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miércoles, 11 de abril de 2012
Colaboración: Vastas emociones y pensamientos imperfectos de Rubem Fonseca
Idioma original: portugués
Título original: Vastas Emoções e Pensamentos Imperfeitos
Año de publicación: 1988
Valoración: Muy recomendable
Rubem Fonseca es un escritor muy particular. Nacido en Brasil, y residente en Rio de Janeiro durante muchos años, su obra ha sido laureada por miles de lectores y la crítica nacional e internacional, incluidos autores como Mario Vargas Llosa, Carlos Monsiváis, o Thomas Pynchon (de quien se cuenta son muy buenos amigos) quienes le han dedicado elogiosas palabras más de alguna vez. Como si fuera poco, se dice que es un eterno candidato al Nobel. A la luz de lo anterior, la pregunta de cajón es obvia: ¿es realmente un escritor de calidad, o los medios han exagerado escandalosamente el valor que tienen sus creaciones?
En la obra que comentaremos aquí, el protagonista es un cineasta obsesivo que tiene permanentes ataques mientras descansa por las noches; como él mismo dice: "sueño sin imágenes" o "mis sueños son como un libro mal escrito". Intentando aproximarse científicamente al origen de este problema, se encuentra con una definición patológica del sueño: un conjunto de "vastas emociones y pensamientos imperfectos" (concepto que da origen al título de esta novela), obligándolo a asumir esta especie de disfunción como parte de su vida. Sin darle mucha importancia a esto, se embarca en obtener material para filmar una nueva película, aceptando una oferta para producir una cinta basada en una de las obras de Isaak Bábel, legendario escritor soviético. Y mientras piensa en ello, recibe un extraño paquete de manos de una mujer misteriosa. Pero sólo se percata de la importancia de éste cuando se entera que esta misma mujer fue asesinada violentamente cerca de su casa. A partir de ese momento, su vida queda atrapada en un espiral de fugaces historias eróticas, cargadas de tanta violencia que sería insoportable si no fuese por los componentes eruditos que la alternan, y que transitan entre Berlín, Río de Janeiro y otras partes del planeta, para desembocar en un desolador e inesperado final que hace indirecta referencia al nombre de esta obra. Los hechos que suceden en el relato son retratados con una crudeza despiadada, al modo de las novelas negras clásicas, buscando desenmascarar a través de la ficción las redes de corrupción y narcotráfico que permanecen ocultas en la cotidiana realidad carioca.
Estructuralmente, es un thriller muy bien logrado, una novela que aguarda a la vuelta de cada página un cuchillazo, un asesinato, un encuentro sexual, dejándonos con esa permanente incertidumbre de lo que podremos encontrar durante el desarrollo de la historia. Esta historia es relatada junto a una admirable fusión de la cultura popular con la clásica (ingrediente muy característico de las obras de Fonseca): leyendas chamánicas sobre la necesidad humana de consumir polvo de diamantes, personajes que citan a Alfred Hitchcock y su necesidad de tener un gran villano para hacer una gran película, la discusión sobre el valor del cine y la literatura en la historia de la cultura, etc. Este elemento se puede traducir en un enorme riesgo: o la novela es un bodrio, con una mezcla de citas dispersas inconexas, o todas son coherentes y hacen sentido con el argumento principal, armando un cuerpo literario sólido. Fonseca representa indiscutiblemente la segunda opción.
Vastas emociones y pensamientos imperfectos es una gran obra, con una especial técnica narrativa y temáticas que dan cuenta de la originalidad de su estilo. Luego de leer esta poderosa novela, quizás muchos lectores se preguntarán cómo una novela tan cargada de referencias culturales e historias violentas es capaz de producir entretenimiento, curiosidad por la trama, y reflexión sobre la situación actual de la realidad brasileña, tanto o más que cualquier gran película de la que hayamos disfrutado en una noche de eterno insomnio.
Firmado: Ismael
Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 9 de enero de 2010
https://yonosoyfunes.wordpress.com/2014/11/14/vastas-emociones-y-pensamientos-imperfectos/
Vastas emociones y pensamientos imperfectos
Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 9 de enero de 2010
De las cuatro novelas extensas de Rubem Fonseca, Vastas emociones y pensamientos imperfectos es la única que nunca había llegado a Chile. El autor obtuvo un tardío reconocimiento: recién cuando ganó, en 2003, el Premio Juan Rulfo y el Premio Luis de Camoes, distinción que entregan de manera conjunta los gobiernos de Brasil y Portugal, su impresionante aporte a la novela negra del continente rebasó la frontera de un reducido y fiel grupo de lectores.
