viernes, 4 de marzo de 2022

RUBEM FONSECA; Vastas emociones y pensamientos imperfectos, Miércoles 9 de marzo a las 18.30h.

 



PARA CONOCER A RUBEM FONSECA

EL CASO FONSECA: EL GRAN ARTE DE NARRAR
En nuestra sección ‘Escritos cautivos’ recuperamos este ensayo en el que se aborda una parte de la vasta obra literaria del escritor brasileño, recientemente fallecido.

 Romeo Tello Garrido / 2020-04
Nació en Brasil el 11 de mayo de 1925, y falleció ahí mismo el 15 de abril de 2020. De los 94 años que pasó en este mundo prostituto, 56 los dedicó a la escritura, lapso en el cual logró crear una obra prolífica (brillante) (poderosa) (magnética) que lo consolidó como uno de los más importantes e influyentes narradores de la literatura universal de los últimos tiempos. Su nombre: Rubem Fonseca. En nuestra sección ‘Escritos cautivos’ publicamos ahora este ensayo de Romeo Tello Garrido (*), en el cual se evoca una parte —sólo una parte— de la vasta y laureada obra literaria del escritor brasileño.

En mayo de 1993 Rubem Fonseca estuvo en México. Tuve entonces oportunidad de conocerlo, luego de leer sus libros durante cerca de diez años, a lo largo de los cuales se creó en mí la sensación de que me enfrentaba a un fantasma del que casi nadie sabía nada, salvo los escasos datos que aparecían en las solapas de sus libros. Cuando por fin fuimos presentados en el Palacio de Bellas Artes, luego de un homenaje a Juan Rulfo, pude entender por qué me había sido tan difícil conocer alguna otra cosa más que esos datos acerca de él, bastó con verlo correr huyendo de los periodistas que intentaban entrevistarlo, actitud que horas después él mismo explicaría al comentar cuánto recelaba de los escritores que se asumían como hombres de opinión, como seres públicos que gustan de ocupar los escenarios iluminados en los que los lectores terminan por saber más de los autores que de las obras, o más precisamente, en los que el público conocedor de literatura no lee prácticamente nunca, pero sabe gran cantidad de anécdotas en torno a la vida de los autores, lo que también a muchos les parece más útil que la lectura misma. Sin embargo, la aversión de Fonseca a la fama poco tiene que ver con la misantropía que caracteriza a la mayor parte de sus personajes. Al parecer Rubem Fonseca prefiere pensar que un escritor puede decir todo lo que a él le parezca importante, independientemente de lo que los lectores puedan opinar al respecto, pero siempre a través de sus obras y no como personaje público que dicta sentencias en cuanto tiene un micrófono enfrente. Él mismo me comentó después que John Updike le había dicho alguna vez que la fama es como una máscara que los hombres suelen ponerse, y que resulta peligrosa porque devora el rostro original, le impone gestos, niega la identidad de quien se la ha echado encima.

La carrera de Rubem Fonseca como escritor se inició cuando contaba ya con 38 años de edad. Antes había sido abogado (estudió Derecho y se especializó en Derecho Penal), después trabajó en Estados Unidos (había estudiado también Administración en Boston y Nueva York), más tarde intentó conseguir un nombramiento de juez en Brasil, litigando mientras tanto en favor de los desgraciados que caían en manos de la justicia, generalmente negros, sin dinero y sin dientes. En este trabajo pudo conocer los mecanismos turbios de la política, de los organismos judiciales, la corrupción generalizada y el ejercicio de la violencia, tanto la de los ciudadanos particulares, como la feroz que ejerce el Estado contra éstos. Había sido también un lector insaciable que leía cien páginas en una hora, según me contó más tarde.

Rubem Fonseca es autor de ocho libros de cuentos y de siete novelas, así como de algunos guiones cinematográficos. Su primer libro de relatos, Los prisioneros, fue publicado en 1963. Según el propio Rubem Fonseca, para su fortuna no tuvo que recorrer el penoso camino que significa andar tocando las puertas de las editoriales con el manuscrito bajo el brazo esperando que alguna se interese en un escritor desconocido, sino que un amigo suyo leyó los cuentos, le gustaron, le pidió permiso para llevarlos a una editorial y de pronto se encontró con que su libro ya estaba publicado. A este libro siguieron otros dos, también de cuentos: El collar del perro (1965) y Lúcia McCartney (1967). En estos relatos aparecen ya muchos de los aspectos característicos de las obras de Fonseca: en la mayoría de los casos se trata de historias sórdidas, algunas apenas esbozadas, otras desarrolladas de manera minuciosa, pero todas planteadas con un realismo desnudo y estrujante; también desde estos primeros cuentos podemos advertir la creación de personajes marginales, comunes aunque llenos de complejidad, pues la mayoría de las veces están conscientes de su marginalidad, conciencia que se traduce en la elaboración de un discurso crítico de las diversas manifestaciones de la existencia en sociedades que anulan cualquier forma de expresión de la individualidad. Pero llama la atención el hecho de que esta actitud crítica las más de las veces se expresa de manera implícita, sin necesidad de acudir a enfrentamientos maniqueos, por lo que en la mayoría de sus obras siempre resulta difícil identificar dónde se encuentran los valores éticos, ya que Fonseca nunca los presenta como conceptos absolutos, sino como ingredientes ambiguos de la existencia. Por ello es que más difícil aún resulta identificar cuáles son los valores que el autor pudiera considerar como mejores, ya que la voz del autor en las Obras de Fonseca termina neutralizándose de manera completa, pues todo lo que se dice en las obras es expresado exclusivamente por boca de los personajes.

En 1973 publicó su primera novela, El caso Morel, obra excepcional en muchos sentidos. En ella utiliza algunos recursos de la literatura policial, como lo había hecho ya en algunos cuentos (“El collar del perro”, “El caso de F. A.”, etc.) y lo seguiría haciendo en muchas de sus obras, pero sin ceñirse estrictamente a los códigos tradicionales de este tipo de literatura; sólo echa mano de algunos elementos estructurales del género (el crimen, la intriga, la investigación judicial), todos ellos manejados con maestría. Sin embargo, Fonseca no aspira a hacer una novela de detectives tradicional. En El caso Morel, así como en sus otras obras que se ciñen a la estructura del relato policial, el fin de la narración no es devolver el orden moral y jurídico a la sociedad mediante la persecución y captura del criminal, no; cuando Fonseca acude a los recursos de la literatura policial, siempre le da más importancia a lo específicamente literario que a la intriga policial. Ésta es sólo un pretexto, el mejor molde narrativo para presentar la compleja y ambigua contienda entre el bien y el mal, porque “criminales somos todos”, como afirma uno de sus personajes. En El caso Morel nos encontramos con una novela en la que los tradicionales conceptos de “forma” y “contenido” se encuentran complejamente entretejidos, al grado de que la estructura de la historia es tan importante como la anécdota misma para la resolución de “el caso Morel”.

Más que una novela sobre criminales (que sí los hay) e investigadores (que también aparecen), El caso Morel es una investigación sobre la literatura misma, sobre el trabajo del escritor, sus dudas, sus pasiones, su condena a vivir atrapado en la cárcel que significa el texto. No es extraño que el protagonista, un escritor, haya sido anteriormente policía y abogado, tres trabajos que lo han obligado a vivir “siempre con las manos sucias.” Es una novela dentro de la que se escribe otra, que nunca se terminará; en esta última, el autor-protagonista, Paul Morel, es el criminal que investiga su propio crimen, utilizando como método de análisis la escritura; Morel necesita escribir los acontecimientos en los que se ha visto envuelto —mismos que lo han llevado a la cárcel, desde donde escribe—, para indagar la realidad de lo que le ha ocurrido, con lo que se sugiere que la escritura tiene un índice de verdad más confiable que la realidad misma, pues esta última no puede nunca quedar a salvo de ser interpretada de múltiples maneras e invariablemente de forma parcial, lo que le otorga un ser siempre relativo, a fuerza de la subjetividad que se ejerce sobre ella. La historia se ve interrumpida constantemente por anotaciones al margen, fragmentos de lecturas que Morel realiza, reflexiones aisladas, entre las que sobresale una que se repite seis veces a lo largo de la historia: “nada debemos temer, excepto las palabras”. En esta novela se presenta por primera vez a un personaje que hará de la investigación policial y del trabajo literario un ejercicio de hermenéutica (cosa que más tarde expresará otro personaje de Fonseca, el abogado Paulo Mendes, alias Mandrake, en la novela El gran arte). Así, las obras de Rubem Fonseca plantean siempre la idea de que el discurso literario es una indagación acerca de la realidad, indagación cuya finalidad no es resolver ningún tipo de problemas sociales; en todo caso, recordarnos que la vida social es en sí misma un asunto problemático, rico precisamente por su gran ambigüedad, con lo que sus obras se separan de cualquier discurso que pretenda resolver la complejidad de la existencia de manera simplista, esquemática, y progresista.


