos un insight de la forma de pensar y actuar de la high life de El Salvador. “Te llamo, niña, porque ya no te pude contar nada en la misa. Mi mamá estaba dale que dale con que la acompañara a Galerías a comprar un regalo para un té que tiene mañana. (…) Me encantó lo que dijo el cura sobre los muertos: se aplica cabalito a Olga María.” (p. 63). La manera en que utiliza este recurso, desplegando desde el tono hasta el slang de ese segmento social, ayuda al lector a conocer a fondo la telaraña de relaciones, posiciones y perspectivas que Laura tiene sobre el contexto y el motivo del asesinato. Sin lugar a dudas, este registro le da otra dimensión a la novela y posiciona al lector dentro de la ficción y a la vez como tercero.

Castellanos Moya aprovecha esto para hacer un retrato crítico de la alta sociedad salvadoreña contemporánea. Laura Rivera funciona como el Caronte dantesco que nos transporta a un lugar que en apariencia debiera ser bueno, un lugar que la mayor parte de la sociedad aspira a poder llegar a formar parte. Sin embargo, Castellanos Moya desnuda toda la hipocresía que yace bajo el maquillaje y los vestidos costosos y muestra facetas que llevan al lector a cuestionar esas estructuras de poder. El chisme es un elemento principal dentro de la novela, ya que hace que el lector dude de lo que lee pero a la vez se sienta atraído. “Qué bueno que nos quedamos acá atrás, niña, en la última fila, para poder platicar, aunque sea en voz baja, cuchicheando. Están pasando tantas cosas. (…) La gente no habla de otra cosa. El Yuca se ha convertido en la comidilla de medio mundo. Puras intrigas.” (p. 103). Esto funciona como el anzuelo para el lector porque a partir de conjeturas es muy difícil llegar a los hechos como tales, sobre todo en el caso de un asesinato de alto impacto, pero también entre tanta mentira, entre tanta ficción, existe una pizca de verdad.

En conclusión, La diabla en el espejo es una novela muy bien construida, que no solo nos muestra el panorama de decaimiento de la alta sociedad salvadoreña, si no también centroamericana. Castellanos Moya juega con el lector y, sabiendo que este tipo de sucesos casi nunca se resuelven en esta región, nos dice: “Esos malditos son capaces de decir que yo mandé a matar a mi mejor amiga en un pleito por un hombre…” (p.180). De esta manera el sabor final es la amargura de una duda para siempre irresuelta.

Bibliografía:

Castellanos Moya, Horacio. (2000). La diabla en el espejo. Ediciones Linteo. Madrid. 183 pág


Horacio Castellanos Moya
“El patriotismo es una estupidez generalizada en todo el planeta”
 Lilian Fernández Hall
Horacio Castellanos Moya. Foto: Iván Giménez
Castellanos Moya: “La aplicación de los valores de la cultura del éxito y la celebridad a la literatura es mortal para el escritor”. Foto: Iván Giménez.
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Horacio Castellanos Moya nació en Tegucigalpa (Honduras) el 21 de noviembre de 1957, pero transcurrió su infancia y juventud en El Salvador, país donde considera tener sus raíces. En San Salvador realizó estudios primarios y secundarios en el Colegio de los maristas y estudios de literatura en la Universidad de El Salvador. En 1979, Castellanos Moya se traslada a Montreal, Canadá, donde residió durante un año. A partir de allí inicia un largo período fuera de su país: residencias relativamente cortas en Guatemala, Honduras y Costa Rica, y casi diez años de exilio en México. Luego de la firma de los Acuerdos de Paz (1992) en El Salvador, que pusieron fin a un conflicto armado que se prolongó durante más de diez años, Horacio Castellanos Moya retorna al país y participa en un proyecto periodístico (el lanzamiento del semanario Primera Plana) que duró apenas unos años. En 1999 decide alejarse nuevamente del país luego de haber recibido amenazas de muerte a raíz de la publicación de la novela El asco (1997), una crítica mordaz y humorística a todo lo que muchos consideraban los “valores esenciales del ser salvadoreño”. Desde entonces, Castellanos Moya ha participado de distintos proyectos literarios y residido en diversas ciudades que lo han acogido como escritor refugiado, la más reciente Pittsburgh (EUA), donde participó en el programa Cities of Asylum.

La producción literaria de Horacio Castellanos Moya es abundante y ha recibido numerosas muestras de reconocimiento. Su primera novela, La diáspora (1988), ganó el Premio Nacional de Novela de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, y La diabla en el espejo (2000) fue finalista del Premio Internacional Rómulo Gallegos. Ha publicado además las novelas Baile con serpientes (1996), El asco (1997), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2004), Insensatez (2004), Desmoronamiento (2006) y Tirana memoria (2008). Es además autor de varios libros de cuentos, ensayos y poesía. Su obra se ha traducido a varios idiomas y ha sido incluido en numerosas antologías en Europa, Estados Unidos y América Latina. Horacio Castellanos Moya refleja en su obra, con un estilo seguro y una técnica depurada, la realidad violenta de su país y la polarización de las sociedades centroamericanas actuales.

—Horacio: luego de unos años de residencia en Pittsburgh —donde muchos pensaron que te quedarías— te encuentras ahora en Tokio, Japón. ¿Cuáles son tus planes allí?

—En efecto, estuve casi tres años en Pittsburgh y ahora me he trasladado a Tokio. Estoy sumergido en la obra de Kenzaburo Oé y espero escribir un ensayo sobre la misma, con énfasis en el tema de violencia y curación. Veremos qué sale. Fui invitado por la Fundación Japón y la Universidad de Tokio.

—Una vez dijiste que “la literatura surge más de la frustración, del fracaso, de la tragedia, que de la felicidad y del éxito. Una literatura que se basa en la felicidad y el éxito no es creadora”. Teniendo en cuenta el hecho de que te has convertido en un autor cada vez más establecido, con un creciente reconocimiento en los ámbitos académicos, con traducciones, contratos con editoriales prestigiosas, etc., ¿cómo afecta esto tu proceso creativo?

—Últimamente me ha ido muy mal: demasiado ruido. La aplicación de los valores de la cultura del éxito y la celebridad a la literatura es mortal para el escritor. Nadie está a salvo. El excremento se filtra por todas partes. Y pronto se instala en tu mente y ya no sirves para un carajo.

—Cuando en 1997 publicaste la novela El asco provocó fuertes reacciones: críticas, acusaciones, amenazas. Doce años después, El asco circula sin problemas en El Salvador. ¿Significa esto que la sociedad salvadoreña ha madurado; que puede distanciarse y reflexionar críticamente sobre sí misma?

—El asco siempre circuló sin problemas en El Salvador. Hubo amenazas y acusaciones contra el autor, pero el libro estuvo disponible y que yo sepa no hubo atentados contra él. No te sabría decir si la sociedad salvadoreña ha madurado. Tengo cinco años de no visitar El Salvador, y doce años de no vivir ahí, por lo que mis opiniones son viejas. Pero mi impresión es que a esa sociedad la literatura no le importa nada.

—¿Por qué es el tema del patriotismo (o la carencia del mismo) un tema tan candente en América Latina?

—El patriotismo es una estupidez generalizada en todo el planeta, no sólo en América Latina. Creo que el ser humano, entre más diminuto es espiritualmente y más miserable es su cotidianidad, busca aferrarse a valores que lo exalten, que le hagan sentir que es importante, más importante que los otros, más importante que los que son diferentes. Y de ahí al ejercicio de la violencia hay apenas un palmo.

—Pensando que ya no vives en El Salvador desde hace muchos años, ¿cómo afecta la distancia tu mirada de salvadoreño?

—Mi mirada se ha enfriado. Tendría que regresar pronto, si no quiero extinguirme. Pero quizás eso sea inevitable: extinguirse.

—Muchos investigadores te han ubicado en la llamada “estética del cinismo”. ¿Te sientes representante de esa estética o perteneciente a una generación cínica o desencantada?