Fonseca, que ha vivido casi toda su vida en Río de Janeiro, retrata sin piedad un entorno urbano largamente asediado por la violencia y el crimen, pero también mucho más que eso, especialmente en sus relatos de largo aliento, donde late el pulso febril y complejo de un país que tiene algo de impenetrable. Sus personajes, como el cineasta que protagoniza Vastas emociones…, suelen ser hombres cultos, escépticos y mujeriegos, que de repente son arrastrados por el ritmo vertiginoso del azar. En esta novela, el protagonista se cambia de casa; en la primera noche, recibe a una bailarina de carnaval que le deja una caja. La bailarina muere, la caja tiene piedras preciosas, una banda criminal le sigue la pista. Mientras tanto, recibe una inesperada invitación a filmar en Alemania una película sobre Caballería roja, el volumen de cuentos de Isaak Bábel, que es una de las joyas menos conocidas de la literatura rusa del siglo pasado. El escritor ruso y su libro alcanzan una gran importancia en la trama, que se desdobla y sigue rumbos que llevan desde Río a Berlín Occidental y Oriental, luego a París, a Minas Gerais, a Río, nuevamente, y se enriquece con referencias literarias y análisis políticos: hay un mundo que se derrumba y Fonseca, un gran observador y un escéptico con un sentido finísimo del ritmo de los tiempos, lo atrapa en precisos y certeros rasgos. La novela es, también, un relato policial, y Fonseca se muestra nuevamente como un maestro de la intriga. Las líneas se cierran de manera perfecta y, en este caso, la novela tiene un extraño aire circular; pero, en realidad, quien cambia es, sobre todo, el lector. Es muy difícil leer a Fonseca sin aprender algo sobre nosotros mismos, por el poder revelador de una escritura sin concesiones.
EN LETRAS LIBRES
https://letraslibres.com/revista-espana/el-gran-arte-de-rubem-fonseca/
REVISTA
El gran arte de Rubem Fonseca
Por Javier Aparicio Maydeu
30 abril 2008
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¿Que en sus cuentos se cometen asesinatos? Eso por sí solo no condena su literatura al género negro. ¿Que sus personajes favoritos son detectives? En realidad todo gran personaje de ficción lo es de un modo u otro, ¿no? Marcel es un detective de apariencias, Hans Castorp es un detective de conciencias, el Gatopardo es un detective de conflictos sociales, Charles Kinbote un detective de textos e imposturas y Nathan Zuckerman un detective de identidades. Todos son detectives porque todos sirven a una búsqueda que llamamos literatura. Y que por sus páginas transiten policías no significa necesariamente que su ficción sea policíaca. También se pasean por ellas escritores neuróticos, prostitutas de cine negro, despampanantes rubias de labios carnosos y rouge, salidas de un cuadro pop de Tom Wesselman o de la letra encendida de una bossa nova, pedófilos, inadaptados y donjuanes, funcionarios corruptos, detectives erotómanos y eruditos como el cínico e impagable Mandrake, que es Bogart pero también Philip Marlowe y Russ Meyer, y más escritores, escritores vocacionales, varados en la página en blanco, diletantes incorregibles y sabiondos, fantasiosos urdidores de realidades alternativas, esquizofrénicos, pornógrafos y escatológicos, escritores compulsivos, librescos o repelentes snobs y todos ellos, eso sí, detectives literarios de palabras y de ideas, investigadores sui generis del proceso de creación literaria de la vida. En aras de hacerle verdadera justicia al talento inabarcable de Rubem Fonseca (Brasil, 1925), bastaría con extirparle la palabra ‘policíaca’ a la desganada y rutinaria referencia que le hace Luisa Trias Folch en el único manual de literatura brasileña en castellano (“La literatura brasileña actual”, Literatura brasileña, Síntesis, Madrid, 2006): “La literatura policíaca está representada por Rubem Fonseca”. Habría que leer “La literatura está representada por Rubem Fonseca”. La literatura sin marbetes genéricos, la verdadera literatura, la literatura con mayúsculas está representada por Rubem Fonseca, uno de los más grandes narradores contemporáneos, que si bien finge ser un escritor de novela policíaca porque las convenciones del género sirven bien a sus propósitos de crítica social, invectivas contra el sistema postcapitalista y denuncia de la enajenación y el desquiciamiento del individuo contemporáneo en las grandes núcleos urbanos, representa por encima de todo los valores de la verdadera literatura: sentido crítico, método de conocimiento y reflexión, en última instancia, acerca de la propia literatura.