En octubre de 1975 apareció publicado Feliz año nuevo. Ya para entonces Fonseca era reconocido como uno de los más importantes renovadores de la moderna literatura brasileña; sin embargo la publicación de este libro de cuentos acarreó algunos problemas graves al autor, pues en diciembre del siguiente año fue recogido de la circulación por el Departamento de Policía Federal, por orden del ministro de justicia Armando Falcão, quien prohibió además su publicación y circulación en todo el territorio de Brasil. En abril de 1977, Rubem Fonseca inició un proceso para rescatar su libro de la censura impuesta, proceso que duró doce años. La voz de los censores normalmente expresó juicios amparados en una moralidad trasnochada, carentes de todo sentido crítico. Por ejemplo, el senador Dinarte Mariz dijo: “Suspender Feliz año nuevo fue poco. Quien escribió aquello debería estar en la cárcel y quien le dio acogida también. No conseguí leer ni una página. Bastaron media docena de palabras. Es una cosa tan baja que el público ni siquiera debía conocerlo”, y el ministro Armando Falcão comentó: “Leí muy poco, tal vez unas seis palabras, y eso bastó.” La causa de semejante respuesta por parte de la censura oficial es fácil de identificar: en Feliz año nuevo, Rubem Fonseca vuelve a expresar su preocupación por los temas ya para entonces centrales de su obra: la violencia, el crimen y la pornografía. Se trata de un libro de cuentos medular en la obra del escritor brasileño, pues es el primero en el que de manera inequívoca nos muestra que la opción por tratar estos temas no es el resultado de las obsesiones de una mente enferma —como se le quiso presentar—, sino que intenta desmitificar los conceptos que en la actualidad se manejan como únicos cuando se habla de crimen, violencia y pornografía, concepción difundida y amparada por lo que Foucault llamó “el discurso del poder”. Hay en este libro algunos cuentos admirables, en los que predominan la parodia y la ambigüedad, dos formas del discurso en las que la narrativa ha alcanzado siempre su tono mayor. En este sentido sobresalen los relatos “Corazones solitarios”, “Amarguras de un joven escritor”, “Nau Catrineta” y “El campeonato”. Pero el lugar principal lo ocupan los cuentos “Feliz año nuevo”, “Paseo nocturno” e “Intestino grueso”. En los dos primeros el personaje principal es la violencia urbana, actitud sin dueño, ubicua, que lo mismo puede ser ejecutada por un grupo de hombres marginales que salen a robar en una casa rica, pues no tienen con qué celebrar la llegada del año nuevo (en “Feliz año nuevo”), como por un industrial, dueño de una inmejorable posición económica que, ante una vida familiar emocionalmente vacía, decide salir todas las noches a matar personas con su automóvil, pues ha descubierto que la agresión es la única manera como puede relacionarse intensamente con los otros (en “Paseo nocturno”). El cuento “Intestino grueso” está estructurado como la entrevista que un periodista hace a un escritor; es, pues, un cuento sin acciones, sin desarrollo dramático de los personajes, en el que todo el interés está puesto en las opiniones del escritor respecto de la violencia, la pornografía y la censura. Por ejemplo:

Hay personas que aceptan la pornografía en cualquier parte, hasta, o principalmente, en su vida privada, menos en el arte, creyendo, como Horacio, que el arte debe ser dulce et utile. Al atribuir al arte una función moralizante, o por lo menos entretenedora, esa gente acaba justificando el poder coactivo de la censura, ejercido bajo alegatos de seguridad o bienestar público.

Otro ejemplo:

Los filósofos dicen que lo que perturba y alarma al hombre no son las cosas en sí, sino sus opiniones y fantasías respecto de ellas, pues el hombre vive en un universo simbólico, y lenguaje, mito, arte, religión, son partes de ese universo, son las variadas líneas que tejen la red trenzada de la experiencia humana.

Me he detenido en estas dos citas, pues en ellas se puede observar de manera evidente que si algo de subversivo tiene la actitud de Fonseca, esto reside en la claridad con que expone la imposibilidad de postular discursos absolutos, totalizadores; en su negación a aceptar (o emitir) ideas o interpretaciones sobre la vida social y el arte que puedan considerarse como exclusivas y mejores. Probablemente la alarma creada por el libro entre los organismos oficiales, en 1976, se debió precisamente a la claridad con que se descalifica en él cualquier forma de coacción, ya que se pone en entredicho precisamente la supuesta necesidad de la censura; no porque atentara contra las buenas costumbres y los ideales de paz social.

La respuesta más eficaz de Rubem Fonseca a la actitud de la censura no fue el pleito legal que inició, sino la publicación, en 1979, de un nuevo libro de cuentos, El Cobrador (quizá el más conocido en nuestra lengua). Varios de los cuentos que aparecen en este volumen son verdaderas obras maestras del género, pero además, ahora sí se hace evidente la actitud expresa de violentar el orden establecido y la tranquilidad de los lectores, pues en ninguno de estos textos Fonseca se permite la posibilidad de hacer concesiones al buen gusto o al sentido común, sino que nos presenta historias sólidamente armadas, que confirman el ejercicio de la violencia como vía privilegiada para sublimar el espíritu en el mundo contemporáneo. De los cuentos que componen este volumen, el relato “Pierrot de la caverna” es uno de los mejores entre todos los escritos por Fonseca. El narrador es un escritor que en todo el relato no escribe una sola línea, únicamente habla solo: “Llevo colgando del cuello el micrófono de una grabadora. Sólo quiero hablar, y lo que diga jamás pasará al papel. De esta forma no tengo necesidad de pulir el estilo con esos refinamientos que los críticos tanto elogian y que es sólo el paciente trabajo de un orfebre”. Habla sobre las novelas que piensa escribir, sobre las mujeres con quienes mantiene relaciones sexuales, sobre la pedofilia, sobre su relación amorosa con una niña de doce años. En un principio mezcla todos los temas de manera en apariencia arbitraria, aunque en pocas páginas el lector puede darse cuenta de que el relato está sólidamente armado y el trabajo estilístico está cuidado hasta en los detalles mínimos. El personaje es un misántropo consumado, al grado de que ha preferido ajustar cuentas hablando con una grabadora, negando la posibilidad de dialogar con los otros, pues conforme el relato avanza advertimos que está completamente decepcionado de todos y de todo: no tiene amigos, la idea de llegar a tener hijos lo deprime, ha pasado más de un año sin comunicarse con sus editores, las mujeres con las que se acuesta muy pronto le producen una sensación de vacío y aburrimiento. Solamente en Sofía, la niña de doce años, encuentra la personificación intensa de la pureza. Si bien el protagonista no es un modelo de conducta —lo cual nunca es la intención de Fonseca—, sí es, por otra parte, un hombre cuya soledad y aislamiento no son sino el resultado de una opción consciente. En ello reside uno de los aspectos más importantes del cuento, pues si la anécdota es de suyo interesante, lo son más las apreciaciones del protagonista respecto de las relaciones sociales, ese mundo de lealtades corrompidas, superficiales, en el que la pasión ha sido asesinada en favor del buen gusto, y en el que, por último, la soledad se entiende como una traición al exhibicionismo frívolo de los demás.

El personaje que lleva la misantropía a un grado extremo es el Cobrador, quien ha llegado a la conclusión de que siempre ha estado del lado de los que pagan y decide que ahora le toca cobrar: “¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben.” El Cobrador ha aprendido que es inútil esperar el momento en que papá gobierno o mamá revolución se decidan por fin a procurar un bienestar social equitativo, por ello es que decide cobrarse por sus propios medios. Sus principales armas son el odio y la sensibilidad para decodificar los discursos vacíos y tramposos de sus adversarios (los que sí tienen): “Me quedo ante la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me vuelve el odio”. Las imágenes de la televisión le advierten que vive en un mundo donde sólo sobresalen, supuestamente, los que se pliegan a los modelos de conducta y apariencia ahí emitidos. Él no coincide con esos modelos, es más, los encuentra despreciables, de tal manera que, como ocurre con tantos otros, su identidad se ve negada por las imágenes del éxito y el orden que difunde la TV, ese mundo en el que parece que todos deberían ser como el tipo ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado, tan bonito, tan sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y sonríe con todos sus dientes, sus dientes, firmes y verdaderos.

