Empezamos el curso 22-23 de nuestro taller de lectura "Libros para entender el mundo". Nos vemos este miércoles con la primera... Un libro extraordinario: "Léxico familiar" de Natalia Ginzburg.
Adjunto algunas reseñas y entradas de blog que pueden iluminar la lectura. ¡Hasta el miércoles!
JAVIER APARICIO MAYDEU EN "LETRAS LIBRES"
En Léxico familiar (1963), su obra más admirable, leída hasta la saciedad en varios idiomas desde su aparición, se reúnen las razones de la narrativa entendida como catarsis y las pequeñas virtudes del narrador de raza que no necesita de alardes técnicos o laberínticas intrigas para ganarse a un lector que ella convierte párrafo a párrafo en su compañero de viaje, en su amigo invisible. La vasta cultura de Natalia Levi, de otro lado –nacida del entorno familiar, de su esposo Leone Ginzburg, incansable antifascista turinés, y de Cesare Pavese y sus amigos de la editorial Einaudi, en la que trabajó tantos años– no la condujo a la hojarasca retórica, sino al esmero de querer narrar acariciando los detalles y haciendo de su entorno cotidiano y de su universo emocional un lugar que el lector, sin saber muy bien cómo, hace suyo. Pertrechada con infinitas lecturas de Proust, heredadas de su mamá, que le dieron el tono intimista y los mecanismos de la memoria afectiva, Ginzburg relata aquí su infancia envuelta en la vida cotidiana de una familia judía y antifascista en los tiempos revueltos de Mussolini y la tiranía nazi en que la ideología pudo con la vida humana. Luminosa en algunas páginas llenas de griterío y de color, esa infancia se oscurece en otras por la rigidez con la que Beppo Levi, su padre agridulce, ateo y librepensador, conduce su educación y la de sus hermanos. Y llegado el momento de los sombríos episodios del destierro a los Abruzzos con Leone y sus niños pequeños, la muerte del marido en la cárcel de Roma o el suicidio de su amigo Pavese (“Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía a vernos a Leone y a mí comiendo cerezas, ya hablaba de ello”) la obra podría adquirir unos tintes melodramáticos que Ginzburg evita siempre desde la contención narrativa. Léxico familiar teje con palabras un tapiz sentimental que en ocasiones avanza parsimonioso porque conviene elegir adecuadamente la palabra que mejor convenga en cada encrucijada del recuerdo. Se diría que las palabras de Ginzburg saben que están ahí, en las líneas de la página, cumpliendo a rajatabla con su papel trascendente y testimonial. En las palabras que un día se escucharon o se pronunciaron, como en las imágenes o en los olores, se agazapa nuestro pasado, y ellas parecen determinar el paso del tiempo y nuestra propia identidad. Así, en “Las relaciones humanas”, uno de los ensayos recogidos en su célebre Las pequeñas virtudes (1962), que habría que entender como un texto a todas luces precursor de su novela Léxico familiar, la autora de Nuestros ayeres (1952) escribe que “entramos en la adolescencia cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles”. El tejido verbal de las palabras sustenta el tejido social de las relaciones personales (“en el centro de nuestra vida está el problema de nuestras relaciones humanas”, señala en su ensayito de Las pequeñas virtudes), y es en la infancia cuando se aprende esta lección que Ginzburg ilustra en Léxico familiar, un ejercicio narrativo de autobiografía que su autora, sabedora de las traiciones de la memoria y de aquella máxima que Gabo no se cansa de repetir –a saber, que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos, y el recuerdo bebe del mismo venero que la imaginación– arrima a la ficción subrayando que “sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”. Las anécdotas y vicisitudes aquí narradas de sus hermanos, de los Balbo, de las charlas en el Café Platti de Turín, frente a Einaudi, de su amiga Lisetta (que “no había cambiado demasiado desde la época en que