—Yo pertenezco a la generación que protagonizó la guerra civil, una generación que no se fue a la guerra por cinismo sino precisamente por lo contrario, por la creencia en la posibilidad del cambio, por la voluntad de hacer ese cambio. Después de la guerra algunos de nosotros escribimos novelas con protagonistas desencantados ante la nueva sociedad. Pero hacer una generalización a partir de ello es convertir la parte en el todo.

—Definiendo a la estética del cinismo, dice Mauricio Aguilar Ciciliano, entre otras cosas, que tu narrativa nos da “una visión telúrica del ambiente urbano masificado y solitario a la vez, donde la única salvación posible es la huida”. ¿Qué piensas de esta reflexión? ¿Es la huida la única salvación posible?

—El éxodo masivo de centroamericanos hacia Estados Unidos es una muestra más de que la realidad rebasa a veces a la literatura. Si los salvadoreños, los mexicanos, los guatemaltecos, los hondureños nos desplazamos en masa hacia Estados Unidos es porque no toleramos nuestras realidades nacionales, porque nuestras realidades nacionales no nos ofrecen nada que valga la pena, porque la nación ha perdido su sentido de ser (darle sobrevivencia y protección al nacional). De ahí la huida masiva, porque no hay otra salida. Mi literatura es apenas una pequeña expresión de ello.

—Javier Fernández de Burgos, del blog “El Boomeran(g)” (12/09/2008) ha ubicado tu última novela Tirana memoria en la corriente de novelas sobre dictadores, junto con escritores como Miguel Ángel Asturias o Mario Vargas Llosa, adivinando detrás de la figura de “El Brujo” a Maximiliano Hernández Martínez. ¿Estás de acuerdo?

—Es una soberana tontería, escrita con mala leche además.

—Algunos te han tildado de provocador, pero tú sueles negarlo. ¿Eres un provocador? ¿No tiene la provocación un valor en sí (provocar una reacción, iniciar un debate)?

—Yo no me defino como un provocador. Yo no me defino. Me cuesta entenderme, contengo muchos entes contradictorios. Ahora soy una cosa y enseguida lo contrario. Algunos de mis personajes no aceptan ni se adecuan a las convenciones sociales y mentales vigentes, por eso su forma de ver el mundo resulta provocadora, quizá hasta subversiva. Me parece que eso tiene un valor en sí: el cuestionamiento de las formas imperantes de conducta, tanto mentales como emocionales, sociales como políticas. Ese es uno de los ámbitos más ricos de la literatura.

—Muchos de tus libros han sido escritos, como tú mismo cuentas, de manera compulsiva: un trabajo concentrado durante un período corto y febril (tú has dicho inclusive que algunos libros fueron escritos a mano, en un cuaderno). Otros, al parecer, son producto de un trabajo más lento y sistemático. ¿De qué dependen estas distintas formas de encarar la escritura?

—Dependen en buena medida de las condiciones externas. Me parece que adecuo mis fuerzas a las condiciones externas. No es lo mismo escribir en una situación límite, sin ninguna certeza de sobrevivencia en cuanto al futuro inmediato, que escribir cuando uno cuenta con un ingreso asegurado para un periodo de escritura definido. Por supuesto que también hay elementos internos, de energías vitales, que inciden en esto, pero tales elementos forman parte del misterio de la escritura que, aunque suena a lugar común, en verdad existe y se paga un precio por intentar develarlo.

—¿Cuál es tu relación con el espacio virtual de creación? En la actualidad, muchas personas, sobre todo jóvenes, descubren a sus escritores a través de blogs, Twitter, Facebook y demás espacios sociales por Internet. Muchos libros se bajan de la red, las editoriales digitales son cada vez más. ¿Qué piensas acerca de este fenómeno?

—Yo llegué tarde a esa fiesta y con unas canas de más. Las jóvenes parejas ya están formadas y bailan con entusiasmo. Y las pocas chicas sueltas que quedan me huyen como si yo fuese su papá.

—Yo no me refería a Internet como espacio propicio para conseguir una cita o una pareja, sino más bien a las posibilidades que da para la publicación digital, en muchos casos más accesible que las formas tradicionales de edición. Apuntaba además a la oportunidad de llegar a un nuevo tipo de lector (sobre todo jóvenes). ¿Cuál es tu relación con estos medios?

—A eso mismo me refería yo: llegué tarde y con canas de más. Es decir, carezco de entusiasmo y de una opinión interesante al respecto.

—Muchos amigos te caracterizan como un lector infatigable y actualizado. ¿Qué estás leyendo en este momento?

—Como ya te dije: Oé y lo que me cae en las manos de literatura japonesa. Y también los Major Works de Kukai, una biografía de Keats de Robert Gittings que compré a un dólar en una librería de viejo de Shimokitazawa y, a cuentagotas, los Escritos a lápiz de Robert Walser, para darme ánimos.

—Actualmente somos testigos de cambios en varios países de Centroamérica. En El Salvador, por ejemplo, Mauricio Funes y el FMLN ganaron las elecciones, acabando con veinte años de gobierno de Arena. En Honduras tenemos un golpe de estado y un presidente depuesto que incita a la lucha. ¿Cómo ves el futuro de El Salvador en particular y de Centroamérica en general?

—La política centroamericana es un juego sórdido. En esencia nada cambia, sólo la forma en que las élites se divierten peleando. Lo social y lo económico se mantienen inalterables: el hambre, el crimen, la miseria, el desempleo, la carencia de salud y educación, la absoluta falta de oportunidades. No importa quién suba o quién baje. Para la calidad de vida de la población se trata del mismo mono con distinta camiseta.



Horacio Castellanos Moya
SEPTIEMBRE 20, 2019
La verdad es desagradable
POR CRISTIAN CRUSAT

© MIGUEL LIZANA

Nacido en 1957 en Tegucigalpa (Honduras), Horacio Castellanos Moya creció y se crió en El Salvador. A partir de 1979, vivió en diferentes países centroamericanos —México, Costa Rica, Guatemala—, donde trabajó como editor de diarios, revistas y agencias de prensa, principalmente en Ciudad de México. Aunque regresó por un tiempo a El Salvador tras la guerra civil, desde entonces ha residido sobre todo en el extranjero: España, México, Alemania, Japón, Estados Unidos. Ha publicado una docena de novelas: La diáspora (1989), Baile con serpientes (1996), El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997), La diabla en el espejo (2000), El arma en el hombre (2001), Donde no estén ustedes (2003), Insensatez (2004), Desmoronamiento (2006), Tirana memoria (2008), La sirvienta y el luchador (2011), El sueño del retorno (2013) y Moronga (2018). También es autor de varios libros de relatos, los cuales fueron reunidos en la antología Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los cuentos (2009). Ha publicado ensayos —Recuento de incertidumbres: cultura y transición en El Salvador (1993), La metamorfosis del sabueso (2011)— y diario —Cuaderno de Tokio. Los cuervos de Sangenjaya (2015)—. Entre los galardones que ha recibido, cabe destacar el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2014, que —concedido por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile e instaurado en 2012— ha premiado también a Rubem Fonseca, Ricardo Piglia, Margo Glantz, César Aira, Hebe Uhart y Juan Villoro. Ampliamente traducido a otras lenguas, Castellanos Moya fue escritor invitado por la Feria Internacional del Libro de Frankfurt entre 2004 y 2006 y, como profesor e investigador, ha trabajado en la Universidad de Pittsburg (Estados Unidos), la Universidad de Tokio (Japón) y, en la actualidad, en la Universidad de Iowa (Estados Unidos), donde es Associate Professor.

 

En su primera novela, La diáspora, de elocuente título, uno de sus protagonistas principales, Juan Carlos, tras abandonar El Salvador, llega a México procedente de Nicaragua, mientras espera que le concedan el estatus de refugiado para marcharse a Canadá. Además, otros personajes circulan por Guatemala y Costa Rica. ¿En qué medida Centroamérica se asemeja a esos clásicos lugares de encrucijada —la movediza Europa Central, los Balcanes— que la literatura representó especialmente a lo largo del siglo xx?