Reiterado y sólido candidato al Premio Nobel, traducido a las principales lenguas, lector de Joyce, de Steinbeck, de Genet, de Kafka y de lo que no está escrito, adorado en Alemania y autor estrella del prestigioso catálogo de Piper Verlag, empecinado en una enfermiza actitud asocial, como su amigo Thomas Pynchon, Rubem Fonseca dirige, junto a Machado de Assis, Guimarães Rosa, Jorge Amado y Clarice Lispector, el cuartel general de la ficción brasileña contemporánea, desde el que su literatura ácida, autobiográfica, crítica, obscena, solipsista y metaficcional viene felizmente invadiendo mercados internacionales. Como Dalton Trevisan, el autor de Cemitério de elefantes (1964) y O Vampiro de Curitiba (1965), con cuyos relatos grotescos, expresionistas y sádicos, reflejo de obsesiones y miserias morales, su obra guarda una estrecha relación, Fonseca forja su estilo en el terreno del cuento, publicando Los prisioneros (1963), Lúcia McCartney (1967), el polémico Feliz año nuevo (1975) y El cobrador (1979), entre otros volúmenes de menor repercusión, libros que construyen un poderoso y originalísimo universo literario asentado en la marginalidad urbana, el sexo, la violencia lúdica y un discurso crítico que condena la crispación de nuestras sociedades despersonalizadoras, masificadas y perturbadoras, que generan placebos como la televisión o los McDonalds cuando en realidad atrofian y pervierten al individuo, perdido en una frustrante vida cotidiana, abocado a la violencia del crimen, a toda suerte de psicopatías metafísicas y convertido en efecto en un psicópata, abandonado a la misantropía. Sus lecturas de la novela negra de Raymond Chandler y Dashiell Hammet, el modelo de narrador no fiable escritor, paranoico y detective que le cede Nabokov con Pálido fuego (cuya ambigüedad y ardides autobiográficos y metaficcionales están muy presentes en El caso Morel, de 1973), y algunas influencias de la ficción norteamericana contemporánea –de las fábulas paranoicas de Pynchon a los discursos metanarrativos de Barth, Barthelme y otros posmodernos made in u.s.a. o a los personajes grotescos, ególatras y transtornados de Saul Bellow y a Harry ‘Conejo’, el excéntrico héroe de John Updike– le ceden a su universo un molde narrativo, unas convenciones que le sirven de marco cómplice con el lector y que el propio Fonseca y sus instancias narrativas manipulan a su antojo, jugando con ellas como les viene en gana y como han hecho, de otro modo pero compartiendo la parodia de género y el humor, Boris Vian en Que se mueran los feos (1964), la novela que escribió con el pseudónimo de Vernon Sullivan figurando él como traductor, y Fred Vargas en El hombre de los círculos azules (1996), série noire con humor, teorías paranoicas y detectives que dejan huella, como el comisario Adamsberg reflejado en Mandrake. Su virtuosismo técnico le debe mucho, en cambio, a los monólogos interiores y la prosa intimista de Autran Dourado, el autor de Ópera dos mortos (1967) y O Risco do Bordado (1970), y al experimentalismo narrativo de Guimarães Rosa y de la Clarice Lispector de A Paixão Segundo G. H. 1964) y Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969), que le enseña la complejidad psicológica del discurso y de la identidad, de la que nace el empleo obsesivo e intenso de la primera persona.