El Cobrador no está dispuesto a aceptar que se le niegue, y descubre que la única manera efectiva de adquirir una identidad propia es negando a los otros, destruyéndolos, no aspirando a ser como ellos. Cuando el Cobrador ataca, no lo hace para apoderarse de las pertenencias de sus víctimas, si así lo hiciera se volvería cómplice del “discurso del poder”, el cual ha difundido la idea de que el mal se expresa sobre todo como atentados contra la propiedad privada. Al Cobrador esto no le interesa, por eso es que en los diarios se habla de él como “el loco de la Magnum”, pues el poder quiere convencer a los ciudadanos de que “el malo” existe sólo porque su mediocridad ha hecho de él un resentido, alguien que envidia a los que sí han triunfado. Si tal esquema no se cumple, al trasgresor sólo se le puede colocar en la casilla de la locura, pues sus actos resultan ilógicos, incontrolables e impredecibles. Llamarlo loco es el resultado del intento por hacer controlable y manso lo que escapa de las respuestas maniqueas del orden. En todos los cuentos que componen este volumen podemos encontrar, en su forma más acabada, los principales rasgos estilísticos que Fonseca había venido ensayando desde la publicación de Los prisioneros: el gusto por los diálogos breves y contundentes, la narración en primera persona (de los diez cuentos, sólo uno, “El juego del muerto”, está narrado en tercera persona), el manejo de un ritmo intenso y ágil, las descripciones sintéticas y precisas de situaciones o personajes (por ejemplo, en el cuento “Pierrot de la caverna”, el protagonista describe así al amante de la mujer de quien está divorciado: “Iba vestido a la última moda, camisa de voilé francesa abierta en el pecho, un collarito de oro, grueso, con un medallón, alrededor del cuello, y perfumado. Se llamaba Fernando. Uñas y maneras pulidas”; más tarde describe a una mujer, diciendo: “Me encontré con la madre de Sofía en el ascensor. Una mujer flaca, de esas que cenan un yogur y se pesan dos veces al día en una balanza de baño”).

Con El Cobrador se cierra un ciclo en la obra de Rubem Fonseca, ciclo en el que predominaron los libros de cuentos. Posteriormente, entre 1983 y 1990, publicó cuatro novelas. Todas ellas discurren sobre la intrincada vía de la estructura de la novela policial; pero, como había ocurrido ya en otros relatos, toma del género policial los aspectos necesarios para construir historias interesantes, que atrapen a los lectores; lo utiliza como recurso y no como fin en sí mismo. En esto reside uno de los aspectos más complejos e interesantes de la obra de Rubem Fonseca. En sus historias, la necesidad de transgredir el orden no se cumple sólo como característica de sus personajes, sino que tiene su expresión más intensa en la actitud paródica del escritor, quien hace uso de los principales ingredientes de los géneros de consumo masivo (la llamada literatura de supermercados) para cuestionar al mismo sistema cultural que difunde estas obras como formas de entretenimiento sano (pues en ellas la única ausencia grave es la posibilidad de adoptar una actitud crítica), carentes de profundidad. Así, las novelas de Fonseca tienen como blanco de sus ataques las diversas manifestaciones de la sociedad de consumo, sus rituales, a quienes la apoyan y difunden; sólo que para atacarla el autor utiliza sus mismas formas de expresión, se apropia de sus códigos y vierte en ellos el virus de la duda y la ambigüedad. En este escenario usurpado, los grandes actores son la corrupción, la impartición obscena de la justicia, la política como administración de la violencia —ejecutada por el estado contra los individuos particulares—, la moral sexófoba; todos ellos son aspectos ante los cuales no se puede hacer nada, si acaso, basta con presentarlos desnudos y sin maquillaje. En las obras de Fonseca no encontrará el lector respuestas, sino incertidumbre. En el cuento “Novela negra” (perteneciente al libro titulado precisamente Novela negra, de 1992), el protagonista dice: “El objetivo honrado de un escritor es henchir los corazones de miedo, es decir lo que no debe ser dicho, es decir lo que nadie quiere decir, es decir lo que nadie quiere oír. Esta es la verdadera poiesis”, palabras que revelan cabalmente la actitud que caracteriza a Fonseca en todas sus obras.

Las cuatro novelas que mencioné son El gran arte (1983), Bufo & Spallanzani (1985, publicada en español con el título de Pasado negro), Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988) y Agosto (1990). En todas ellas el lector puede observar a un autor comprometido de manera profunda con los problemas que rodean la existencia en las sociedades contemporáneas, un autor que presenta la existencia como un fenómeno problemático y no como una síntesis dogmática; se trata de novelas en las que los protagonistas no están al servicio de una ideología institucionalizada, sino todo lo contrario, se ven sometidos por las instituciones sociales y, en consecuencia, todas sus acciones están encaminadas a reaccionar en contra de las múltiples manifestaciones del poder. Además de lo anterior, en Bufo & Spallanzani y Vastas emociones y pensamientos imperfectos Rubem Fonseca vuelve a uno de los temas sobre los que con más frecuencia reflexionan sus personajes, tanto en los cuentos como en las novelas: la literatura. En un gran número de sus obras los protagonistas son, al mismo tiempo, narradores y escritores (en los cuentos “Corazones solitarios”, “Amarguras de un joven escritor”, “Intestino grueso”, “Pierrot de la caverna”, “El arte de caminar por las calles de Rio de Janeiro”, “Llamaradas en la oscuridad”, “Mirada”, “Novela negra”, etc., así como en la novela El caso Morel y en las dos mencionadas arriba), y lo que caracteriza a estos personajes es que nunca son presentados solamente escribiendo, al contrario, más que escribir reflexionan sobre la literatura desde muy distintos puntos de vista y con actitudes también diferentes, que van de la parodia a la reflexión más profunda y crítica. Por ejemplo, en algún momento de su largo monólogo, el protagonista de “Pierrot de la caverna” dice:

Nunca sería capaz de escribir sobre acontecimientos reales de mi vida, no sólo porque ésta, como por otra parte la de casi todos los escritores, nada tiene de extraordinario o interesante, sino también porque me siento mal sólo de pensar que alguien pueda conocer mi intimidad. Claro que podría ocultar los hechos bajo una apariencia de ficción, pasando de primera a tercera persona, añadiendo un poco de drama o comedia inventada, etc. Eso es lo que muchos escritores hacen, y tal vez por eso resulta tan fastidiosa su literatura.

Otro personaje que adopta una actitud crítica ante la literatura es Gustavo Flavio, protagonista de la novela Bufo & Spallanzani, quien dice haber cambiado su nombre en honor a Gustave Flaubert, y que mantiene con la literatura una relación incómoda y las más de las veces francamente problemática, como se observa en el siguiente ejemplo:

El escritor debe ser esencialmente un subversivo, y su lenguaje no puede ser ni el lenguaje mistificatorio del político (y del educador), ni el represivo del gobernante. Nuestro lenguaje debe ser el del no-conformismo, el de la no-falsedad, el de la no-opresión. No queremos poner orden en el caos, como suponen algunos teóricos, ni siquiera hacer el caos comprensible. Dudamos de todo siempre, incluso de la lógica. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres. Propercio puede haber tenido el pudor de contar ciertas cosas que sus ojos vieron, pero sabía que la poesía busca su mejor materia en las “malas costumbres” (Véase Veyne). La poesía, el arte en fin, trasciende los criterios de utilidad y nocividad, incluso los de comprensibilidad. Todo lenguaje muy inteligente es mentiroso.