Centroamérica es una franja de tierra que en el mapa puede semejar un puente o pasadizo entre la América del Norte y la América del Sur, una ruta natural para el flujo de personas, ideas, mercancías. No ha sido ése, sin embargo, su papel principal en la historia. A lo largo de los últimos dos siglos, las grandes potencias la han tratado como una llave para facilitar el paso entre el Occidente y el Oriente. Ésa ha sido su importancia principal en términos geoestratégicos. La idea del canal, o de los varios canales entre el Atlántico y el Pacífico, ha provocado intervenciones militares, dictaduras, y contribuyó al desmembramiento del istmo en cinco, seis y finalmente siete países. La idea de Centroamérica como un clásico lugar de encrucijada es un desafío. ¿Encrucijada de qué caminos y hacia dónde? No ha habido en Centroamérica la variedad de nacionalidades, culturas y religiones existentes en la Europa Central y los Balcanes. Los países centroamericanos comparten lengua, Dios y cultura, aunque haya importantes minorías indígenas. Más que un clásico lugar de encrucijada, Centroamérica es una periferia, una periferia con mucha riqueza cultural, pero pobre y trágica.

 

«Éxodo», «refugiado», «migración»… Desde el principio, sus libros convocaron un dialecto de alusiones sobre la experiencia del exilio y el desplazamiento, un fenómeno que ha proseguido hasta Moronga. ¿Considera su literatura como perteneciente a la tradición «extraterritorial» que sancionó George Steiner, es decir, a esa literatura hecha por exiliados y sobre los exiliados?

No completamente. Varias de mis novelas podrían ser ubicadas en esa tradición de «extraterritorialidad» que mencionaba Steiner, pero más de la mitad de ellas suceden en territorio centroamericano. Me parece interesante abordar dos aspectos con relación a este tema. Primero, que las categorías fijas o compartimientos estancos para definir la literatura cada vez resultan más rebasadas. Este hecho quizá responda a la idea de lo «líquido» en la cultura contemporánea. Las migraciones constituyen un movimiento fluido, permanente: por ejemplo, entre dos y tres centenares de salvadoreños abandonan cada día el país para tratar de ingresar de manera ilegal en Estados Unidos; simultáneamente, unos ciento cincuenta salvadoreños son deportados diariamente desde Estados Unidos y una cantidad menor desde México. Lo mismo sucede con los hondureños y guatemaltecos. Yo mismo he transitado por ese movimiento pendular. Lo transfronterizo, el adentro y afuera, forman parte ahora del acervo y la experiencia del escritor, y por lo tanto se reflejan en su obra.

 

Aunque la crítica a veces cataloga sus libros como «literatura de la violencia», tal denominación puede ser imprecisa. Los combates, la lucha y la guerra presiden los primeros trabajos de historia de Heródoto y Tucídides, la Ilíada de Homero o la Biblia: «El Señor es un guerrero, su nombre es el Señor» (Éxodo 15:3). Por otro lado, y dejando a un lado la Primera y la Segunda Guerra Mundial, pueden contarse más de ciento sesenta conflictos armados desde agosto de 1945 —es decir, tras Hiroshima y Nagasaki—. ¿De qué naturaleza es el vínculo que usted observa entre la guerra (o la dizque violencia) y la literatura?

Me parece que la violencia y la guerra —que es su expresión organizada más extrema— forman parte de la naturaleza humana, en el sentido de que proceden de las más intensas pasiones. La literatura bucea, refleja y recrea esas pasiones, por tanto, el vínculo entre guerra y literatura es intrínseco, consustancial. Desde la Ilíada hasta Vida y destino de Vasili Grossman (quizá la más completa novela sobre la guerra del siglo xx) una misma ola golpea el mundo. Nuestra mente y sus sentidos nos hacen percibir un tiempo lineal y nos imponen la ilusión del mejoramiento moral como una línea ascendente e irreversible. Por ejemplo: los europeos han vivido los últimos setenta años un desarrollo social, económico y político sin precedentes, lo que a muchos les hace creer que han dejado atrás la etapa de la violencia descontrolada y la guerra; consideran que la violencia y la guerra son cosas del pasado, completamente superadas gracias a su actual nivel civilizatorio, y su literatura no puede expresar la guerra sino como algo del pasado. Es lógico. Pero me parece una falacia creer que la línea ascendente en términos de organización de la sociedad que ha tenido Europa sea irreversible. La historia pareciera moverse a veces con movimientos pendulares. El hombre moral no ha sido sujeto de evolución; sus pasiones son las mismas. El odio al extranjero y el miedo a lo foráneo, por ejemplo, existían en la Grecia y la Roma antiguas como existen ahora en Estados Unidos y la Europa actual. Y si el objeto de la literatura son esas mismas pasiones profundas del hombre, pues cada vez que la pasión del odio domine la vida social, se expresará en la literatura.

 

Ya en 1989 La diáspora consignaba que la revolución salvadoreña escondía sus cadáveres, entre ellos al escritor y guerrillero Roque Dalton. En Moronga, Erasmo Aragón investiga los archivos de la CIA para obtener más información acerca de este caso. Treinta años después, los restos de Dalton no han sido localizados. ¿Qué revela este hecho, en su opinión, de la historia de El Salvador?

El asesinato de Dalton a manos de sus propios camaradas guerrilleros tiene distintas capas de significados para la sociedad salvadoreña y también para la izquierda latinoamericana. Es importante aclarar, sin embargo, que Dalton no fue asesinado estrictamente por su trabajo como escritor, por sus textos —aunque en él vida y obra estuviesen fusionadas. Dalton era un tremendo poeta satírico, y seguramente el más importante poeta salvadoreño del siglo xx, pero también era un revolucionario marxista que consideraba que sólo la lucha armada podía transformar las sociedades latinoamericanas y actuaba en consecuencia. Dalton era un guerrillero y también un agente de la inteligencia cubana, al que la CIA había tratado de reclutar infructuosamente en 1964 para que se convirtiera en doble agente. Eso le confiere una mayor complejidad al caso. Se parece mucho, con las debidas distancias, a lo que le sucedió a Christopher Marlowe, quien fue asesinado (y de quien tampoco jamás se encontró su cadáver) por sus propios camaradas no por los textos que había escrito, sino por las intrigas y conspiraciones dentro del servicio de espionaje de la corte de la era isabelina.

Un primer nivel de significado sería el profundo de desprecio hacia el poeta, hacia el escritor, hacia el intelectual, por parte de la élite política salvadoreña, en especial en este caso la élite de izquierda. Es significativo que los primeros dos gobiernos de izquierda en la historia salvadoreña —la exguerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) gobernó de 2009 a 2019— no hicieron ningún esfuerzo por la aclaración del asesinato de Dalton, por llevar a proceso a sus perpetradores, tal como lo ha denunciado en varias ocasiones la familia de éste. Quienes lo asesinaron sabían que estaban asesinando a un poeta, no les era desconocido; y quienes ahora como gobernantes los han protegido, lo saben mucho más.

Un segundo nivel de significado tiene que ver con la impunidad como una tara hasta ahora incorregible en El Salvador: nadie ha pagado nada por el asesinato de Dalton ni por el de monseñor Romero. Ciertamente en el caso de los jesuitas españoles la situación es distinta (un general salvadoreño, exviceministro de Defensa, está preso y sujeto a proceso en España), pero, sin duda, a causa de la justicia transnacional —si los jesuitas no hubiesen sido ciudadanos españoles quizá ningún militar estuviese pagando el crimen—.

Un tercer nivel de significado tiene que ver con la relación entre el escritor y la utopía revolucionaria en el siglo xx: hubo un antes y un después de Dalton, quien escribió un verso memorable que decía «la única organización pura que va quedando en el mundo de los hombres es la guerrilla», la misma guerrilla que lo asesinó acusándolo de traidor. Una paradoja inmensa.