Su primera novela, El caso Morel, marcó la pauta de sus futuras novelas con un tratamiento muy seductor de la crueldad a través de la parodia del género negro, un protagonista que es escritor y que escribe una novela-dentro-de-la-novela a la vez que reflexiona de la mano de la metaficción sobre la condición redentora del proceso de creación literaria, y una investigación en toda regla sobre el oficio de escribir, El gran arte (1983), una de sus obras maestras, vuelve sobre la violencia nacida de los enajenados urbanitas contemporáneos y desarrolla una suerte de hermenéutica de la vida entendida como texto (en metáfora del detective escritor), Bufo & Spallanzani (1986), novela excepcional, insiste en pergeñar un protagonista que sea a la vez escritor y que juegue con las convenciones del género policial conforme desfilan por sus páginas mil y una referencias literarias, Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), cuyo protagonista anónimo confiesa ser un lector obsesivo de cuentos irónicos y concisos como los de Rubem Fonseca, y Agosto (1990), acerca de las circunstancias que precedieron el suicidio de Getúlio Vargas. La ficción de Fonseca se muestra doblemente ficcional, pues se mueve siempre entre referentes literarios y se confiesa ficcional: “¿la única realidad no es la de la imaginación?”, se pregunta el narrador de El caso Morel. Así, el lector puede leer el capítulo v de Bufo & Spallanzani como un tratado de narratología en forma de reflexiones del novelista de éxito Gustavo Flavio, protagonista de la novela –cuyo agente en la ficción es, por cierto, Carmen Balcells, el agente de Fonseca en la realidad, enésimo guiño literario del autor– sobre el arte de la ficción (con referencias a Thomas Mann, Svevo o los Aspectos de la novela de E. M. Forster); en El caso Morel, los escritores Morel y Vilela se intercambian el siguiente diálogo, “–¿Sirve escribir, si no te va a leer nadie? –Escribir sirve siempre. Paso las noches soñando con mi carrera literaria”; en varios de sus cuentos más inspirados, reunidos en la antología imprescindible Los mejores relatos (Alfaguara, México, 1998), las alusiones literarias y metaficcionales son constantes, al bloqueo del escritor ante la máquina de escribir, a la extraña condición de las musas o a la gloria literaria (en “Amarguras de un joven escritor”), al libro genial pero maldito que el mercado no consagra o a la escritura compulsiva (en “Llamaradas en la oscuridad”), a los aperos del novelista, el papel artesanal de lino, la pluma, el silencio, la soledad (en “Mirada”), al escritor anónimo, al ‘Ghostwriter’, como él lo llama, que se alquila para escribirle una obra inmortal al escritor que no quiere escribir sino simeplemente ser escrito (en “Artes y oficios”), al asesino que se redime a través del arte de la poesía (en “El cobrador”), al escritor Augusto en “El arte de caminar por las calles de Río”, que pasea barruntando escribir una novela titulada “El arte de caminar por las calles de Río” (y que no acabará jamás, como tantos escritores frustrados que temen a Virginia Woolf, como confiesa el protagonista de Bufo & Spallanzani), al imaginario del escritor y los estatutos del arte y la creación literaria (en esa parodia de entrevista a un autor célebre que es el relato “Intestino grueso”), o sobre la presunta necesidad de ‘cultivar el estilo’ o simplemente de saber qué desea uno contar en la novela, y la influencia de la crítica (en ese cuento prodigioso que es “Pierrot de la caverna”). Mientras lee sus frases eléctricas, sus diálogos rítmicos y sus párrafos soltados a bocajarro, como en el globo de un cómic, mientras reconoce en sus textos fuentes, fórmulas y códigos de la masificada literatura de consumo del mass market (culebrones y folletines, relatos gore, pulp fiction), mientras cavila las exhortaciones existenciales y morales de sus estrafalarios protagonistas, el lector cree escuchar la risa irónica del propio Fonseca desde la trastienda, dispuesto siempre a la parodia porque lo que pretende en realidad es invitarnos a todos a cuestionar el sistema, a declarase en rebeldía contra la sociedad de consumo que nos acalla y nos somete, contra la gran maquinaria social que nos despersonaliza con su moral sexófoba y su discurso unívoco y nos empuja a ser violentos y a ser promiscuos: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”, dice el escritor Gustavo Flavio, su alter ego en Bufo & Spallanzani, y es que su Santa Trinidad no es otra que ambigüedad, parodia y subversión, dignas consignas del gran arte del maestro Zé Rubem, del indiscutible maestro Fonseca, Premio Camoens 2003, el único que hasta la fecha ha sido capaz de salir ileso de las tentaciones de la literatura a un tiempo endogámica y desbocada, de las entrañas del poder y de las perversas leyes del deseo. ~
EN REVISTA "EL DESCONCIERTO"
CRÓNICA NEGRA| Rubem Fonseca, un clásico del policial latinoamericano
Por: Ramón Díaz Eterovic, escritor | Publicado: 18.04.2020
CRÓNICA NEGRA| Rubem Fonseca, un clásico del policial latinoamericano|
El pasado 15 de abril, a los 94 años, falleció Rubem Fonseca, uno de los grandes de la novela negra brasileña y latinoamericana. Entrar a su universo es hacerse parte de una narrativa compleja y atractiva; de una poética de la violencia orientada a describir los brillos y las sombras de la condición humana.