Hasta aquí el comentario de Gustavo Flavio resulta atractivo, independientemente de cuál sea la actitud que los lectores mantengamos al respecto; pero lo más interesante es que tal reflexión, crítica y comprometida incluso con una particular actitud ética del escritor, en las siguientes líneas se vuelve relativa, pues el mismo protagonista tiene el sano juicio de ponerla en entredicho, como si no quisiera reconocerse a sí mismo en la condición de quien está dictando sentencias sobre la función del escritor y su trabajo: “Estoy diciendo esto hoy, pero no aseguro que dentro de un mes crea aún en ésta o en cualquier otra afirmación, pues tengo la buena cualidad de la incoherencia”. El último ejemplo que quiero mencionar es el del protagonista anónimo de la novela Vastas emociones y pensamientos imperfectos, un cineasta que se pasó toda su juventud leyendo cuentos y que durante la historia que se cuenta es contratado para llevar al cine los cuentos de Caballería roja de Isaac Babel, obra de la que termina por apasionarse, pues nos dice que desde muy joven tuvo una manía casi perversa por la lectura de cuentos (“La literatura que consumía a los diez años tenía títulos como estos: Los mejores cuentos rusos, Los mejores cuentos americanos, Los mejores cuentos franceses, Los mejores cuentos italianos, etc. A los catorce años creía que había leído todos los cuentos que se habían escrito en el mundo.”); es así como reconoce en Babel algunos rasgos estilísticos que le parecen admirables: “Pasé la noche leyendo a Babel. Cada cuento era una obra maestra. No sé qué me impresionaba más: la tensión, el equilibrio entre ironía y lirismo, la elegancia de la frase, la precisión, la concisión”. Como se podrá advertir en las siguientes páginas, todos estos rasgos son también característicos del estilo de Rubem Fonseca.


Después de las cuatro novelas mencionadas arriba, Rubem Fonseca ha publicado otros cinco libros: Novela negra (algunos de cuyos cuentos se publican por primera vez en esta antología, pues el libro aún no ha sido publicado en español), en 1992; en 1994 la novela El salvaje de la ópera, una obra de carácter histórico-biográfico que gira en torno a la vida de Antonio Carlos Gomes, autor de obras operísticas que alcanzó cierto renombre fugaz en Europa durante las últimas décadas del siglo pasado; en esta novela la maestría narrativa de Fonseca se advierte página tras página, a pesar de que se trata de un tema extraño en su obra, al grado de que él mismo me comentó en una carta lo siguiente: “Aquí va mi nuevo libro. No es una ‘novela negra’, pero espero que a ti y a Julieta les guste, aunque el tema se centre en un artista brasileño probablemente desconocido en México, pues incluso en Brasil ha sido olvidado”. Un año después apareció el libro de cuentos El agujero en la pared (1995), el cual, con excepción del cuento que da título al libro, se reproduce completo en este volumen. Por último, en 1997 la Companhia das Letras publicó los dos últimos libros de Rubem Fonseca que hasta ahora han aparecido, la novela Y de en medio del mundo prostituto sólo guardé amores para mi puro y el libro de cuentos Historias de amor. Ambos salieron a la venta en Brasil en una hermosa caja que agrega a la calidad de las obras el lujo discreto del diseño editorial.

En la actualidad la gran mayoría de los libros de Rubem Fonseca han sido traducidos al español (con excepción, como dije arriba, del libro de cuentos, Romance Negro, y los dos últimos que mencioné), lo que nos permite reconocerlo, no sólo como uno de los narradores más importantes de su país, sino entre los más importantes escritores contemporáneos de manera general. Sus novelas y cuentos pertenecen a una de las tradiciones más ricas de la literatura, aquélla que cuestiona con actitud crítica la problemática existencia del hombre en las sociedades modernas. Cuestionamiento, humor irónico y actitud crítica son algunas de las características de la prosa de Fonseca; características que en sus libros dan lugar a una de las propuestas expresivas más admirables de la narrativa de todos los tiempos: la ambigüedad. Por ello, si sus obras no son indiferentes a los problemas de los individuos, tampoco adoptan una actitud didáctica al exponerlos. Son textos que ante todo están dispuestos a parodiar los discursos reduccionistas y maniqueos que tratan de explicar los fenómenos humanos y sociales de manera progresista. Todo lo que en sus obras se menciona es susceptible de ser revisado, pues si algo caracteriza a sus personajes es la actitud de ponerlo todo en duda, no creer en verdades difundidas como absolutas; para ellos la verdad es sólo una dimensión relativa del conocimiento. La mayoría de los personajes de Fonseca proponen, de distintas maneras, una revalorización de lo individual, un rescate de la intimidad y un ataque a las instituciones que aspiran a convertir al ser humano en una pieza amorfa de la gran maquinaria social.

Sus héroes se caracterizan por poseer una visión crítica de la vida social, lo que da como resultado la reivindicación de la soledad o, inclusive, de la misantropía. Suelen ser, además, personajes que poseen una sensibilidad aguda, independientemente del rol social que desempeñen (escritores, abogados, halterofilistas, prostitutas, ladrones, amas de casa, industriales, cineastas, etc.), que optan por la marginalidad, o se asumen en ella, y al hacerlo cuestionan el orden social. De esta manera, si su opción es la soledad, tienen que soportar el ataque de las instituciones que pretenden controlarlos, sancionarlos o condenarlos al silencio y la inactividad. De ello resulta un enfrentamiento siempre violento, pues los personajes de Fonseca no se resignan a perder su identidad, no admiten que se destierre de ellos la posibilidad de encontrar placeres intensos que los mantengan en el mundo de lo elementalmente humano. Así, frente al matrimonio y su moral sexófoba, prefieren el erotismo; frente a la lealtad a las instituciones, optan por la soledad; frente a la moral del orden y el progreso, reivindican la subversión; frente a la solemnidad, articulan el discurso de la parodia.

Estos signos caracterizan a los personajes de Fonseca, todos ellos acaban por descubrir, tarde o temprano, que su actitud es interpretada como violentadora del orden, y antes que pretender enderezar el rumbo, antes que intentar volver al seno de la vida ordenada, hacen de la agresividad un discurso intenso y coherente que les permite afirmarse a sí mismos, aunque para ello tengan que negar a los otros. La violencia les abre la puerta al mundo de los placeres que el evangelio del trabajo que profesan las sociedades modernas había intentado cancelar, negar y desterrar del panorama de la existencia humana. De esta manera, los héroes de Fonseca hacen de la violencia una estética de la misantropía.

*Romeo Tello Garrido es maestro en Letras (Iberoamericanas) por la UNAM. Es coautor de dos libros de texto para secundaria y uno de preparatoria. Bajo el título “La violencia como estética de la misantropía en la obra de Rubem Fonseca”, el presente ensayo fue publicado originalmente  —a manera de prólogo— en Los mejores relatos de Rubem Fonseca, libro que tradujo y preparó para la editorial Alfaguara en 1998. Lo reproducimos ahora con autorización del autor.


Reseñas a "Vastas emociones y pensamientos imperfectos", de Rubem Fonseca.

http://unlibroaldia.blogspot.com/2012/04/colaboracion-vastas-emociones-y.html

miércoles, 11 de abril de 2012

Colaboración: Vastas emociones y pensamientos imperfectos de Rubem Fonseca

Idioma original: portugués

Título original: Vastas Emoções e Pensamentos Imperfeitos

Año de publicación: 1988

Valoración: Muy recomendable


Rubem Fonseca es un escritor muy particular. Nacido en Brasil, y residente en Rio de Janeiro durante muchos años, su obra ha sido laureada por miles de lectores y la crítica nacional e internacional, incluidos autores como Mario Vargas Llosa, Carlos Monsiváis, o Thomas Pynchon (de quien se cuenta son muy buenos amigos) quienes le han dedicado elogiosas palabras más de alguna vez. Como si fuera poco, se dice que es un eterno candidato al Nobel. A la luz de lo anterior, la pregunta de cajón es obvia: ¿es realmente un escritor de calidad, o los medios han exagerado escandalosamente el valor que tienen sus creaciones?


En la obra que comentaremos aquí, el protagonista es un cineasta obsesivo que tiene permanentes ataques mientras descansa por las noches; como él mismo dice: "sueño sin imágenes" o "mis sueños son como un libro mal escrito". Intentando aproximarse científicamente al origen de este problema, se encuentra con una definición patológica del sueño: un conjunto de "vastas emociones y pensamientos imperfectos" (concepto que da origen al título de esta novela), obligándolo a asumir esta especie de disfunción como parte de su vida. Sin darle mucha importancia a esto, se embarca en obtener material para filmar una nueva película, aceptando una oferta para producir una cinta basada en una de las obras de Isaak Bábel, legendario escritor soviético. Y mientras piensa en ello, recibe un extraño paquete de manos de una mujer misteriosa. Pero sólo se percata de la importancia de éste cuando se entera que esta misma mujer fue asesinada violentamente cerca de su casa. A partir de ese momento, su vida queda atrapada en un espiral de fugaces historias eróticas, cargadas de tanta violencia que sería insoportable si no fuese por los componentes eruditos que la alternan, y que transitan entre Berlín, Río de Janeiro y otras partes del planeta, para desembocar en un desolador e inesperado final que hace indirecta referencia al nombre de esta obra. Los hechos que suceden en el relato son retratados con una crudeza despiadada, al modo de las novelas negras clásicas, buscando desenmascarar a través de la ficción las redes de corrupción y narcotráfico que permanecen ocultas en la cotidiana realidad carioca.