El asco. Thomas Bernhard en San Salvador es un mordaz soliloquio antipatriótico contra El Salvador y la cultura nacional. De hecho, los niveles de ira y repugnancia registrados en sus páginas recuerdan los de otras memorables obras contemporáneas donde el propio país se convierte en epítome de infamia, vileza o angustiosa perturbación (como en Fernando Vallejo, Thomas Bernhard, J. M. Coetzee o W. G. Sebald). ¿Pertenece a la moral, como afirmó Adorno, no sentirse en casa al estar en casa?

El asco y otras obras que expresan una crítica abierta al país de origen del autor, a la forma de ser de una nación, me parece que no podrían ser escritas sin un sentido moral conmocionado por la contradicción entre lo que la casa cree ser, dice ser, y lo que la casa realmente es, o lo que es para el autor y sus personajes. La hipocresía, al igual que la violencia de la que hablábamos anteriormente, es consustancial al ser humano. La verdad es desagradable. A nadie le gusta descubrir la verdad sobre su lado oculto, mucho menos que se la digan. Lo mismo sucede con las naciones. No tengo claridad sobre cómo se construye la conciencia moral dentro de cada hombre, hasta qué grado es adquirida y fruto de la educación y las circunstancias, y hasta qué grado venimos al mundo con una especie de semilla. Es un tema que me rebasa. Pero, a veces, pienso que la moral no tiene casa, que es como un francotirador que cambia de posición de acuerdo con las circunstancias para la defensa, pero que siempre busca una posición de altura, desde donde no pueda errar el tiro.

Antes de El asco, usted había publicado Baile con serpientes, cuyos acontecimientos suceden en un país que no se nombra (si bien el lector advierte que se halla en algún punto de la misma geografía que ya abarcaba la trama de La diáspora). Lo mismo sucederá luego en Insensatez. ¿Nos dice algo esta estrategia sobre la invisibilidad de esa parte del mundo, sobre la forma mediante la que se ha construido la imagen de Centroamérica?

Ciertamente, tanto Baile con serpientes como Insensatez suceden en ciudades que no se nombran y este hecho podría ser entendido como una reacción del escritor ante la forma cómo se ha construido la imagen de Centroamérica, como unas ganas de sacudirme la obligación de nombrar un espacio para su validación literaria. No obstante, en cada libro la estrategia responde a distintas voluntades. Comencé el primer texto con la idea de que se trataba de un cuento situado en la Ciudad de México, pero una vez que aparecieron las serpientes con el componente fantástico, el espacio geográfico también se disparó y se convirtió en una mezcla de San Salvador y la Ciudad de México, una mezcla muy caprichosa, innombrada, que se fue configurando en mi mente a medida que escribía la novela. El caso de Insensatez fue distinto. Un lector nativo de la Ciudad de Guatemala o que haya radicado suficientemente en ella, la reconocerá, aunque no sea nombrada. Mi intención, al no mencionar el país ni la ciudad, era hacer que la obra vadeara el pantanoso debate sobre la veracidad histórica del testimonio y su vigencia como género literario que en ese momento se registraba a partir de la obra Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia. Mi novela se mueve en otra frecuencia de onda, la ficción, donde lo importante no es la veracidad histórica, sino la verosimilitud como un principio fundamental del texto literario. El hecho de no nombrar país ni ciudad, tanto en Baile con serpiente como en Insensatez, fue un gesto radical de libertad, y también un guiño para aquellos que estaban en «la humedad del secreto», como diría Dalton.

 

En Insensatez, por cierto, su protagonista se sumerge en un magma de informes para esclarecer un genocidio indígena. Moronga concluye con un amplio informe sobre una balacera en Chicago. ¿Hasta qué punto el archivo (entendido como la pluralidad de sistemas de orden, clasificación, conocimiento y control) se convierte en una prolongación o en una metáfora de la desmesura y el caos de una época?

La idea del archivo como prolongación o metáfora de la desmesura y el caos de una época es muy sugerente. Se trataría de un asidero que abre la posibilidad de encontrar orden a hechos de otra forma inasibles, a comportamientos muy difíciles de entender, a una época con racionalidades diversas y confrontadas que producen crueldad, asesinatos masivos y trauma. Pero, en cualquier caso, el archivo —que incluye el informe oficial, el testimonio, el acta, etcétera— constituye un recurso que incorporo a la ficción de forma similar a como incorporo el diario personal y la correspondencia privada. La escritura como creación implica un proceso de descubrimiento de uno o varios órdenes que le dan sentido a las historias que se cuentan. Eso es parte de su aspecto taumatúrgico. Y si el espíritu de la época en la que al escritor le toca vivir se caracteriza por la desmesura y el caos, el oficio de reflejar y reinventar esa época conlleva un desafío mucho mayor, por lo que el escritor se arrogará la libertad de recurrir a cualquier instrumento que le sirva en su aventura.

 

Hay una familia, los Aragón, que aparece de manera recurrente en su obra. En Donde no estén ustedes, Desmoronamiento, Tirana memoria, La sirvienta y el luchador, El sueño del retorno o Moronga encontramos personajes de esa familia, así como otros relacionados con ella (por ejemplo, los criados). ¿Qué particulariza las desdichas de esta familia y de qué modo es paradigmática en el contexto de la sociedad salvadoreña?

Las desdichas, aunque tengan un origen social y colectivo, siempre se viven de manera particular. En este sentido la familia Aragón puede leerse como un arquetipo centroamericano: infectada por las luchas políticas, víctima de crímenes del Estado, mezclada con familias de otros países del istmo, protagonista de exilios y retornos, desgarrada entre las ideologías de su época y sujeta a intensas pulsiones autodestructivas. Si la familia es la institución fundamental de la sociedad, su célula madre, la guerra civil comienza con la división de esta célula. Y la historia de la familia Aragón contada en mis novelas tiene como su centro la guerra civil salvadoreña. Un «tiempo malo», como lo llama el Eclesiastés. Es cierto que algunas novelas suceden en décadas anteriores a la guerra y otras en el periodo de postguerra, pero el agujero negro alrededor del cual se han expandido estas obras es la guerra civil, la bisagra histórica más importante del país desde su independencia.

 

Estas novelas protagonizadas por la familia Aragón difieren estructuralmente de otras como El asco, Insensatez o La diabla en el espejo, adscritas a la tradición de la novela corta. ¿Qué caracteriza este tipo de narración y qué virtudes guarda para usted?

En efecto, la mayoría de las novelas sobre el ciclo de la familia Aragón son más extensas, tienen una estructura más compleja y mayor variedad de recursos literarios, con una excepción: El sueño del retorno, inscrita en la tradición de la novela corta que usted menciona. Me gusta la comparación de la escritura de novelas con el atletismo: las novelas cortas son como las carreras de cien y doscientos metros planos, un solo sprint, nada de especulación o administración de las energías, un solo movimiento táctico en que se define la batalla, un arranque al tope hasta que se llega a la meta; en tanto que las novelas largas responderían más a la forma de correr el maratón, donde la estrategia está formada a partir de diferentes momentos tácticos con diferentes velocidades. He escrito mis novelas cortas a partir de un personaje, una voz y una pulsión muy precisa. Lo que importa en ellas es la intensidad, la fuerza, la convicción. La trama se sujeta a la voz, al ritmo, a un aliento que debe envolver al lector de la misma manera en que una carrera de cien metros exige la absoluta atención del público.


Simultáneamente, usted ha publicado cinco libros de relatos. Los textos de la antología Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los cuentos subrayan varias tensiones inherentes a sus novelas, aunque se aprecia una contracción del espacio narrado: la acción se concentra a menudo en una pequeña habitación, un bar, una pensión, un prostíbulo… ¿Le resulta este género más propicio a la hora de abordar ciertas inflexiones de la ansiedad y la paranoia?