montábamos en bicicleta y me contaba las novelas de Salgari”), de sus hermanos Gino o Mario con trajes nuevos del sastre Maccheroni, de su tío Silvio musicando poemas de Verlaine, se dan la mano con las de Madame Verdurin, Odette o monsieur Swann. Ginzburg, esa voz atormentada y sutil que atesora buena parte de la grandeza narrativa de la literatura italiana contemporánea, aprendió de sus inicios neorrealistas y se convirtió en una retratista excepcional que fotografía con palabras con tal precisión que llegamos a pensar que formamos parte de la imagen que leemos, y que también nosotros recordamos haber visto cómo “a medianoche, Pavese cogía su bufanda del perchero, se la echaba rápidamente al cuello y cogía el abrigo. Se iba por la avenida Francia, alto, pálido, con las solapas levantadas, la pipa apagada entre sus dientes blancos, su paso largo y su huraña espalda”. Léxico familiar, novela de poderoso magnetismo, resulta una amalgama de fraseos simples, palabras justas, irónicas sutilezas y proustianas banalidades aparentes que en realidad recrean la psicología de todo un mundo, costumbrismo en el más alto sentido de la palabra, terrores personales que menguan cuando se narran, la música callada de un debate insinuado entre el valor de la acción y el valor de la palabra (estás páginas son también las memorias de una mujer de acción y de palabra) o una reflexión no confesada acerca de la soledad y del diálogo con uno mismo a través del acto de escribir.
Más allá de su posición central en la cultura italiana de la segunda mitad del XX, leyendo manuscritos de Calvino, Primo Levi o Elsa Morante, coetánea de Bassani y actriz en El Evangelio según San Mateo de Pasolini, no existe duda de que las musas del arte le concedieron el don de la palabra, que ella supo enseguida aplicar con esmero a la tarea de escribir para sentirse viva, en realidad para confesar que ha vivido, y confesárnoslo de la mano del discreto encanto de la autobiografía que siempre acompañó su obra, desgarradora, porque vivió un infierno, y a un tiempo entrañable, porque escogió contárnoslo con una afectividad redentora, con las palabras convertidas en un cielo protector.
LARA SISCAR EN ZENDALIBROS
Natalia Ginzburg, léxico familiar o el respirar de las palabras
22 Jun 2016/LARA SISCAR / Natalia Ginzburg
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Natalia Ginzburg
“¡La de veces que he oído contar esa historia!”.
Así se cierra Léxico familiar. Natalia Ginzburg escogió de ese modo la mejor manera de terminar. Así enlaza con el inicio de la novela y también con lo que se intuye fuera de ella. Porque esta autobiografía es una novela. Lo dice ella: “Sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”. Cuando Natalia Ginzburg se retrata en estas páginas no miente, aunque inventa.
Nació en Italia en 1916 con apellido inequívocamente judío, Levi. Lo de Ginzburg le vino por su marido. En esta, que es su historia, Natalia apenas se mira directamente. Siente pudor por prestarse atención, se avergüenza al concederse un lugar preferente. Como la gente sensata. Como quien tiene la vida con todo su contexto siempre en mente.
Si hay fragmentos novelados en Léxico Familiar es imposible reconocerlos porque la autora respeta los nombres reales haciendo de sus personajes, personas. Con un lenguaje falsamente sencillo y exento de piruetas retrata el día a día de una familia instruida y de clase media en la Italia más despreciable del siglo XX. Natalia Ginzburg cuenta con un entorno altamente épico: el surgimiento, encumbramiento y derrumbe del fascismo. Y lo que conlleva una guerra. Y la resistencia. Y algunas sangrantes pérdidas.
Es la historia del constante discurrir del día, de todos los días, aunque uno se desespere por intentar detener un momento la vida. Y eso hizo alguno de los que salen en esta novela-biografía, pararse la vida. Pararse en la vida. Vamos por partes.