Estructuralmente, es un thriller muy bien logrado, una novela que aguarda a la vuelta de cada página un cuchillazo, un asesinato, un encuentro sexual, dejándonos con esa permanente incertidumbre de lo que podremos encontrar durante el desarrollo de la historia. Esta historia es relatada junto a una admirable fusión de la cultura popular con la clásica (ingrediente muy característico de las obras de Fonseca): leyendas chamánicas sobre la necesidad humana de consumir polvo de diamantes, personajes que citan a Alfred Hitchcock y su necesidad de tener un gran villano para hacer una gran película, la discusión sobre el valor del cine y la literatura en la historia de la cultura, etc. Este elemento se puede traducir en un enorme riesgo: o la novela es un bodrio, con una mezcla de citas dispersas inconexas, o todas son coherentes y hacen sentido con el argumento principal, armando un cuerpo literario sólido. Fonseca representa indiscutiblemente la segunda opción.


Vastas emociones y pensamientos imperfectos es una gran obra, con una especial técnica narrativa y temáticas que dan cuenta de la originalidad de su estilo. Luego de leer esta poderosa novela, quizás muchos lectores se preguntarán cómo una novela tan cargada de referencias culturales e historias violentas es capaz de producir entretenimiento, curiosidad por la trama, y reflexión sobre la situación actual de la realidad brasileña, tanto o más que cualquier gran película de la que hayamos disfrutado en una noche de eterno insomnio.


Firmado: Ismael

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 9 de enero de 2010

https://yonosoyfunes.wordpress.com/2014/11/14/vastas-emociones-y-pensamientos-imperfectos/

Vastas emociones y pensamientos imperfectos

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 9 de enero de 2010

De las cuatro novelas extensas de Rubem Fonseca, Vastas emociones y pensamientos imperfectos es la única que nunca había llegado a Chile. El autor obtuvo un tardío reconocimiento: recién cuando ganó, en 2003, el Premio Juan Rulfo y el Premio Luis de Camoes, distinción que entregan de manera conjunta los gobiernos de Brasil y Portugal, su impresionante aporte a la novela negra del continente rebasó la frontera de un reducido y fiel grupo de lectores.

Fonseca, que ha vivido casi toda su vida en Río de Janeiro, retrata sin piedad un entorno urbano largamente asediado por la violencia y el crimen, pero también mucho más que eso, especialmente en sus relatos de largo aliento, donde late el pulso febril y complejo de un país que tiene algo de impenetrable. Sus personajes, como el cineasta que protagoniza Vastas emociones…, suelen ser hombres cultos, escépticos y mujeriegos, que de repente son arrastrados por el ritmo vertiginoso del azar. En esta novela, el protagonista se cambia de casa; en la primera noche, recibe a una bailarina de carnaval que le deja una caja. La bailarina muere, la caja tiene piedras preciosas, una banda criminal le sigue la pista. Mientras tanto, recibe una inesperada invitación a filmar en Alemania una película sobre Caballería roja, el volumen de cuentos de Isaak Bábel, que es una de las joyas menos conocidas de la literatura rusa del siglo pasado. El escritor ruso y su libro alcanzan una gran importancia en la trama, que se desdobla y sigue rumbos que llevan desde Río a Berlín Occidental y Oriental, luego a París, a Minas Gerais, a Río, nuevamente, y se enriquece con referencias literarias y análisis políticos: hay un mundo que se derrumba y Fonseca, un gran observador y un escéptico con un sentido finísimo del ritmo de los tiempos, lo atrapa en precisos y certeros rasgos. La novela es, también, un relato policial, y Fonseca se muestra nuevamente como un maestro de la intriga. Las líneas se cierran de manera perfecta y, en este caso, la novela tiene un extraño aire circular; pero, en realidad, quien cambia es, sobre todo, el lector. Es muy difícil leer a Fonseca sin aprender algo sobre nosotros mismos, por el poder revelador de una escritura sin concesiones.

EN LETRAS LIBRES

https://letraslibres.com/revista-espana/el-gran-arte-de-rubem-fonseca/

REVISTA

El gran arte de Rubem Fonseca

Por Javier Aparicio Maydeu

30 abril 2008

AÑADIR A FAVORITOS

¿Que en sus cuentos se cometen asesinatos? Eso por sí solo no condena su literatura al género negro. ¿Que sus personajes favoritos son detectives? En realidad todo gran personaje de ficción lo es de un modo u otro, ¿no? Marcel es un detective de apariencias, Hans Castorp es un detective de conciencias, el Gatopardo es un detective de conflictos sociales, Charles Kinbote un detective de textos e imposturas y Nathan Zuckerman un detective de identidades. Todos son detectives porque todos sirven a una búsqueda que llamamos literatura. Y que por sus páginas transiten policías no significa necesariamente que su ficción sea policíaca. También se pasean por ellas escritores neuróticos, prostitutas de cine negro, despampanantes rubias de labios carnosos y rouge, salidas de un cuadro pop de Tom Wesselman o de la letra encendida de una bossa nova, pedófilos, inadaptados y donjuanes, funcionarios corruptos, detectives erotómanos y eruditos como el cínico e impagable Mandrake, que es Bogart pero también Philip Marlowe y Russ Meyer, y más escritores, escritores vocacionales, varados en la página en blanco, diletantes incorregibles y sabiondos, fantasiosos urdidores de realidades alternativas, esquizofrénicos, pornógrafos y escatológicos, escritores compulsivos, librescos o repelentes snobs y todos ellos, eso sí, detectives literarios de palabras y de ideas, investigadores sui generis del proceso de creación literaria de la vida. En aras de hacerle verdadera justicia al talento inabarcable de Rubem Fonseca (Brasil, 1925), bastaría con extirparle la palabra ‘policíaca’ a la desganada y rutinaria referencia que le hace Luisa Trias Folch en el único manual de literatura brasileña en castellano (“La literatura brasileña actual”, Literatura brasileña, Síntesis, Madrid, 2006): “La literatura policíaca está representada por Rubem Fonseca”. Habría que leer “La literatura está representada por Rubem Fonseca”. La literatura sin marbetes genéricos, la verdadera literatura, la literatura con mayúsculas está representada por Rubem Fonseca, uno de los más grandes narradores contemporáneos, que si bien finge ser un escritor de novela policíaca porque las convenciones del género sirven bien a sus propósitos de crítica social, invectivas contra el sistema postcapitalista y denuncia de la enajenación y el desquiciamiento del individuo contemporáneo en las grandes núcleos urbanos, representa por encima de todo los valores de la verdadera literatura: sentido crítico, método de conocimiento y reflexión, en última instancia, acerca de la propia literatura.