En el cuento lo que domina es la contención, tanto en el manejo del espacio como del tiempo, los personajes y la trama. La atmósfera es clave: un cuento se respira. Y su construcción depende de la elección de los detalles, del pulso fino, de los silencios, de la mirada de soslayo. A veces, me parece que escribir un cuento es como hacer un dibujo a lápiz o carboncillo. El trazo es esencial. Y su acabado evoca el oficio del orfebre: se debe pulir y pulir hasta que tenga la forma precisa, la superficie tersa, cualquier mínima protuberancia lo arruina. En verdad el género me ha permitido otras inflexiones en el tratamiento de la ansiedad, de la paranoia, de las relaciones de pareja. Un abordaje moroso, distante, ajeno a la convulsión que caracteriza mis novelas cortas. Todas las aproximaciones a la definición del cuento —de Hemingway y Flannery O’Connor, pasando por Pritchett y Cortázar, hasta llegar a Carver y Piglia— coinciden en que su virtud no reside en el largor ni en la anchura, sino en la profundidad.

 

También ha cultivado el ensayo y la escritura periodística. Pronto se reeditará La metamorfosis del sabueso, una colección de ensayos, artículos y conferencias. Allí, entre otras cuestiones, señala que la memoria es el cimiento de su identidad personal, más allá de territorios o linajes concretos. Pero, en términos generales, ¿qué ocurre cuando la memoria puede alzarse como una fuente de angustia o espanto?

Precisamente cuando la memoria es fuente de angustia, de desasosiego o de espanto, aparece la necesidad de la escritura, de enzarzarme con ella, de apretarle el cuello hasta sacarle una historia. Vivimos tiempos de mitificación de la memoria, en especial de la llamada memoria histórica. A veces me parece que ésta semeja un botín del que quieren disponer a su antojo los dueños del poder. Pero déjeme decirle que yo desconfío de mi memoria personal, como desconfío de mi identidad, de mis diablos y mis fantasmas. Y si desconfío de lo que me pertenece, de lo que me define, de lo que me da sentido, también desconfío de lo que me quieren vender los otros. Memoria e identidad son construcciones personales y colectivas. Ya sabemos que, aunque se trate de un solo hecho, las memorias del victimario, de la victima y de los testigos pueden ser diferentes. Como escritor me muevo en esa cuerda floja entre la duda sobre lo que soy y me rodea, y la certeza de escribirlo.

 

Cumple asimismo hablar de Moronga, su última y excelente novela. Posiblemente la desconfianza y la paranoia alcancen aquí un punto de tensión extrema. El exguerrillero José Zeledón intenta escapar de su pasado bélico, de sus fantasmas personales y de los rostros que le resultan familiares. Pero tiene que hacerlo en una cultura extranjera (la estadounidense, cuya vida social está basada en rígidos protocolos y en la sonora autoafirmación) durante una época sometida al implacable control de los algoritmos web y la videovigilancia. Zeledón pertenece a un mundo donde el anonimato y el secreto resultaban esenciales para sobrevivir. Cuando la permanente exposición de la intimidad y de uno mismo se convierte en el imperativo de una sociedad, ¿qué formas adopta la paranoia y con qué resultados para sus ciudadanos?

Esa pregunta está precisamente en el núcleo de las historias que cuenta Moronga. Estamos viviendo un cambio de época de dimensiones colosales en lo que respecta a la vida pública y la vida privada. Los dos protagonistas principales de la novela, Zeledón y Aragón, son víctimas de este cambio, en el sentido de que proceden de una época en la que la vida privada era fundamental y les toca adaptarse a este nuevo mundo en que la vigilancia llega hasta lo más íntimo del ser humano. Y he aquí un asunto clave: la mutación de la especie se está produciendo de una forma veloz. A la generación de esos dos personajes —que es la mía— le toca adaptarse con mucha dificultad y resistencia a la pérdida de su intimidad, de ahí que su paranoia adquiera visos extremos, en tanto que para las nuevas generaciones que se están formando en esta época la carencia de vida privada, de intimidad, es lo normal, incluso es motivo de satisfacción. El vaciado espiritual del ser humano es una consecuencia de las nuevas tecnologías que exacerban la utilización de los sentidos de la vista y el oído. Ahora la gente debe vivir conectada de manera permanente con las pantallas y los auriculares, en una constante recepción de estímulos programados por los algoritmos. Es una adicción fantástica: un escape absoluto de la vida interior. Y para los momentos en que por diversas razones la gente no puede estar conectada, se recetan los medicamentos y los opiáceos, la anestesia que impide sentir la paranoia que de otra forma haría reventar nuestra psiquis. Me parece que, para la civilización judeocristiana, éste es un momento clave: si a finales del siglo xix con Nietzsche y los nihilistas se proclamaba la muerte de Dios, ahora podemos hablar de su resurrección en forma de máquina. Ya no es el Dios de Isaías el que quebrantará con su espada nuestros huesos hasta dejar al descubierto nuestra más profunda verdad, sino que es la máquina con sus algoritmos.

 

Alrededor del ochenta y cinco por ciento de los emigrantes salvadoreños residen en los Estados Unidos. Los salvadoreños son la principal población hispana en el área de Washington D. C. Ya en 2004, los ingresos de la diáspora salvadoreña en Estados Unidos equivalían al ciento veintisiete por cierto del producto interno bruto de El Salvador. ¿Ha creado la migración un «país» de salvadoreños en Estados Unidos o está significando la creación de un nuevo El Salvador transfronterizo?

Me parece que mientras el fenómeno de las remesas permanezca, mientras la población en el extranjero mantenga económicamente a la población en el interior del país, estaremos hablando de un El Salvador transfronterizo. Puede que esto cambie con las nuevas generaciones, en el sentido de que se identifiquen menos con su país de origen. Difícil saberlo. De lo que sí hay evidencia histórica es que otras grandes migraciones como la irlandesa, la italiana o la mexicana no han llevado a la creación de un «nuevo» país dentro de Estados Unidos. En el caso de El Salvador se trata, además, de un país muy periférico, pobre y pequeño (las tres «muy p»), cuyo proceso de asimilación por parte del imperio sucede con cierta naturalidad, pese a las políticas antimigratorias de la actual administración estadounidense y al explícito desprecio del presidente Trump hacia El Salvador —shit hole (hoyo de mierda) lo llamó, algo a lo que no se atrevió ni mi personaje Vega en El asco—. Pésima época para migrar cuando cunden el nacionalismo, el supremacismo blanco y cuando el «sueño americano» es papel mojado. Pero el fenómeno de la migración masiva es en gran medida una consecuencia directa de las políticas exteriores de Estados Unidos hacia el país. Y va para largo.

La guerra civil, la crisis migratoria, el narcotráfico y el fenómeno de las maras se entrelazan a lo largo de Moronga y componen una compleja y descontrolada historia de violencia transnacional. Permítame concluir con un interrogante que el propio Zeledón se formula a sí mismo tras navegar por una página web de coaching new age: «Recordé la frase: “Todo en la vida nos sucede”. ¿Y de dónde entonces la culpa?».

Zeledón no es un hombre religioso ni le preocupa una búsqueda espiritual. Tampoco pertenece a la estirpe de los criminales de guerra —como el general guatemalteco Ríos Montt y tantos otros en Centroamérica— que buscan una iglesia protestante que los cobije de sus barbaridades y en la que pronto destaquen como líderes. Zeledón no tiene Dios. Es un hombre de acción que mató a sus enemigos por una causa revolucionaria y que luego de la guerra sobrevive a salto de mata. Pero mató a su madre, sin saber que era a ella a quien mataba, cuando disparó sobre un auto al calor de una emboscada en la guerra, tal cual Edipo mató a Layo sin saber que era su padre. Un crimen de sangre por el que deberá ser castigado por las Erinias (o Furias), sobre todo luego de que se entera años más tarde de quién había sido su víctima. Es interesante que en la mitología griega sea tan importante el mito del varón que mata a su padre sin saber que era a su padre a quien mataba, pero no exista el mito del varón que mata a su madre sin saber que era a su madre a quien mataba. Orestes asesina a Clitemnestra con alevosía y ventaja; es un mito distinto. Pero éstas son mis reflexiones como escritor. Zeledón no sabe nada de mitología griega, ni le interesa. Padece su trastorno en silencio; resiste a las Furias sin saber de su existencia. Por eso se pregunta: «¿Y de dónde entonces la culpa?».