"En Léxico familiar se trata con el mismo estilo directo y la misma carencia de sentimentalismo las situaciones más dramáticas o las más cariñosas."
Natalia Ginzburg narra cómo era su existencia en una casa en la que nunca sobró el dinero pero jamás faltó una criada. Giuseppe Levi, profesor de Anatomía, reputado investigador en Histología y Biología y amante de la montaña intenta dirigir con mano dura una familia de cinco hijos, tres hombres y dos mujeres, y una esposa tendente al infantilismo capaz de sentir celos de las amigas de sus hijas. La autora retrata a su madre, Lidia Tanzi, como una señora vivaracha y dispuesta al disfrute, dulce e inasequible a la amargura. De lo escrito sobre sus actos también se trasluce, o al menos así puede entenderse, que la madre de Natalia Ginzburg fue una mujer educada para ser una dama, poco dada a cualquier actividad práctica y con un juicio más propenso a crear atmósferas ficticiamente amables que a encarar la realidad tal cual. Hubo una época, no tan lejana, en la que eso se consideraba encantador. No hay que olvidar que hablamos de principios del siglo XX. No es mi intención señalar a la mujer con excesiva dureza por resultar irritante. Que lo resulta. Pero esa no es la cuestión.
La familia Levi-Tanzi promulgaba ideas socialistas y tanto el padre como los hermanos, Gino, Mario y Alberto, fueron detenidos y procesados durante el régimen fascista. En Léxico familiar se trata con el mismo estilo directo y la misma carencia de sentimentalismo las situaciones más dramáticas o las más cariñosas. Y de eso está hecha también esta obra. De las tragedias y de las anécdotas. De la cárcel y los chistes de sobremesa. De los recuerdos agarrados con las uñas a la mente de la autora.
“¡La de veces que he oído contar esa historia!”.
El espacio para la Natalia adulta es escaso. Se nota en sus recuerdos el apego por la infancia. O tal vez no sea apego. Es posible que se trate de nostalgia. Una nostalgia que pesa. En cuanto a la Natalia mayor, concede parte de su historia a la del primer marido con cuyo apellido firma, Leone Ginzburg. Un judío ruso, intelectual, profesor de literatura y antifascista practicante, a quien conoció a través de sus hermanos. A su padre no le acabó de gustar.
“Pero es muy feo – dijo mi padre-. Ya se sabe, los judíos son todos feos.” “¿Y tú? – le preguntó mi madre -. ¿Tú no eres judío?” “De hecho yo también soy feo”, respondió mi padre.”
Más allá de su escasa fotogenia, se ve que Ginzburg era un hombre callado y reflexivo. O eso se entiende de la siguiente afirmación, no falta de ironía: “Sabía escuchar a los demás con gran atención, incluso cuando estaba profundamente ensimismado pensando en sí mismo”.
No hay nada sobre su enamoramiento, si es que se dio. Ni sobre cortejo alguno. Después de una breve descripción del origen, carácter e inquietudes de aquel hombre en apenas una página, dedica una frase a su historia juntos: “Leone y yo nos casamos y nos fuimos a vivir a la casa de la calle Pallamaglio”.
"Natalia Ginzburg vivió años difíciles y supo retratarlos. También los aprovechó."
Ginzburg, políticamente activo, fue enviado al destierro por Mussolini y Natalia con él, desde 1940 hasta 1943. Cuando volvieron a Turín, al ruso se le detenía por precaución cada vez que acudía alguna autoridad política. En 1944 se trasladaron a Roma. Por fin creyó Natalia que podrían vivir felices. Eso dice. Aunque también sostiene que su marido dirigía un periódico clandestino. Lo detuvieron a los 20 días y murió torturado en la cárcel. Eran los tiempos de la ocupación alemana. Antes de todo eso les dio tiempo de tener tres hijos.