Por los años 80 del siglo pasado, el escritor Carlos Olivarez me pasó la novela de Fonseca Pasado negro. Tienes que leerlo, me dijo, y nunca más dejé de hacerlo porque Rubem Fonseca es un autor adictivo, una fuerte droga literaria de la que uno siempre quiere más. Años atrás costaba ubicar sus libros, pero últimamente ellos se encuentran en librería gracias al trabajo de la Editorial Tajamar que ha estado traduciendo y publicando sus principales novelas y libros de cuentos: El gran arte, Vastas emociones y pensamientos imperfectos, Agosto, El cobrador y otros títulos más. El año pasado Tusquets publicó sus cuentos completos en tres gruesos volúmenes.
De Rubem Fonseca siempre se supo poco. Nació en 1925 en el Estado de Minas Gerais, estudió Derecho y Administración, trabajó en la policía y cerca de los cuarenta años decidió empezar a escribir o a publicar. Su primer libro fue El informe Morel. Entrar al universo de Rubem Fonseca es hacerse parte de una narrativa compleja y atractiva; de una poética de la violencia orientada a describir los brillos y las sombras de la condición humana. Su estilo es duro, crítico, despojado de toda concesión al sentimentalismo y recrea situaciones públicas y privadas en las que la maldad parece no tener límites.
Dos de sus novelas más importantes son El gran arte y Vastas emociones y pensamientos imperfectos. La primera tiene como protagonista a Mandrake, uno de los personajes recurrentes y emblemático de Fonseca. Mandrake es un abogado algo escéptico, aficionado al ajedrez, a las copas y a las amantes simultáneas. Un buen conocedor de la marginalidad que hace oídos sordos al consejo que suele darle su socio Wexler: “Somos abogados, la verdad no nos interesa, lo que importa es defender al cliente”. A Mandrake le gusta buscar la quinta pata del gato y, por eso, cuando llega a su oficina una clienta interesada en conocer el paradero de una amiga, no vacila en aceptar el caso y salir tras los pasos de un asesino de mujeres. Durante su investigación Mandrake se relaciona con sicarios, policías corruptos y un millonario que oculta su verdadera personalidad tras la máscara de un eficiente ejecutivo bancario. Paso a paso, con más intuiciones que certezas, Mandrake penetra en las entrañas de la Oficina Central, organización que al amparo de una financiera se dedica al negocio de la prostitución y el tráfico de cocaína. La historia no es nueva, pero la manera como la cuenta Fonseca es sin duda sorprendente. El gran arte es un libro que no da tregua; tanto por su dosificado suspenso, como por la historia de cada uno de sus personajes, que despliegan una suerte de voz coral que lleva a conocer las profundas raíces de la criminalidad en la sociedad brasileña. Es un clásico de la novela negra latinoamericana y las décadas que han pasado desde su primera edición no han hecho mella en su vigencia y atractivo.
Vastas emociones y pensamientos imperfectos se centra en la figura de un cineasta contratado para filmar una película sobre la vida de Isaac Babel, narrador ruso judío que murió en las cárceles de Stalin en 1941, luego de escribir un notable conjunto de cuentos recopilados con los títulos de Cuentos de Odessa y Caballería roja. Sobre el fin de Babel hay muchas versiones y eso tal vez motiva a Fonseca a incluir en la entrega la posible existencia de un texto inédito de Babel. Junto con esto, el cineasta se ve envuelto en el tráfico de piedras preciosas mientras se realiza el carnaval de Río. Ambas historias se entrelazan, permitiendo actuar a una amplia galería de personajes extraños y desgarrados que se dejan llevar por sus pasiones y deseos de trascendencia o poder. El texto está construido sobre la base de fragmentos que van dando sentido a la historia, un erotismo que desborda todo el texto, un lenguaje simple y efectivo. Sin pausas, transita por la violencia, el sexo, la erudición literaria y el mejor suspenso.
Después de leer a Fonseca se puede concluir que escribió para provocar en sus lectores una suerte de malestar crítico hacia el mundo que los rodeaba. Sus libros son bofetadas que dejan huellas y su escritura es siempre punzante, con diálogos agudos y una acción que no da pausa. En el mundo que nos presenta no hay buenos ni malos, porque no hay límites éticos y hasta el amor está supeditado al engaño o al dinero. El mundo de Fonseca es violento como un callejón en el que solo se pueden encontrar sombras o el filo de un cuchillo manejado con destreza.
EN "LA INSIGNIA" (EL VIEJO TOPO)
https://www.lainsignia.org/2001/marzo/cul_014.htm
5 de marzo del 2001
Vastas emociones y pensamientos imperfectos
Ferran Gallego
El Viejo Topo, nº 150. España, marzo del 2001.