Reseña de Caña Jiménez, María del Carmen y Vinodh Venkatesh, eds. Horacio Castellanos Moya: El diablo en el espejo. Valencia: Albatros, 2017. 206 pgs.
John Cruz
The Ohio State University
 

De seminal podría catalogarse el volumen El diablo en el espejo, editado por María del Carmen Caña y Vinodh Venkatesh, el cual reúne once ensayos crítico literarios sobre la obra del escritor hondureño-salvadoreño, Horacio Castellanos Moya, incluye en el epílogo, las palabras de aceptación realizado por el escritor en la entrega del Premio Iberoamericano de Narrativa “Manuel Rojas”, donde habla sobre el proceso de creación literaria y su interés por contar historias de ficción. El diablo en el espejo, metáfora usada por los editores de la antología, proviene del título de una de las novelas del escritor, La diabla en el espejo (2000), título que ha sido transformado para representar la relación de Castellanos Moya con la realidad de El Salvador y los problemas socio-políticos de posguerra que enfrentan los países centroamericanos en proceso de democratización. El “espejo”, en este caso, remite a una realidad que, disfrazada de diablo, se refleja en el espejo y devela aquello que no queremos ver, que preferiríamos olvidar. Ese reflejo, que cuestiona la vulnerabilidad del ser humano, es lo que se manifiesta en la obra literaria de Castellanos Moya, a quien Caña y Venkatesh buscan dilucidar a través de esta colección.

Los ensayos recogidos en este texto abordan diferentes temáticas, que van desde el análisis biográfico y literario del autor y el estudio del testimonio como género literario, hasta la recepción de la literatura salvadoreña y centroamericana en el exterior y la relación de la obra del escritor en los estudios culturales de la postmemoria de las guerras civiles centroamericanas. En cuanto al análisis crítico literario, los ensayos se conectan uno con otro como en imágenes que se repiten bajo el concepto de “estética del cinismo”. Este término, acuñado por Beatriz Cortez, resalta que la obra de Castellanos Moya presenta un cinismo narrativo que demuestra el profundo desencanto por los problemas socio-políticos de los países centroamericanos después de la guerra civil, catalogando a Castellanos Moya como principal exponente de la estética del cinismo dentro de la narrativa centroamericana.

El libro, organizado en cinco partes con un total de doce capítulos, enfoca en cinco temas específicos: intertextualidad, testimonio, problemáticas político-sociales de posguerra, el exilio y el retorno. El principal objetivo de la colección es servir de referencia respecto a la obra de Castellanos Moya, integrando bajo un análisis crítico literario y cultural, tanto una revisión de las obras más conocidas del autor como el análisis de novelas que hasta el momento han sido poco exploradas. Alineado con la introducción, el primer capítulo, escrito por Méndez Vides, establece una genealogía y somera descripción de las novelas y relatos cortos del escritor centroamericano. Además, resalta como los personajes, aun sin estar involucrados directamente en la guerra, son arrastrados por ella y sus terribles consecuencias, en una sociedad salvadoreña marcada por la doble moral y la presencia inerte de la muerte, que estorba y distorsiona el avance del país en la posguerra.

En la primera parte del libro, el hilo conductor es el análisis a la recepción de las obras de Castellanos Moya y otros textos literarios centroamericanos en el exterior, al mismo tiempo que aborda el tema de la intertextualidad de las obras del escritor. En el capítulo dos, Daniel Quirós analiza la novela El asco (1997), y plantea que esta novela se puede incluir dentro del género testimonial, como un recurso narrativo de Castellanos Moya para poder hacer una crítica político-social a la situación de San Salvador en el periodo de posguerra. Refiere asimismo a la similitud que existe entre la novela El asco de Castellanos Moya y las novelas El malogrado y Extinción, del escritor austriaco Thomas Bernhard, encontrando puntos recurrentes en el uso de la intertextualidad y la metaficción, también en el constante uso de referencias autobiográficas dentro de sus propias novelas, y en el estilo narrativo cínico de los dos escritores. Quirós, incluso, aprovecha para abrir un diálogo con respecto a la falta de programas educativos de fomento de lectura en los colegios de los gobiernos centroamericanos y el escaso desarrollo de la industria editorial en esta región. En el tercer capítulo, Cristina Carrasco hace un ejercicio de reflexión en torno a la industria editorial española y la recepción de las obras de escritores latinoamericanos en Europa, específicamente en España. Su punto central se enfoca en como la literatura contemporánea latinoamericana no escapa al estereotipo del “realismo mágico”, que sirve como medio de marketing para las editoriales. Estereotipo que refuerza en el imaginario del lector europeo y norteamericano la percepción de Latinoamérica como exótica y violenta. Cerrando esta primera parte, en el capítulo cuarto, Matthew Richey propone que las obras de Castellanos Moya El asco (1997), La diabla en el espejo (2000) y El arma en el hombre (2001), se conectan intertextualmente a través del asesinato y la muerte, simbolizando la inestabilidad política y social que se continúa viviendo en el país centroamericano después de la guerra civil.

La segunda parte, que contiene dos capítulos, establece una línea argumental con el capítulo cuarto con respecto al tema de la intertextualidad, estableciendo una iteración narrativa que reproduce personajes y eventos que conectan unas historias con otras, con el objeto de dar mayor dinamismo a la narrativa y tejer un entramado de historias en las que los personajes pueden estar conectados entre sí en un periodo histórico de violencia que los contiene y los iguala. En el capítulo cinco, José Juan Colín analiza como las novelas de Castellanos Moya se presentan como un microcosmos de “la cotidianidad de las comunidades” (88) de la posguerra Centroamericana. Colín habla de una literatura del Istmo, noción en la que refiere a una nueva literatura concentrada en representar la supervivencia del día a día de personajes cuya existencia está marcada por un ambiente de violencia cotidiana. En el capítulo seis, Tiffany D. Creegan Miller hace una aproximación lacaniana a la novela Insensatez (2004), proponiendo que la novela presenta una fractura entre “el ser y el yo” presente en el personaje principal, quien confunde su propia realidad con las memorias de violencia sufridas por el pueblo Maya durante la guerra civil. Al mismo tiempo, cuestiona la labor editorial con respecto a la recolección de testimonios orales, que pasa por mutilaciones y arreglos estilísticos del testimonio original para dar al texto mayor lucidez.

La tercera parte está compuesta por tres capítulos. En el capítulo siete, Kayla Watson examina las novelas Baile con serpientes (1996) y La diabla en el espejo (2000) desde los estudios de género, enfatizando en la domesticación y la mercantilización de los cuerpos y las subjetividades femeninas dentro de la sociedad neoliberal. En el caso del capítulo ocho, Misha Kokotovic propone que las novelas de Castellanos Moya se dividen en dos ciclos: el primero perteneciente a la estética del cinismo y el segundo siendo la saga de la familia Aragón. Su análisis, centrado en el segundo ciclo, observa como en esta saga el escritor busca recuperar la historia de El Salvador y tejer la trama de los momentos históricos, políticos y sociales que desencadenaron la guerra y desaguaron en la posguerra. Y para cerrar esta tercera parte, Albrecht Buschmann y María Teresa Laorden, al igual que el ensayo de Kokotovic, se enfocan en La sirvienta y el luchador (2011) y El sueño del retorno (2013), ambas pertenecientes al segundo ciclo mencionado. En este ensayo de corte antropológico y sociológico, se examinan la desintegración de los valores familiares bajo las características narrativas del subgénero literario de la novela familiar. Los autores se refieren a la representación de la familia como un microcosmos de la sociedad salvadoreña, eje simbólico de la descomposición social, destacando asimismo que en esta saga no se trata de una familia fundacional, según la concepción de Lévi-Strauss.