Cuando esto ocurre, Natalia ya está ligada a la editorial Einaudi, donde además de Ginzburg se daban cita otros intelectuales igualmente disconformes con el régimen de Mussolini. Italo Calvino, Elio Vittorini o el que se convirtió en su gran amigo, Cesare Pavese, poeta, novelista, traductor y crítico. Uno de los mejores escritores italianos de su siglo.
Tras el anuncio al lector de la muerte de su marido, ni una palabra sobre ella y sus sentimientos. Nada. No quería ser personaje principal de su historia. La pena se proyecta en el sufrimiento de Cesare Pavese. “Había sido su mejor amigo. Seguramente enumeraría aquella pérdida entre las cosas que lo desgarraban”. Un desgarro que se sumó a otros que ya llevaba de antes y a otros que le llegaron después. La cuestión es que todo junto empujó a Pavese al suicidio en 1950. “Había hablado durante años de suicidarse. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y venía, comiendo cerezas, a vernos a Leone y a mí ya hablaba de ello.” Cesare Pavese se guardaba las cerezas en el bolsillo de la chaqueta.
Lamenta Natalia que tras su muerte no queda rastro de la ironía, la sonrisa maligna que Pavese guardaba para sus amigos. Sólo para sus amigos, ya que “al amor y a la escritura se entregaba sin embargo con un estado de ánimo tan enfebrecido y tan calculado que nunca sabía reírse de ellos ni llegaba a ser él mismo por completo”.
Léxico familiar, de Natalia GinznburgLas palabras dedicadas a Pavese en la última parte de Léxico familiar son también las más sentidas. Tal vez por cercanas. Tal vez por la contención mantenida cuando habla de ella y de su familia durante toda la escritura. Como una exhalación última después de mucho aguantar la respiración. Con este ejemplo de escaso sentimentalismo narra la desaparición de los padres de su cuñada durante la deportación sistemática de judíos a los que “habían apresado como a muchos desventurados que no habían creído en la persecución”. No creyeron necesario esconderse porque eran gente tranquila, como muchos otros. ¿Qué iban a hacerles? Los alemanes se llevaron “a la madre bajita, cándida, alegre y enferma del corazón; al padre alto, gordo y tranquilo.” Jamás volvieron a saber de ellos.
Natalia Ginzburg vivió años difíciles y supo retratarlos. También los aprovechó. Se expandió en su obra y en sus amigos y, aunque tanto escribió sobre ella misma, se la puede ver haciendo de otra, de María de Betania en Los Evangelios según San Mateo de Pasolini, otro de sus acompañantes en la vida.
Y así en una época en la que “todos creían ser poetas, y todos pensaban ser políticos”. Ella supo serlo en la medida justa en la que lo requirió la necesidad de desbordamiento. Pero insisto, lo justo. Un grito sostenido en el tiempo “después de tantos años en que pareció que el mundo había quedado enmudecido”.
Y no parecía que el fascismo fuese a acabar pronto… apuntó Natalia.
“¡La de veces que he oído contar esa historia!”
EN EL BLOG ELMOMENTODERAQUEL
Lo que más me ha gustado: lo identificada que me he sentido con Natalia, con su fragilidad confesa, con su familia, con ese léxico familiar que me ha hecho reencontrarme con mi propio léxico familiar. Me gustan los libros que me llevan a conocerme mejor, a plantearme preguntas. En este caso me he preguntado: "¿cuál es el mío?"
Lo que menos me ha gustado: ¿Tengo que decir una? Allá va: buscaba en este libro encontrar respuestas a la vida más sentimental de la Ginzburg. ¿Qué fue lo que le enamoró de su marido? ¿Cómo vivió su maternidad? ¿Cómo aprendió a convivir con el dolor, la decepción, la muerte? Ninguna de estas preguntas son contestadas de forma directa. No puedo culparla. Ella misma adelanta en su prólogo que “Ésta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia”.
«Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta con decir: «No hemos venido a Bérgamo a hacer campamento» o «¿A qué apesta el ácido sulfhídrico?», para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras». (Pág. 37)
Normalmente, cuando quieres explicar de qué va un libro, comienzas por el principio: "Érase una vez una mujer nacida en el seno de una familia judía... bla, bla, bla". Sin embargo, con Léxico familiar hay que empezar por el final: «¡La de veces que he oído contar esa historia!» Esta frase que pronuncia el padre de Natalia Ginzburg, y con la que acaba el libro, resume su esencia pues la historia de Natalia podría ser nuestra historia con ese padre gruñón, esa madre siempre activa y esas palabras que vuelan por la casa de un lado a otro y que, a veces de forma inconsciente, se quedan grabadas formando nuestra identidad, nuestra memoria, nuestra historia, uniendo todo como el pegamento.
Y es que de esto trata Léxico familiar, escrita en 1963, y que contituye una de las mejores novelas de Natalia Ginzburg, y también una de las más conocidas, de corte autobiográfico, que no histórico, como la propia autora aclara en el prólogo. Natalia Ginzburg en su día fue relegada a un segundo plano precisamente por lo mismo que la ha convertido en una de las escritoras italianas más importantes del S.XX: su relato de los microcosmos familiares. Natalia no cuenta grandes historias con enrevesados giros, espectaculares momentos o dramáticos desenlaces, no porque no los viviese, sino porque ella prefería observar la realidad con la lupa que aumenta los pequeños momentos del día a día, las cotidianidades tan necesarias como imprescindibles para entender un país o una vida. La Ginzburg nos abre la puerta de su casa haciéndonos sentir a veces incómodos ante tanta intimidad, como si a escondidas estuviésemos levantando el visillo de su ventana para observar a su familia o como si sigilosamente estuviésemos pegando la oreja al tabique de nuestro salón para escucharles gritar, discutir, reír y hablar, hablar y hablar.
Pero Léxico familiar también es el testimonio imprescindible de un país: Italia; de una época: la llegada del fascismo de Mussolini y el estallido de la Segunda Guerra Mundial; y de un sector de la población: los judíos y los antifascistas. Natalia, nacida en el seno de una familia judía (su apellido de nacimiento, Levi, ya nos da una pista clara) de fuertes convicciones antifascistas, es la menor de cinco hermanos -en otra ocasión publicaré un post con su biografía, para los más curiosos-. Por su hogar, ya desde pequeña, ve entrar y salir continuamente a futuros políticos, activistas e ideólogos socialistas, comunistas y antifascistas; a algunos los refugiaron en su propia casa; muchos murieron o se exiliaron durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el libro, en la cuidada edición de Lumen, incluye una addenda de notas de la traductora con aclaraciones sobre la identidad de los personajes que van apareciendo.
«Paola no estudiaba, pero a mi padre no le preocupaba, pues era una chica. Él tenía la idea de que no pasaba nada porque las chicas no tuvieran ganas de estudiar, pues después se casaban.» (Pág. 84).
Giuseppe Levi
Natalia nos habla con un tono de ironía y de nostalgia de ese padre políticamente progresista pero socialmente conservador que preveía para sus hijas un único futuro, a saber, casarse y ser mantenidas económicamente. Sin embargo, Natalia consiguió lo que en esa época pocas mujeres lograban: contar con sus propios recursos gracias a su escritura. Giuseppe, conocido en el entorno familiar como Beppino, tenía un carácter despótico y temperamental con unos arrebatos que explotaban de repente por los motivos más nimios, convirtiendo la convivencia de esa casa en una “pesadilla” en palabras de la propia Natalia. Beppino les llamaba “palurdos”, “cataplasmas”, tronaba como Neptuno con su tridente: «¡No hagáis groserías!», «¡No hagáis mejunjes!», dando miedo a todo el mundo. Sin embargo, Natalia no nos transmite ese ambiente de terror en su relato sino que lo asume como una cualidad más de su padre que se equilibraba con otras muchas virtudes.