De esta forma: "vastas emociones y pensamientos imperfectos", Rubem Fonseca titulaba una de sus obras, refiriéndose a la consistencia insegura de los sueños, a su materia inexpresiva. A tientas, en la noche, ese ser torpe que nos encarna en la sombra trata de llegar a las figuras lacias que llenan las horas del sueño. Trata de caminar por la superficie tersa y silenciosa, que a veces interrumpen los sobresaltos de la ciudad despierta. Vastas emociones y pensamientos imperfectos aparecen en las horas nocturnas, nos señalan un rumbo incierto por donde llegar hasta la madrugada, hasta el momento en que la luz se disperse por el cuarto y devuelva el perfil a los objetos, la exactitud a las distancias.
El ciclo está cambiando. Durante casi veinte años, hemos transitado por un viaje al fondo de la noche. En los años ochenta, la dimensión de la derrota no afectó sólo a los comunistas. Desguazó la columna vertebral de los valores genéricos de la izquierda. Normalizó la explotación, la desigualdad y la competencia implacable entre los individuos, naturalizó las relaciones de clase convirtiendo cualquier resistencia en una desdeñable operación de nostalgia, cuando no en una reprobable defensa del terror y la corrupción del "socialismo real". El volumen de la derrota de la izquierda fue tan vigoroso porque no se limitó a señalar quién tenía más fuerza, sino que llegó a desarbolar las razones de los vencidos. En otros momentos, en otras horas nocturnas y silenciosas, bajo la represión que siguió a la Comuna o bajo la barbarie del fascismo, la izquierda conservó el nervio de su resistencia, sin desmoralizarse en la opinión de que sus argumentos ya no eran válidos. Lo peor de lo ocurrido desde la caída del muro ha sido la asunción de una derrota en los términos de una deslegitimación de los propios motivos de combate. Lo peor ha sido la doble actitud, tan complementaria, en la que unos decidieron peregrinar a los paraísos artificiales de las terceras vías, mientras otros se instalaban en la conmovedora e inútil veneración de unos recursos ideológicos inservibles, yaciendo en la intemperie y la desnutrición de las verdades inmóviles, saqueadas por la erosión de la realidad.
La izquierda ha tenido que viajar en tercera clase, alojarse en los pabellones de los miserables, abandonar las confortables sesiones de análisis autocomplaciente para entender hasta qué punto estaba deteriorada su capacidad de entender su propio mundo. Para entender de qué manera confundía la realidad y el deseo, los monstruos que soñaba con la razón que los producía. La izquierda ha tenido que asistir al espectáculo del desmoronamiento de un sistema en el que reposaba buena parte de su confianza moral para volver a interrogarse sobre su identidad. En los malos momentos, la cultura de la resistencia ha preservado un espacio indispensable. Ha tenido que devolver el sentido originario a las palabras, porque éstas no sólo son vías de comunicación, sino también formas de conocimiento. Cuando todo el mundo exigía que los comunistas se disolvieran, algunos tuvieron el coraje moral de mantener una tradición, de no renunciar a una experiencia que ha recorrido generaciones distintas, que ha ido acumulándose hasta formar un relieve en el paisaje estéril del capitalismo. Algunos han preservado el lenguaje, los signos, la memoria, para entregarlos a los jóvenes que quieren empezar este siglo sin hipotecas, pero que deberían hacerlo en compañía del recuerdo de una lucha centenaria.
En un relato de Stefan Zweig, "La colección invisible", se explica el drama de un pequeño funcionario, que a lo largo de su vida va acumulando grabados de artistas notables, acumulando la mejor colección de Alemania. Una enfermedad le hace perder la vista y, al llegar la hiperinflación de los años veinte, su familia va vendiendo los grabados y sustituyéndolos por páginas en blanco. Al cabo de unos años, los álbumes que contenían los trabajos de Rembrandt, de Mantegna, de Durero, se han convertido en los sepulcros de una serie de hojas vacías. Sin embargo, el anciano funcionario enseña con orgullo la colección a sus visitas, creyendo que los genios renacentistas y barrocos continúan llenando sus carpetas. A veces, la izquierda se ha comportado como ese coleccionista ciego, creyendo disponer de unas imágenes que la justificaban por sí mismas. La izquierda ha creído que las respuestas estaban en esa carpeta de hojas pálidas, a salvo de la temperatura y la humedad ambientales. La función de la izquierda no es arrojar el álbum al fuego, sino volver a llenarlo, recuperar las secuencias verdaderas de su trayectoria.