Los capítulos diez y once, que conforman la cuarta parte, se reflejan entre sí a partir del tema del exilio y el retorno. Carlos Abreu Mendoza observa que en las obras El asco (1997), El sueño del retorno (2013) e Insensatez (2004), el narrador en cada una de estas novelas se presenta como un alter ego del escritor, en una reflexión sobre la experiencia del retorno a El después de varios años de exilio. Es un encuentro a una Ítaca transformada, una sociedad deformada a los ojos del retornado, quien sufre así un quiebre psicológico aupado en la paranoia y el miedo que convierte el retorno en una pesadilla literalmente inenarrable. En el capítulo de Francisco Brignole, su análisis busca desmitificar la simbología romántica del retorno, en la que la realidad de la posguerra cuestiona el horror socio-político que vive el país centroamericano. Al mismo tiempo, cuestiona la paradoja de los conceptos de patria y exilio, y los discursos planteados por la derecha en torno a los derechos humanos. Plantea también como la reconstrucción novelesca de hechos históricos se realiza a partir de memorias de la opinión pública de escasa credibilidad en la construcción de la realidad.

Para finalizar, esta antología puede constituir una fuente importante de estudio para aquellos que buscan explorar desde diferentes enfoques críticos la obra y la vida de Castellanos Moya. Es una obra seminal para entender la literatura de posguerra centroamericana, la cual abre nuevos diálogos en los estudios literarios y culturales centroamericanos en cuanto a estéticas narrativas, violencia de género, masculinidades, reapropiación de los espacios en la posguerra, postmemoria y otros muchos temas candentes en las sociedades y culturas centroamericanas en la actualidad. Caña y Venkatesh abren así el espejo al análisis del horror de la posguerra representado en la obra de Castellanos Moya invitándonos a des/construir la imagen del diablo en el espejo.


Castellanos Moya: «Llevamos dentro la semilla de lo que no hubiéramos querido ser»
Por WINSTON MANRIQUE SABOGAL

El escritor salvadoreño publica un artefacto literario entre la realidad y la ficción: 'Envejece un perro tras los cristales'. Un juego de espejos sobre la mutación de su propia vida, el arte de escribir y cómo el ser humano asume el paso del tiempo

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Uno de los escritores que mejor ha mostrado la compleja y violenta realidad centroamericana lleva ahora a sus lectores a un viaje hacia el interior del Tiempo a través de su propia vida, mientras ilumina zonas en penumbra de la creación literaria donde fusiona como uno solo a la persona y al escritor.

«Avanzamos a contracorriente, a ciegas, muy seguros de ir conscientes, pero con una gran inconsciencia», reflexiona Horacio Castellanos Moya. Nació en Honduras, en Tegucigalpa en 1957, se crio desde los cuatro años en El Salvador, ha conocido la esperanza y el dolor de Centroamérica y ha vivido en unos cuantos países de Occidente y Oriente empujado por las amenazas y por su vocación exploratoria.

Desde esos lugares ha escrito sobre ese territorio social, político y cultural casi todos sus libros. Y en uno de esos momentos esquivos de la inspiración que no terminaba de llegar se abrió paso este Envejece un perro tras los cristales (Literatura Random House). Un artefacto literario sin etiquetas ni fronteras que desde el mismo origen muestra su naturaleza de espejos reflectantes y sosias, de juego entre la realidad y la ficción con sus múltiples caras.

Castellanos Moya ha reunido en esta obra los Cuadernos de Tokio (resultado de sus seis meses en Japón en 2009) y Cuaderno de Iowa (escrito entre 2011 y 2016, como profesor de escritura creativa en Estados Unidos). Diarios, apuntes, reflexiones, narraciones, postales físicas y existenciales… Un artefacto literario que más que un juego de espejos es un pequeño laberinto de espejos con pasadizos intercomunicados por donde van y vienen el escritor, su personaje autor, quien observa y cuenta y, claro, quien lee, el lector como lo explica en el siguiente vídeo:


Horacio Castellanos Moya en Casa de América durante la Semana de Autor, en junio de 2019. /WMagazín

Preguntas, dudas, incertidumbres, ideas, pensamientos… La mirada hacia dentro para tratar de entenderse como persona y escritor y poder comprender el mundo. Esa es la base de Envejece un perro tras los cristales sobre la que habla el escritor en uno de los salones de Casa de América, de Madrid durante la Semana de Autor, en junio de 2019.

Winston Manrique Sabogal. Aunque se sabe que el libro son apuntes de sus estancias en Tokio y en Iowa, surge la pregunta: ¿Es todo real? ¿Es usted? ¿Dónde empieza y termina este juego de espejos propio y ajeno?

Horacio Castellanos Moya. Hay una entrada en Cuaderno de Iowa, donde el escritor dice: “Es extraño cómo no se reconoce en la voz de quien escribe”. Eso significa que en el texto hay una preocupación personal, hay un retrato o autorretrato y al mismo tiempo una distorsión que al mismo autor, cuando se ve en el espejo, le resulta difícil reconocerse. Ese es el juego literario.

W. Manrique Sabogal. En el autor-personaje la ficción no termina de llegar, vive un bloqueo, al tiempo que la desactiva escribiendo el cuaderno.

H. Castellanos Moya. Ese es el juego. La sequedad es real de quien escribe los apuntes, es incapaz de escribir ficción, de inventar. Pero es un juego en la medida en que está escribiendo. Es cierto y es mentira.

W. Manrique Sabogal. En el segundo cuaderno hay una idea vertebral: cómo el ser humano busca ser alguien concreto y en ese ejercicio se convierte en lo que no quería ser. En el libro se dice algo así como que «no se reconoce ni en el que fue y cree que sigue siendo, ni en el que es y no asume como propio».

H. Castellanos Moya. Es un juego de esquizofrenia que revela las dos etapas de la Luna. Él nunca se ve completo del todo, siempre ve las cosas partidas. Esa idea recorre todo el libro. Y esa idea pasa a otra que es la de irse convirtiendo, poco a poco, en lo contrario de lo que él hubiera deseado convertirse. Llevamos dentro de nosotros mismos la semilla de nuestra negación, de lo que no hubiéramos querido ser y en lo que nos vamos convirtiendo. Es algo que quien escribe los apuntes enfatiza.

W. Manrique Sabogal. ¿Y Horacio Castellanos Moya?

H. Castellanos Moya. Creo que hay aspectos de mi vida en los que se aplica con total claridad y hay aspectos que no. Eso se menciona en el libro, esa es la gracia. La idea del libro es, también, la multiplicidad del ser humano; de un yo múltiple y con múltiples caras y algunas de esas caras se convierten en lo contrario. Al mismo tiempo otra negación de sí mismo.

Hace treinta años de su primera novela, La diáspora, Premio Nacional otorgado por la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. Desde entonces, si sus obras tan prestigiosas como El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, La diabla en el espejo (Premio Rómulo Gallegos 2001), Insensatez, Tirana memoria, La sirviente y el luchador o Moronga despliegan su mirada crítica sobre países, gobiernos y sociedades de la región con buenas dosis de humor o parodia, en esta ocasión, con Envejece un perro tras los cristales, el objeto es el escritor, el escritor en general y el escritor personificado en él mismo.

W. Manrique Sabogal. Una presencia clara es el ego del autor, la vanidad. «El éxito de que aspiremos al éxito es una tiranía», escribe.

H. Castellanos Moya. El primer punto sobre la escritura entorno a la vanidad del escritor es un componente de la naturaleza humana, no es patrimonio de nadie. El autor reflexiona sobre eso y hasta dónde la vanidad es motor esencial de la escritura o es nada más uno de sus atributos. El autor se pregunta hasta cuándo y dónde escribiría si no es alabado, aplaudido. Hay un momento que dice: «No olvides que escribes para lucirte». Hay una actitud crítica de quien observa porque la voz que cuenta es la voz del que observa y del observado no escuchamos nada, está en el banquillo de los acusados. El narrador, por eso, pregunta dónde está su esencialidad, las supuestas raíces profundas a las que supuestamente invoca cuando escribe.

W. Manrique Sabogal. Y se convierte en lo que no quería ser porque añora cuando escribía sin que nadie lo leyera, ni esperando que alguien lo fuera a hacer.

H. Castellanos Moya. ¡Exactamente! Ahí se enlazan esas dos líneas constitutivas del libro. En el origen como una necesidad vital sin estímulo externo, pero cuando estos aparecen (aplausos, elogios, reconocimiento, fama) y crecen, entonces pasan a ser los estímulos sinceros. Es cuando el observador pone en el banquillo de los acusados al escritor diciéndole: “bueno, entonces ¿dónde está lo esencial, quién eres de veras?