«Mi madre no había elegido ninguno de esos dos mundos (el científico al que pertenecía su marido y el cultural que adoraban sus hijos), pero vivía un poco en uno y un poco en el otro, y en ambos estaba con alegría, porque su curiosidad nunca rechazaba nada, se nutría de todo tipo de bebida o de alimento.» (Pág. 74)
Con un tono más dulce y tierno recuerda a su madre, esa mujer que discutía con todo el mundo pero que luego hacía como que no pasaba nada. Lidia era una mujer con muy poco contacto con sus emociones que, a diferencia de Beppino, que manifestaba su cariño a través de una exigencia y una dureza constantes, ella lo hacía a través de su ingenuidad: “Mi madre era muy inconstante e inestable en sus simpatías y relaciones: o veía todos los días a alguien o no quería verlo nunca”. Era una apasionada de las historias: recitaba, cantaba, componía poesías de un toque casi infantil pero culto y relataba anécdotas de todos sus conocidos. Lidia conserva la ingenuidad infantil, la visión curiosa del niño, que le hace parecer a veces poco inteligente pero muy práctica: “la tristeza se le pasaba pronto. Por la mañana se levantaba cantando e iba a encargar la compra” (Pág. 95). Preocuparse no entra en sus planes, no sabe sobrellevarlo, y por eso está constantemente haciendo cosas, aprendiendo, haciendo y deshaciendo, con esa hiperactividad tan propia de algunas madres.
Natalia, frente a toda esa familia gritona, comprometida, sociable, se muestra como una niña retraída centrada en sus libros (aunque era una pésima estudiante), en sus poesías y en sus novelas. Su madre siempre la mantuvo al margen de los conflictos familiares “Mi madre a mí no me contaba nada, porque me consideraba pequeña, y además decía que yo «le daba poco cordel»” (Pág. 105) con una actitud protectora incluso cuando Natalia ya estaba casada y tenía hijos. La distancia que todos en la familia mantenían respecto a ella por ser la más pequeña y la más reservada la aprovechó Natalia para convertirse en una meticulosa observadora, aguda y afilada, de cuanto sucedía a su alrededor. Tenía dos opciones: pasar de todo o analizarlo todo a fin de encontrar sus propias respuestas. Afortunadamente optó por esta segunda opción que, años después, la catapultaría al éxito como escritora.
Uno de los pasajes que yo, personalmente, más esperaba con avidez era el momento en el que conoce a su primer marido, el judío antifascista Leone Ginzburg. ¿Cómo lo relataría? ¿Daría detalles como que fue lo que le enamoró de él? Sin duda si esperaba encontrar algún detalle morboso o sentimental me equivocaba de todas a todas, pues la Ginzburg, con un minimalismo innato, hace entrar al que fue su primer gran amor casi de puntillas.
«Un día mi padre lo vio (a Mario, uno de los hermanos de Natalia) en la avenida Re Umberto con uno al que conocía de vista, un tal Ginzburg. «¿Qué es lo que hará Mario con ese Ginzburg?», preguntaba a mi madre.» (Pág.115).
Leone Ginzburg
Natalia no entra en detalles sobre cómo empezaron a hablar, se enamoraron o formalizaron su relación. Se limita a contarnos cómo su hermano Mario huye a Suiza evitando ser detenido por meter de contrabando propaganda antifascista y cómo en una posterior redada son detenidos su padre, sus hermanos Gino y Alberto y el propio Leone Ginzburg. Es especialmente emotiva esa imagen que la Ginzburg, a pesar de su frialdad en el relato y su tono cuasiperiodístico, nos crea al hacernos imaginar a su madre paseo arriba por la calle Re Umberto con los hatillos de comida y ropa en dirección a la cárcel y paseo abajo por la misma Re Umberto de regreso a casa con los hatillos vacíos de comida y ropa y el corazón lleno de incertidumbre y dolor.