Reiterado y sólido candidato al Premio Nobel, traducido a las principales lenguas, lector de Joyce, de Steinbeck, de Genet, de Kafka y de lo que no está escrito, adorado en Alemania y autor estrella del prestigioso catálogo de Piper Verlag, empecinado en una enfermiza actitud asocial, como su amigo Thomas Pynchon, Rubem Fonseca dirige, junto a Machado de Assis, Guimarães Rosa, Jorge Amado y Clarice Lispector, el cuartel general de la ficción brasileña contemporánea, desde el que su literatura ácida, autobiográfica, crítica, obscena, solipsista y metaficcional viene felizmente invadiendo mercados internacionales. Como Dalton Trevisan, el autor de Cemitério de elefantes (1964) y O Vampiro de Curitiba (1965), con cuyos relatos grotescos, expresionistas y sádicos, reflejo de obsesiones y miserias morales, su obra guarda una estrecha relación, Fonseca forja su estilo en el terreno del cuento, publicando Los prisioneros (1963), Lúcia McCartney (1967), el polémico Feliz año nuevo (1975) y El cobrador (1979), entre otros volúmenes de menor repercusión, libros que construyen un poderoso y originalísimo universo literario asentado en la marginalidad urbana, el sexo, la violencia lúdica y un discurso crítico que condena la crispación de nuestras sociedades despersonalizadoras, masificadas y perturbadoras, que generan placebos como la televisión o los McDonalds cuando en realidad atrofian y pervierten al individuo, perdido en una frustrante vida cotidiana, abocado a la violencia del crimen, a toda suerte de psicopatías metafísicas y convertido en efecto en un psicópata, abandonado a la misantropía. Sus lecturas de la novela negra de Raymond Chandler y Dashiell Hammet, el modelo de narrador no fiable escritor, paranoico y detective que le cede Nabokov con Pálido fuego (cuya ambigüedad y ardides autobiográficos y metaficcionales están muy presentes en El caso Morel, de 1973), y algunas influencias de la ficción norteamericana contemporánea –de las fábulas paranoicas de Pynchon a los discursos metanarrativos de Barth, Barthelme y otros posmodernos made in u.s.a. o a los personajes grotescos, ególatras y transtornados de Saul Bellow y a Harry ‘Conejo’, el excéntrico héroe de John Updike– le ceden a su universo un molde narrativo, unas convenciones que le sirven de marco cómplice con el lector y que el propio Fonseca y sus instancias narrativas manipulan a su antojo, jugando con ellas como les viene en gana y como han hecho, de otro modo pero compartiendo la parodia de género y el humor, Boris Vian en Que se mueran los feos (1964), la novela que escribió con el pseudónimo de Vernon Sullivan figurando él como traductor, y Fred Vargas en El hombre de los círculos azules (1996), série noire con humor, teorías paranoicas y detectives que dejan huella, como el comisario Adamsberg reflejado en Mandrake. Su virtuosismo técnico le debe mucho, en cambio, a los monólogos interiores y la prosa intimista de Autran Dourado, el autor de Ópera dos mortos (1967) y O Risco do Bordado (1970), y al experimentalismo narrativo de Guimarães Rosa y de la Clarice Lispector de A Paixão Segundo G. H. 1964) y Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969), que le enseña la complejidad psicológica del discurso y de la identidad, de la que nace el empleo obsesivo e intenso de la primera persona.


Su primera novela, El caso Morel, marcó la pauta de sus futuras novelas con un tratamiento muy seductor de la crueldad a través de la parodia del género negro, un protagonista que es escritor y que escribe una novela-dentro-de-la-novela a la vez que reflexiona de la mano de la metaficción sobre la condición redentora del proceso de creación literaria, y una investigación en toda regla sobre el oficio de escribir, El gran arte (1983), una de sus obras maestras, vuelve sobre la violencia nacida de los enajenados urbanitas contemporáneos y desarrolla una suerte de hermenéutica de la vida entendida como texto (en metáfora del detective escritor), Bufo & Spallanzani (1986), novela excepcional, insiste en pergeñar un protagonista que sea a la vez escritor y que juegue con las convenciones del género policial conforme desfilan por sus páginas mil y una referencias literarias, Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), cuyo protagonista anónimo confiesa ser un lector obsesivo de cuentos irónicos y concisos como los de Rubem Fonseca, y Agosto (1990), acerca de las circunstancias que precedieron el suicidio de Getúlio Vargas. La ficción de Fonseca se muestra doblemente ficcional, pues se mueve siempre entre referentes literarios y se confiesa ficcional: “¿la única realidad no es la de la imaginación?”, se pregunta el narrador de El caso Morel. Así, el lector puede leer el capítulo v de Bufo & Spallanzani como un tratado de narratología en forma de reflexiones del novelista de éxito Gustavo Flavio, protagonista de la novela –cuyo agente en la ficción es, por cierto, Carmen Balcells, el agente de Fonseca en la realidad, enésimo guiño literario del autor– sobre el arte de la ficción (con referencias a Thomas Mann, Svevo o los Aspectos de la novela de E. M. Forster); en El caso Morel, los escritores Morel y Vilela se intercambian el siguiente diálogo, “–¿Sirve escribir, si no te va a leer nadie? –Escribir sirve siempre. Paso las noches soñando con mi carrera literaria”; en varios de sus cuentos más inspirados, reunidos en la antología imprescindible Los mejores relatos (Alfaguara, México, 1998), las alusiones literarias y metaficcionales son constantes, al bloqueo del escritor ante la máquina de escribir, a la extraña condición de las musas o a la gloria literaria (en “Amarguras de un joven escritor”), al  libro genial pero maldito que el mercado no consagra o a la escritura compulsiva (en “Llamaradas en la oscuridad”), a los aperos del novelista, el papel artesanal de lino, la pluma, el silencio, la soledad (en “Mirada”), al escritor anónimo, al ‘Ghostwriter’, como él lo llama, que se alquila para escribirle una obra inmortal al escritor que no quiere escribir sino simeplemente ser escrito (en “Artes y oficios”), al asesino que se redime a través del arte de la poesía (en “El cobrador”), al escritor Augusto en “El arte de caminar por las calles de Río”, que pasea barruntando escribir una novela titulada “El arte de caminar por las calles de Río” (y que no acabará jamás, como tantos escritores frustrados que temen a Virginia Woolf, como confiesa el protagonista de Bufo & Spallanzani), al imaginario del escritor y los estatutos del arte y la creación literaria (en esa parodia de entrevista a un autor célebre que es el relato “Intestino grueso”), o sobre la presunta necesidad de ‘cultivar el estilo’ o simplemente de saber qué desea uno contar en la novela, y la influencia de la crítica (en ese cuento prodigioso que es “Pierrot de la caverna”). Mientras lee sus frases eléctricas, sus diálogos rítmicos y sus párrafos soltados a bocajarro, como en el globo de un cómic, mientras reconoce en sus textos fuentes, fórmulas y códigos de la masificada literatura de consumo del mass market (culebrones y folletines, relatos gore, pulp fiction), mientras cavila las exhortaciones existenciales y morales de sus estrafalarios protagonistas, el lector cree escuchar la risa irónica del propio Fonseca desde la trastienda, dispuesto siempre a la parodia porque lo que pretende en realidad es invitarnos a todos a cuestionar el sistema, a declarase en rebeldía contra la sociedad de consumo que nos acalla y nos somete, contra la gran maquinaria social que nos despersonaliza con su moral sexófoba y su discurso unívoco y nos empuja a ser violentos y a ser promiscuos: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”, dice el escritor Gustavo Flavio, su alter ego en Bufo & Spallanzani, y es que su Santa Trinidad no es otra que ambigüedad, parodia y subversión, dignas consignas del gran arte del maestro Zé Rubem, del indiscutible maestro Fonseca, Premio Camoens 2003, el único que hasta la fecha ha sido capaz de salir ileso de las tentaciones de la literatura a un tiempo endogámica y desbocada, de las entrañas del poder y de las perversas leyes del deseo. ~


EN REVISTA "EL DESCONCIERTO"

https://www.eldesconcierto.cl/tipos-moviles/2020/04/18/cronica-negra-rubem-fonseca-un-clasico-del-policial-latinoamericano.html


CRÓNICA NEGRA| Rubem Fonseca, un clásico del policial latinoamericano

Por: Ramón Díaz Eterovic, escritor | Publicado: 18.04.2020

CRÓNICA NEGRA| Rubem Fonseca, un clásico del policial latinoamericano|

El pasado 15 de abril, a los 94 años, falleció Rubem Fonseca, uno de los grandes de la novela negra brasileña y latinoamericana. Entrar a su universo es hacerse parte de una narrativa compleja y atractiva; de una poética de la violencia orientada a describir los brillos y las sombras de la condición humana.

Por los años 80 del siglo pasado, el escritor Carlos Olivarez me pasó la novela de Fonseca Pasado negro. Tienes que leerlo, me dijo, y nunca más dejé de hacerlo porque Rubem Fonseca es un autor adictivo, una fuerte droga literaria de la que uno siempre quiere más. Años atrás costaba ubicar sus libros, pero últimamente ellos se encuentran en librería gracias al trabajo de la Editorial Tajamar que ha estado traduciendo y publicando sus principales novelas y libros de cuentos: El gran arte, Vastas emociones y pensamientos imperfectos, Agosto, El cobrador y otros títulos más. El año pasado Tusquets publicó sus cuentos completos en tres gruesos volúmenes.