Eso tiene que ver con todos los oficios en mayor o menor grado. Es decir, hasta dónde el desarrollo y reconocimiento de un oficio desgasta las motivaciones y raíces esenciales que han llevado a ese oficio.

W. Manrique Sabogal. Y eso que criticaba de lo profesional también está en el plano personal, de lo íntimo, del miedo, los miedos, a escribir o a estar solo.

H. Castellanos Moya. Hemos tocado los ejes y las líneas maestras que recorren el libro. El miedo, lo dice en muchas ocasiones el autor, “tengo un miedo existencial profundo». Hay un miedo inexplicable y que no es paranoia. Es el miedo que sirve de motor. Es un miedo a preguntarse cuál es el sentido de la vida, de estar en este planeta, qué hay que hacer por el planeta, cuál es el sentido de ser como soy.

W. Manrique Sabogal. Y el miedo a no reconocer lo que no es y no se quería ser.

H. Castellanos Moya. Que no eres dueño de lo que te sucede. Las fuerzas que nos hacen mutar son muy grandes. Mutamos hipnotizados con la idea de nosotros mismos sin darnos cuenta en lo que nos estamos convirtiendo.

W. Manrique Sabogal. ¿Acaso el no aceptar que el sueño de lo que queremos ser es solo un espejismo?

H. Castellanos Moya. Nosotros podemos no creer en nuestros sueños, o al mismo tiempo nuestro sueño es querer llegar a aquella puerta, y tomo un camino, pero algo pasa que me hace ir hacia la puerta opuesta y una vez voy hacia allí digo: “Ese es mi sueño”… y se me olvida el anterior, sin llegar a ver la contradicción de lo que ha sido el cambio en mi vida. Avanzamos a contracorriente, a ciegas, muy seguros de ir conscientes, pero con una gran inconsciencia.

W. Manrique Sabogal. Como sucede con el deseo, siempre latente a pesar del paso del tiempo, y la intensidad de su pulsión no siempre se corresponde con la edad, según lo expresa en el libro.

H. Castellanos Moya. ¡El deseo! La base central de este eje-carril sobre el que se mueve el libro está formada por dos partes: la compulsión sexual de quien escribe, quien está en el banquillo, hay compulsión de deseo, de posesión carnal, más allá de que lo cumplas o no eso no es importante. Por el otro lado,  está el momento en que el ser humano al envejecer comienza a tener conciencia de esa pulsión y descubre que se le acaba el tiempo para ni siquiera soñar con el cumplimiento del deseo al que lo lleva esa pulsión. Es ese cambio en que se va a empezar a entrar a la vejez. No de mayor sabiduría, pero sí que quien observa dice: «Te das cuenta de que sigues deseando como si fueras un joven y ya no tienes edad para estar deseando así, ya no tienes dientes para comerte esa carne».

Y así se despliegan las caras del tiempo de Horacio Castellanos Moya donde reflexiona sobre cómo algunos no terminan de aceptar el tiempo que les corresponde. Echó la vista atrás y vio esa fusión y mutación de una persona en escritor con sus sueños y miedos, ha visto lo inexorable del tiempo, pero también de sus ilusiones. Y supo que detrás de todo está la pasión y que obliga a un continuo aprendizaje y redecubrimiento, como escribe: «Lo esencial nunca se aprende. Las pasiones siempre harán contigo lo que se les antoje». Y eso obliga a reinventar y sentir la vida y, a veces, envejecer tras los cristales.

Envejece un perro tras los cristales. Cuaderno de Tokio seguodo de Cuaderno de Iowa. Horacio Castellanos Moya (Literatura Random House).


Aprende a escribir con… Horacio Castellanos Moya
24 Mar 2021/ÁLVARO COLOMER  

Horacio Castellanos Moya tuvo la inmensa suerte de nacer en un país sin literatura. El Salvador de su juventud era un páramo cultural en el que, por no haber, no había ni sistema editorial y en el que los escritores eran vistos por las autoridades como elementos subversivos a los que convenía si no silenciar, cuando menos controlar. Con semejante ambiente político se entenderá que, cuando alguien oía el susurro de las musas, se tapara los oídos y se pusiera a silbar.

Este clima de represión llevó a la ruina a uno de los países a fecha de hoy más pobres de Centroamérica, pero engendró a uno de los escritores más grandes de la narrativa española. Sí, Horacio Castellanos Moya se hizo novelista en la más absoluta de las soledades, y aun así levantó una obra extraordinaria. Nadie le echó una mano, nadie le guio en sus años de formación, nadie mostró interés por sus primeros textos. Pero la literatura se abrió igualmente camino en su interior.

Castellanos Moya se inició en eso de la escritura de un modo intuitivo. Y de ahí que digamos que tuvo una suerte inmensa. Porque hoy, cuando le preguntan por su método de trabajo, responde que carece de uno. Las novelas brotan de sus entrañas como lo hacen los árboles que rompen el asfalto de las ciudades abandonadas: sin orden ni concierto, pero con una fuerza descomunal. Así pues, este autor permite que lo que lleva dentro salga al exterior como le venga en gana y evita constreñir su nacimiento con horarios laborales, técnicas de trabajo o normas autoimpuestas. Simplemente, deja que todo fluya y espera a que sea la historia la que le indique cómo quiere ser concebida.

Sí, Castellanos Moya cree que cada novela se expresa de un modo diferente dentro del escritor y que es la propia obra la que determina el modo en que saldrá a la luz. Las hay que reclaman una forma de escribir explosiva, negándose en redondo a ajustarse a un plan prestablecido, mientras que también las hay que exigen un sistema de trabajo metódico, en el que uno no puede salirse del calendario fijado. Al primer grupo pertenecieron Insensatez, El asco y La diabla en el espejo —que por cierto también exigió ser escrita en calzoncillos y en máquina Olivetti—, mientras que al segundo correspondieron La diáspora, Moronga y La sirvienta y el luchador.

De igual modo, son las novelas las que determinan el instrumento con el que desean saltar a la realidad. Unas quieren materializarse mediante lápiz y papel, y otras requieren un laptop. Y aunque parezca que las primeras deberían corresponder a las del método de trabajo explosivo y las segundas al del sistemático, resulta que no es así, puesto que la combinatoria entre las cuatro opciones es tan libre que ni Castellanos Moya sabe explicar por qué. De hecho, si se insiste en el interrogatorio sobre los motivos por los que unas obras quieren venir al mundo así y otras asá, el autor acaba respondiendo que eso habría que preguntárselo a las mismísimas novelas.

Con el plazo de tiempo ocurre exactamente lo mismo. En opinión del salvadoreño, asignar una duración a la redacción de un libro es tan absurdo como pretender adivinar la forma que adoptará un huevo después de lanzarlo contra la sartén. Horacio Castellanos Moya escribe cuando la vida se lo permite, sin más. Nunca combina un trabajo asalariado —profesor de universidad o periodista, principalmente— con la redacción de una novela porque, según dice, cuando una historia explota en su interior, demanda que le dedique toda la atención. De manera que este narrador espera a acumular una cantidad de dinero suficiente como para aislarse durante una temporada del mundo y, cuando la ha conseguido, dice adiós muy buenas al trabajo, se encierra en su casa y se lanza sobre el ordenador o la libreta. Y si las circunstancias le obligan a volver a buscar un empleo, aparca el manuscrito y no lo retoma hasta que vuelve a disponer de un periodo de tiempo libre de cualquier obligación.

Esta es la única norma que sigue Horacio Castellanos Moya: escribir únicamente cuando nada le perturba. Todo lo demás, desde el horario hasta los instrumentos de trabajo, viene determinado por la voluntad de la propia obra, que no sólo emerge en su corazón de un modo argumental, sino también laboral. Es como si las musas trajeran, además de inspiración, un manual de instrucciones sobre el modo en que deben ser transcritos los susurros que traen al anochecer.

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