“«Ginzburg es un hombre –dijo mi madre- cultísimo y muy inteligente, y hace unas bellísimas traducciones del ruso.» «Pero es muy feo –dijo mi padre-. Ya se sabe, los judíos son todos feos.» «¿Y tú? –le preguntó mi madre-. ¿Tú no eres judío?» «De hecho yo también soy feo», respondió mi padre.” (Pág. 115)
¿Acaso nos oculta Natalia la gran admiración que siente por Leone? No. Natalia, muy sutilmente, con esa discreción propia de su carácter, nos expresa el amor que siente por ese hombre. ¿Cómo? Haciendo uso de los puntos suspensivos, signo que apenas usa y que por ello nos llama la atención.
«Leone... Su capacidad de escuchar era inmensa. Sabía escuchar a los demás con gran atención, incluso cuando estaba profundamente ensimismado pensando en sí mismo». (Pag. 153)
«Leone... Su verdadera pasión era la política. Sin embargo, además de esta vocación, fundamental para él, tenía otras pasiones: la poesía, la filología y la historia». (Pág. 155)
Natalia y Leone.
Esos tres pequeños puntos contienen tantas cosas… Es un silencio parlanchín, hablador y evocador. Tres puntos que contienen amor y nostalgia; cariño y admiración; tristeza por no tenerle ya a su lado y alegría por haberle conocido. Nunca nadie había usado los puntos suspensivos con tanta magia. Leone introduce a Natalia en el fiel círculo que la acompañaría toda su vida, incluso tras su muerte: Pavese, Giulio Einaudi, Bobbio… Al salir de la cárcel contraen matrimonio, así de repente, pues en el relato no nos da más detalles. Y otra vez, como un jarro de agua fría en una noche helada:
«Leone había muerto un gélido febrero en el sector alemán de la cárcel de Regina Coeli, en Roma, durante la ocupación alemana». (Pág. 188)
Con la misma pulcritud, casi aspereza, con la Natalia nos anuncia la existencia de Leone, nos comunica su asesinato. Ni una lágrima en forma de palabra, aséptico como un telegrama. Las emociones que sintió por esa muerte no se atreve a enfrentarlas en el relato de forma directa sino que lo hace indirectamente a través de sus amigos, de la admiración que todos mostraban hacia él, de los retratos que colgaban de Leone en las paredes de sus despachos, o del mutismo que mantenían porque mencionar su nombre era desgarrador. Natalia nos habla a través del dolor de los demás e intenta, sin éxito, retener el suyo propio.
Pero, ¿cómo consigue Natalia convertir su léxico familiar en algo reconocible por nosotros, los lectores? Primero nos cuenta algo característico de alguien, por ejemplo, que su padre “temía que nosotros «comiéramos de gorra» en casa de otros”; no le basta con contárnoslo sino que después pone al personaje hablando sobre ese temor: “«¡Has comido de gorra en casa de Frances! ¡No me gusta!»” y a continuación nos repite una y otra vez esa característica: “mi padre protestaba: «¡Antipático! ¡Pero bien que has comido de gorra!».” (Pág. 88) De esa manera, cuando páginas después volvemos a ver a su padre aleccionando de nuevo “«¡No debéis comer de gorra!» no podemos evitar sonreírnos porque ya formamos parte de esa familia, ya Natalia nos ha hecho miembros de ella.