De Rubem Fonseca siempre se supo poco. Nació en 1925 en el Estado de Minas Gerais, estudió Derecho y Administración, trabajó en la policía y cerca de los cuarenta años decidió empezar a escribir o a publicar. Su primer libro fue El informe Morel.  Entrar al universo de Rubem Fonseca es hacerse parte de una narrativa compleja y atractiva; de una poética de la violencia orientada a describir los brillos y las sombras de la condición humana. Su estilo es duro, crítico, despojado de toda concesión al sentimentalismo y recrea situaciones públicas y privadas en las que la maldad parece no tener límites. 


Dos de sus novelas más importantes son El gran arte y Vastas emociones y pensamientos imperfectos. La primera tiene como protagonista a Mandrake, uno de los personajes recurrentes y emblemático de Fonseca. Mandrake es un abogado algo escéptico, aficionado al ajedrez, a las copas y a las amantes simultáneas. Un buen conocedor de la marginalidad que hace oídos sordos al consejo que suele darle su socio Wexler: “Somos abogados, la verdad no nos interesa, lo que importa es defender al cliente”. A Mandrake le gusta buscar la quinta pata del gato y, por eso, cuando llega a su oficina una clienta interesada en conocer el paradero de una amiga, no vacila en aceptar el caso y salir tras los pasos de un asesino de mujeres. Durante su investigación Mandrake se relaciona con sicarios, policías corruptos y un millonario que oculta su verdadera personalidad tras la máscara de un eficiente ejecutivo bancario. Paso a paso, con más intuiciones que certezas, Mandrake penetra en las entrañas de la Oficina Central, organización que al amparo de una financiera se dedica al negocio de la prostitución y el tráfico de cocaína. La historia no es nueva, pero la manera como la cuenta Fonseca es sin duda sorprendente. El gran arte es un libro que no da tregua; tanto por su dosificado suspenso, como por la historia de cada uno de sus personajes, que despliegan una suerte de voz coral que lleva a conocer las profundas raíces de la criminalidad en la sociedad brasileña. Es un clásico de la novela negra latinoamericana y las décadas que han pasado desde su primera edición no han hecho mella en su vigencia y atractivo. 


Vastas emociones y pensamientos imperfectos se centra en la figura de un cineasta contratado para filmar una película sobre la vida de Isaac Babel, narrador ruso judío que murió en las cárceles de Stalin en 1941, luego de escribir un notable conjunto de cuentos recopilados con los títulos de Cuentos de Odessa y Caballería roja. Sobre el fin de Babel hay muchas versiones y eso tal vez motiva a Fonseca a incluir en la entrega la posible existencia de un texto inédito de Babel. Junto con esto, el cineasta se ve envuelto en el tráfico de piedras preciosas mientras se realiza el carnaval de Río. Ambas historias se entrelazan, permitiendo actuar a una amplia galería de personajes extraños y desgarrados que se dejan llevar por sus pasiones y deseos de trascendencia o poder. El texto está construido sobre la base de fragmentos que van dando sentido a la historia, un erotismo que desborda todo el texto, un lenguaje simple y efectivo. Sin pausas, transita por la violencia, el sexo, la erudición literaria y el mejor suspenso. 


Después de leer a Fonseca se puede concluir que escribió para provocar en sus lectores una suerte de malestar crítico hacia el mundo que los rodeaba. Sus libros son bofetadas que dejan huellas y su escritura es siempre punzante, con diálogos agudos y una acción que no da pausa. En el mundo que nos presenta no hay buenos ni malos, porque no hay límites éticos y hasta el amor está supeditado al engaño o al dinero. El mundo de Fonseca es violento como un callejón en el que solo se pueden encontrar sombras o el filo de un cuchillo manejado con destreza.


EN "LA INSIGNIA" (EL VIEJO TOPO)

https://www.lainsignia.org/2001/marzo/cul_014.htm

5 de marzo del 2001



Vastas emociones y pensamientos imperfectos



Ferran Gallego

El Viejo Topo, nº 150. España, marzo del 2001.




De esta forma: "vastas emociones y pensamientos imperfectos", Rubem Fonseca titulaba una de sus obras, refiriéndose a la consistencia insegura de los sueños, a su materia inexpresiva. A tientas, en la noche, ese ser torpe que nos encarna en la sombra trata de llegar a las figuras lacias que llenan las horas del sueño. Trata de caminar por la superficie tersa y silenciosa, que a veces interrumpen los sobresaltos de la ciudad despierta. Vastas emociones y pensamientos imperfectos aparecen en las horas nocturnas, nos señalan un rumbo incierto por donde llegar hasta la madrugada, hasta el momento en que la luz se disperse por el cuarto y devuelva el perfil a los objetos, la exactitud a las distancias.

El ciclo está cambiando. Durante casi veinte años, hemos transitado por un viaje al fondo de la noche. En los años ochenta, la dimensión de la derrota no afectó sólo a los comunistas. Desguazó la columna vertebral de los valores genéricos de la izquierda. Normalizó la explotación, la desigualdad y la competencia implacable entre los individuos, naturalizó las relaciones de clase convirtiendo cualquier resistencia en una desdeñable operación de nostalgia, cuando no en una reprobable defensa del terror y la corrupción del "socialismo real". El volumen de la derrota de la izquierda fue tan vigoroso porque no se limitó a señalar quién tenía más fuerza, sino que llegó a desarbolar las razones de los vencidos. En otros momentos, en otras horas nocturnas y silenciosas, bajo la represión que siguió a la Comuna o bajo la barbarie del fascismo, la izquierda conservó el nervio de su resistencia, sin desmoralizarse en la opinión de que sus argumentos ya no eran válidos. Lo peor de lo ocurrido desde la caída del muro ha sido la asunción de una derrota en los términos de una deslegitimación de los propios motivos de combate. Lo peor ha sido la doble actitud, tan complementaria, en la que unos decidieron peregrinar a los paraísos artificiales de las terceras vías, mientras otros se instalaban en la conmovedora e inútil veneración de unos recursos ideológicos inservibles, yaciendo en la intemperie y la desnutrición de las verdades inmóviles, saqueadas por la erosión de la realidad.


La izquierda ha tenido que viajar en tercera clase, alojarse en los pabellones de los miserables, abandonar las confortables sesiones de análisis autocomplaciente para entender hasta qué punto estaba deteriorada su capacidad de entender su propio mundo. Para entender de qué manera confundía la realidad y el deseo, los monstruos que soñaba con la razón que los producía. La izquierda ha tenido que asistir al espectáculo del desmoronamiento de un sistema en el que reposaba buena parte de su confianza moral para volver a interrogarse sobre su identidad. En los malos momentos, la cultura de la resistencia ha preservado un espacio indispensable. Ha tenido que devolver el sentido originario a las palabras, porque éstas no sólo son vías de comunicación, sino también formas de conocimiento. Cuando todo el mundo exigía que los comunistas se disolvieran, algunos tuvieron el coraje moral de mantener una tradición, de no renunciar a una experiencia que ha recorrido generaciones distintas, que ha ido acumulándose hasta formar un relieve en el paisaje estéril del capitalismo. Algunos han preservado el lenguaje, los signos, la memoria, para entregarlos a los jóvenes que quieren empezar este siglo sin hipotecas, pero que deberían hacerlo en compañía del recuerdo de una lucha centenaria.


En un relato de Stefan Zweig, "La colección invisible", se explica el drama de un pequeño funcionario, que a lo largo de su vida va acumulando grabados de artistas notables, acumulando la mejor colección de Alemania. Una enfermedad le hace perder la vista y, al llegar la hiperinflación de los años veinte, su familia va vendiendo los grabados y sustituyéndolos por páginas en blanco. Al cabo de unos años, los álbumes que contenían los trabajos de Rembrandt, de Mantegna, de Durero, se han convertido en los sepulcros de una serie de hojas vacías. Sin embargo, el anciano funcionario enseña con orgullo la colección a sus visitas, creyendo que los genios renacentistas y barrocos continúan llenando sus carpetas. A veces, la izquierda se ha comportado como ese coleccionista ciego, creyendo disponer de unas imágenes que la justificaban por sí mismas. La izquierda ha creído que las respuestas estaban en esa carpeta de hojas pálidas, a salvo de la temperatura y la humedad ambientales. La función de la izquierda no es arrojar el álbum al fuego, sino volver a llenarlo, recuperar las secuencias verdaderas de su trayectoria.