Eso implica una tarea de búsqueda incesante, que vuelva a contaminarnos con lo que ocurra fuera de los recipientes de alta seguridad ideológica. En primer lugar, comprender el tipo de derrota que se ha sufrido y las condiciones de acumulación de fuerzas en que nos encontramos. No basta con una aceptación genérica del retroceso. El sentimiento de culpa pertenece a otras culturas. La nuestra nos exige la definición de los errores. La izquierda ha gobernado, ha sido poder, ha legitimado con su discurso formas de Estado, maneras de administrar los asuntos de todos. La izquierda se ha organizado de formas determinadas, ha concebido la política y la estrategia de acuerdo con unos principios que han cobrado cuerpo en partidos, en sindicatos, en instrumentos diversos de acción, resposables del perfil de gobiernos y oposiciones, de poder y de movilización. La referencia al pasado ha servido, unas veces, para establecer una dinámica absorta de fieles y reliquias. Otras, para trenzar el diálogo atroz del paciente y del psicoanalista. Se trataría, más bien, de examinarnos para acumular saber, no para darnos falsa seguridad ni para flagelarnos hasta que nos asomen las costillas. Sencillamente, entender por qué una izquierda que dispuso de potentes antenas de recepción de acontecimientos sociales, de valiosas neuronas para dar coherencia a la información y de músculos enérgicos para modificar la realidad, ha podido ser contemplada como un vejestorio autista, encerrado en un misterioso mundo de recuerdos sombríos y palabras en desuso. Comprender, en definitiva, por qué tanta gente nos ha dado la espalda y se ha refugiado en el apoliticismo, en la cínica contemplación de una historia inmutable, en la indiferencia ante nuestros actos y en el desprecio de nuestras propuestas.
Se trata, además, de entender el ciclo histórico en el que estamos. Porque eso es lo que la izquierda útil ha hecho en otros momentos, lo que hicieron, sin ir más lejos, esos jovenzuelos que redactaron el Manifiesto Comunista y que han sido citados, manoseados, ensuciados y pervertidos durante tantos años. No se trata de recuperar la letra, sino el talante intelectual de Marx y Engels, de los primeros socialistas, de los trabajadores que luchaban tratando de integrar su combate concreto en la literalidad de La Internacional. Aceptemos, de una vez, que el capitalismo fordista ha concluido, que hemos cruzado una línea histórica de no retorno, que el enemigo de clase ha organizado las condiciones de explotación de una forma estructuralmente distinta a la de los años comprendidos entre la Gran Guerra y la caída del muro. Descubramos que la fuerza "agregadora" que tenía la socialización en el capitalismo de fábrica de productos duraderos ha terminado. Que las formas de alienación social que acompañan la explotación de este nuevo siglo son distintas. Aceptemos el dominio de un capitalismo difuso, en el que los productores y los consumidores están separados, donde los asalariados se fragmentan en círculos concéntricos cada vez más alejados del obrero con trabajo fijo, que experimenta la explotación en la gran empresa, tomando conciencia de clase en compañía de centenares de obreros de su misma condición. Aceptemos el porcentaje de cada forma de explotación concreta en el balance de los recursos de alimentación del sistema. Las consecuencias de este análisis deben conducir a rupturas políticas con el pasado, pero son el territorio fértil para recuperar lo que en política es iniciativa: anticiparse a los movimientos del adversario, elegir el terreno del conflicto.
Lo que nos exige esta nueva etapa es demostrar que somos capaces de resolver problemas concretos de la gente partiendo de análisis globales. Hasta ahora, en esta fase de pérdida de posiciones tan prolongada, la izquierda se ha limitado a lanzar discurso contra el sistema. De lo que se trata es de buscar formas operativas para acumular fuerzas, que procedan de luchas y victorias parciales. Se trata de ejercer el reformismo anticapitalista y mantener la tensión moral del discurso contra las formas de organización general de la explotación. Hay ejemplos de cómo hacerlo. Cuando la izquierda se organiza para luchar por la semana de 35 horas, golpea el vientre del sistema, es capaz de luchar contra la plusvalía, de hacer visible la posibilidad de generar empleo, de reducir el tiempo de trabajo y aumentar el de ocio, de crear una coherencia entre el desarrollo técnico y las necesidades humanas, de situar la lucha en una estrategia internacional. Cuando esta demanda se convierte en sentido común de la mayoría de los trabajadores, ya se ha obtenido un avance importante. Si se consigue su aprobación por ley, se ha ganado una batalla que tiene carácter anticapitalista, aunque no destruya el sistema de un día para otro. Cuando se defiende el presupuesto participativo, cuando se señala que los mismos recursos pueden gastarse de otra forma, se están poniendo las condiciones de una movilización de las clases populares que afectan a su calidad de vida; que, sobre todo, adquieren el perfil de algo posible, que sólo deja de realizarse por la falta de voluntad del poder, lo ejerza quien lo ejerza. Si esa batalla se gana, la lucha por la recalificación de la democracia se convierte en sentimiento compartido de una mayoría que sabe que ha ganado, que ha conseguido mejorar en lo inmediato su capacidad de participación y sus condiciones de existencia.