EN EL BLOG TIPOSINFAMES
El libro más fascinante de Natalia Ginzburg, por cuyas páginas autobiográficas se pasea en bata la historia de la Italia antifascista y donde brilla todo el talento de la autora. «Aunque esté basado en hechos reales, me gusta pensar que Léxico familiar va a leerse como una novela, pidiéndole a este libro todo lo que solemos pedir a la ficción.» Así se expresaba Natalia Ginzburg hablando de este magnífico texto que cuenta su infancia y su juventud, y donde aparecen los nombres reales de parientes y amigos, entre ellos Cesare Pavese y Elio Vittorini. Léxico familiar habla de los Levi, una familia judía y antifascista que vivió en Turín, en el norte de Italia, desde 1930 hasta 1950. Natalia era una de las hijas del profesor Levi y fue testigo privilegiado de los momentos íntimos de la familia, de ese parloteo entre padres y hermanos que se convierte en un idioma secreto. A través de este léxico tan peculiar vamos conociendo al padre y a la madre de Natalia, unas personas que inundan de vitalidad el libro; veremos también a los hermanos de la autora, a su primer esposo, a políticos de gran valía y a muchos de los intelectuales que animaban las tertulias en estas décadas tan importantes del siglo XX.
La crítica ha dicho...
«Ginzburg recrea los sentimientos y las relaciones, las simpatías y antipatías, los amores y odios de todas las familias, tan predecibles y caprichosos, pero también, una generación tras otra, la singularidad de los hijos.»
Italo Calvino
«Llegué a Natalia Ginzburg vestida con los trapos sucios del desarraigo. Ella se reveló ante mí como una mujer que vivía en mi cabeza sin saberlo. Ella me enseñó a lavar mi propia ropa, llorando.»
Karina Sainz Borgo
«Distante, divertida y melancólica. ¿De dónde viene su estilo? ¿Está conscientemente construido o inconscientemente ocultado? ¿Inventado o heredado? El sello de Ginzburg es inconfundible. [...] Ella nos dio un nuevo modelo para la voz femenina.»
Rachel Cusk
«Su obra cumbre. Autobiografía de infancia y juventud, se lee como novela. Por sus páginas pasea en bata la historia de la Italia antifascista de la mano de los Levy, su propia familia. Anécdotas cotidianas se mezclan con precisas y profundas reflexiones, rescatando los secretos y sucesos que se esconden en la intimidad de los que la rodean.»
Miguel Polo, Gentleman
«Léxico familiar son todas esas expresiones únicas que funcionan tanto como chistes privados como elementos de enorme capaz evocadora, capaces de volvernos niños en un momento sentados otra vez en el comedor familiar. Son las pequeñas historias que transcurren en la intimidad de la familia y que tanto significan para nosotros aunque las creamos olvidadas.»
Cuchitril Literario
«Una de las escritoras más influyentes del siglo XX. La sencillez de su estilo y la claridad de su prosa siguen seduciendo.»
Aloma Rodríguez, Ahora
«Natalia Ginzburg es una autora que hay que leer.»
Luis Soravilla
«Un libro fascinante y autobiográfico, por las páginas del cual se pasea en bata la historia de la Italia antifascista. Con su discreción y su sutileza habituales, Ginzburg siempre consigue hablar de nosotros cuando parece que en realidad habla solo de sí misma. Una escritora imprescindible en nuestra era.»
Gentleman
«No soy ella, pero aquí -en esta lectura, ante este libro-, por arte de literatura, me siento Natalia Ginzburg, quizá porque haya dicho algo de mí que yo no sospechaba, y espero que, al cerrar la última página de Léxico familiar, todos sus lectores nos reconozcamos en ella.»
Elena Medel
«Hay algo de Beckett en la prosa de Ginzburg; de Chéjov, que ella admiraba profundamente; y de las últimas obras de Shakespeare, donde la tragedia suele ocurrir entre bambalinas. Una de las ironías de la vida es que lo que convierte en soportable la tragedia es lo mismo que la hace insoportable: que la vida continúa.»
Cynthia Zarin
«La belleza cruda de la prosa de Ginzburg no nos deja apartar la mirada. Primero constatamos con emoción la calidad de su escritura y luego, inevitablemente, reconocemos el mundo que evoca, siempre con una claridad inquebrantable.»
Hilma Wolitzer
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