Eso implica una tarea de búsqueda incesante, que vuelva a contaminarnos con lo que ocurra fuera de los recipientes de alta seguridad ideológica. En primer lugar, comprender el tipo de derrota que se ha sufrido y las condiciones de acumulación de fuerzas en que nos encontramos. No basta con una aceptación genérica del retroceso. El sentimiento de culpa pertenece a otras culturas. La nuestra nos exige la definición de los errores. La izquierda ha gobernado, ha sido poder, ha legitimado con su discurso formas de Estado, maneras de administrar los asuntos de todos. La izquierda se ha organizado de formas determinadas, ha concebido la política y la estrategia de acuerdo con unos principios que han cobrado cuerpo en partidos, en sindicatos, en instrumentos diversos de acción, resposables del perfil de gobiernos y oposiciones, de poder y de movilización. La referencia al pasado ha servido, unas veces, para establecer una dinámica absorta de fieles y reliquias. Otras, para trenzar el diálogo atroz del paciente y del psicoanalista. Se trataría, más bien, de examinarnos para acumular saber, no para darnos falsa seguridad ni para flagelarnos hasta que nos asomen las costillas. Sencillamente, entender por qué una izquierda que dispuso de potentes antenas de recepción de acontecimientos sociales, de valiosas neuronas para dar coherencia a la información y de músculos enérgicos para modificar la realidad, ha podido ser contemplada como un vejestorio autista, encerrado en un misterioso mundo de recuerdos sombríos y palabras en desuso. Comprender, en definitiva, por qué tanta gente nos ha dado la espalda y se ha refugiado en el apoliticismo, en la cínica contemplación de una historia inmutable, en la indiferencia ante nuestros actos y en el desprecio de nuestras propuestas.


Se trata, además, de entender el ciclo histórico en el que estamos. Porque eso es lo que la izquierda útil ha hecho en otros momentos, lo que hicieron, sin ir más lejos, esos jovenzuelos que redactaron el Manifiesto Comunista y que han sido citados, manoseados, ensuciados y pervertidos durante tantos años. No se trata de recuperar la letra, sino el talante intelectual de Marx y Engels, de los primeros socialistas, de los trabajadores que luchaban tratando de integrar su combate concreto en la literalidad de La Internacional. Aceptemos, de una vez, que el capitalismo fordista ha concluido, que hemos cruzado una línea histórica de no retorno, que el enemigo de clase ha organizado las condiciones de explotación de una forma estructuralmente distinta a la de los años comprendidos entre la Gran Guerra y la caída del muro. Descubramos que la fuerza "agregadora" que tenía la socialización en el capitalismo de fábrica de productos duraderos ha terminado. Que las formas de alienación social que acompañan la explotación de este nuevo siglo son distintas. Aceptemos el dominio de un capitalismo difuso, en el que los productores y los consumidores están separados, donde los asalariados se fragmentan en círculos concéntricos cada vez más alejados del obrero con trabajo fijo, que experimenta la explotación en la gran empresa, tomando conciencia de clase en compañía de centenares de obreros de su misma condición. Aceptemos el porcentaje de cada forma de explotación concreta en el balance de los recursos de alimentación del sistema. Las consecuencias de este análisis deben conducir a rupturas políticas con el pasado, pero son el territorio fértil para recuperar lo que en política es iniciativa: anticiparse a los movimientos del adversario, elegir el terreno del conflicto.


Lo que nos exige esta nueva etapa es demostrar que somos capaces de resolver problemas concretos de la gente partiendo de análisis globales. Hasta ahora, en esta fase de pérdida de posiciones tan prolongada, la izquierda se ha limitado a lanzar discurso contra el sistema. De lo que se trata es de buscar formas operativas para acumular fuerzas, que procedan de luchas y victorias parciales. Se trata de ejercer el reformismo anticapitalista y mantener la tensión moral del discurso contra las formas de organización general de la explotación. Hay ejemplos de cómo hacerlo. Cuando la izquierda se organiza para luchar por la semana de 35 horas, golpea el vientre del sistema, es capaz de luchar contra la plusvalía, de hacer visible la posibilidad de generar empleo, de reducir el tiempo de trabajo y aumentar el de ocio, de crear una coherencia entre el desarrollo técnico y las necesidades humanas, de situar la lucha en una estrategia internacional. Cuando esta demanda se convierte en sentido común de la mayoría de los trabajadores, ya se ha obtenido un avance importante. Si se consigue su aprobación por ley, se ha ganado una batalla que tiene carácter anticapitalista, aunque no destruya el sistema de un día para otro. Cuando se defiende el presupuesto participativo, cuando se señala que los mismos recursos pueden gastarse de otra forma, se están poniendo las condiciones de una movilización de las clases populares que afectan a su calidad de vida; que, sobre todo, adquieren el perfil de algo posible, que sólo deja de realizarse por la falta de voluntad del poder, lo ejerza quien lo ejerza. Si esa batalla se gana, la lucha por la recalificación de la democracia se convierte en sentimiento compartido de una mayoría que sabe que ha ganado, que ha conseguido mejorar en lo inmediato su capacidad de participación y sus condiciones de existencia.


En el diagnóstico de las nuevas condiciones del ciclo, hay signos de un cambio de correlación de fuerzas. Lo que ha ocurrido en Davos y en Porto Alegre muestra la pérdida de confianza de la burguesía y la recuperación de las señas identificativas de una izquierda amplia, que suma diversas tradiciones, que se encuentra en un objetivo común, sea cual sea su procedencia. Porto Alegre es una acumulación de saber social, de experiencias convertidas en propuestas de acción inmediata y de luchas que se metabolizan como armas teóricas para la razón de la izquierda, después de tantos años en que sólo ha habido las razones de la derecha. No se parte de cero, sino de miles de acciones fragmentarias que se suman para dar un nuevo semblante a la expresión de una izquierda global. El miedo de la derecha procede de esa potente renovación, de la capacidad de sumar conocimiento que puede surgir de esa nueva internacional. El miedo de la burguesía procede de ese temor a dejar de ser la gestora del único mundo posible. El miedo del enemigo de clase es que nadie le crea, en que su capacidad de convencer se desarticule para dejar al desnudo sólo su capacidad de dominar.


En muchas ocasiones, la expresión del anticapitalismo es sólo una intuición prepolítica. En otras, se vertebra de formas distintas a las que estamos acostumbrados. Da igual. Lo importante es saber que hay un tren en marcha, al que va subiéndose gente diversa, con equipaje distinto, pero sabiendo que es su tren hacia el futuro. Lo importante es que haya un tren de marcha lenta, al que se van subiendo luchadores de lenguas diversas, de razas distintas, de tradiciones políticas diferentes, después de tantos años en que las locomotoras de la izquierda yacían en los cementerios enmudecidos donde el metal se oxida. Lo importante es que el discurso del liberalismo está adelgazando, que su valor de cambio se degrada, que su capacidad de convicción de envilece. Que los jóvenes no se lo creen, que los campesinos lo desdeñan, que los consumidores condenados a nuevas epidemos alimenticias lo empiezan a despreciar, que los ciudadanos que asisten al espectáculo de la ley de extranjería empiezan a comprenderlo en su dimensión brutalizante. Lo importante no es sólo que muchos no quieren ser ya víctimas, sino que hay una mayoría que no quiere asumir la función del verdugo activo o del espectador indiferente. Lo importante es que el nuevo siglo nos pide estar a otra altura, distinta a la resignación de hace unos años, al entusiasmo sin dudas de hace algunos decenios. Nos exige humildad para aprender de todas las experiencias, negarnos a ser cómplices de cualquier mecanismo de manipulación. Nos exige que no haya diferencias entre lo que prometemos y lo que hacemos. Nos pide que resolvamos los problemas reales, pero que no utilicemos el sufrimiento a corto plazo para conformarnos con las soluciones a medias o para unos cuantos.


¿Seremos capaces de organizarnos de esta forma? ¿Seremos capaces de convertir las vastas emociones y los pensamientos imperfectos en algo más sólido, que supere el material tenue de los sueños para adquirir la solidez de la esperanza? Y hacerlo con el talante adecuado. Si antes utilizaba un cuento de Zweig, tal vez nos sirva ahora Thomas Mann, sus palabras al describir cómo se sentía un escritor cuyo manuscrito se ha perdido en un desastre ferroviario: "Me di cuenta de que volvería a empezar desde el principio. Sí, con paciencia animal, con la tenacidad de una criatura primitiva a la que alguien le ha destrozado la obra prodigiosa y complicada fruto de su diminuta inteligencia y aplicación, pasado el primer instante de confusión y perplejidad volvería a comenzarlo todo de nuevo, y quizás esta vez me resultaría algo más fácil."


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