En el diagnóstico de las nuevas condiciones del ciclo, hay signos de un cambio de correlación de fuerzas. Lo que ha ocurrido en Davos y en Porto Alegre muestra la pérdida de confianza de la burguesía y la recuperación de las señas identificativas de una izquierda amplia, que suma diversas tradiciones, que se encuentra en un objetivo común, sea cual sea su procedencia. Porto Alegre es una acumulación de saber social, de experiencias convertidas en propuestas de acción inmediata y de luchas que se metabolizan como armas teóricas para la razón de la izquierda, después de tantos años en que sólo ha habido las razones de la derecha. No se parte de cero, sino de miles de acciones fragmentarias que se suman para dar un nuevo semblante a la expresión de una izquierda global. El miedo de la derecha procede de esa potente renovación, de la capacidad de sumar conocimiento que puede surgir de esa nueva internacional. El miedo de la burguesía procede de ese temor a dejar de ser la gestora del único mundo posible. El miedo del enemigo de clase es que nadie le crea, en que su capacidad de convencer se desarticule para dejar al desnudo sólo su capacidad de dominar.
En muchas ocasiones, la expresión del anticapitalismo es sólo una intuición prepolítica. En otras, se vertebra de formas distintas a las que estamos acostumbrados. Da igual. Lo importante es saber que hay un tren en marcha, al que va subiéndose gente diversa, con equipaje distinto, pero sabiendo que es su tren hacia el futuro. Lo importante es que haya un tren de marcha lenta, al que se van subiendo luchadores de lenguas diversas, de razas distintas, de tradiciones políticas diferentes, después de tantos años en que las locomotoras de la izquierda yacían en los cementerios enmudecidos donde el metal se oxida. Lo importante es que el discurso del liberalismo está adelgazando, que su valor de cambio se degrada, que su capacidad de convicción de envilece. Que los jóvenes no se lo creen, que los campesinos lo desdeñan, que los consumidores condenados a nuevas epidemos alimenticias lo empiezan a despreciar, que los ciudadanos que asisten al espectáculo de la ley de extranjería empiezan a comprenderlo en su dimensión brutalizante. Lo importante no es sólo que muchos no quieren ser ya víctimas, sino que hay una mayoría que no quiere asumir la función del verdugo activo o del espectador indiferente. Lo importante es que el nuevo siglo nos pide estar a otra altura, distinta a la resignación de hace unos años, al entusiasmo sin dudas de hace algunos decenios. Nos exige humildad para aprender de todas las experiencias, negarnos a ser cómplices de cualquier mecanismo de manipulación. Nos exige que no haya diferencias entre lo que prometemos y lo que hacemos. Nos pide que resolvamos los problemas reales, pero que no utilicemos el sufrimiento a corto plazo para conformarnos con las soluciones a medias o para unos cuantos.
¿Seremos capaces de organizarnos de esta forma? ¿Seremos capaces de convertir las vastas emociones y los pensamientos imperfectos en algo más sólido, que supere el material tenue de los sueños para adquirir la solidez de la esperanza? Y hacerlo con el talante adecuado. Si antes utilizaba un cuento de Zweig, tal vez nos sirva ahora Thomas Mann, sus palabras al describir cómo se sentía un escritor cuyo manuscrito se ha perdido en un desastre ferroviario: "Me di cuenta de que volvería a empezar desde el principio. Sí, con paciencia animal, con la tenacidad de una criatura primitiva a la que alguien le ha destrozado la obra prodigiosa y complicada fruto de su diminuta inteligencia y aplicación, pasado el primer instante de confusión y perplejidad volvería a comenzarlo todo de nuevo, y quizás esta vez me resultaría algo más fácil."
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