RECEPCIÓN DE LA PRENSA CON ENLACES
DESDE LA WEB DE BERNARDO ATXAGA
Casas y tumbas de Bernardo Atxaga
Alfaguara, febrero 2020
Tras recibir el Premio Nacional de las Letras 2019, Alfaguara publica Casas y tumbas, la nueva novela de Bernardo Atxaga. Considerado uno de los creadores de mayor hondura y originalidad en el panorama literario español el autor vuelve a mostrarse como un maestro en la creación de territorios y personajes emblemáticos. En Casas y tumbas, las historias cruzadas de sus protagonistas, con sus emociones y secretos, recorren varias décadas de la historia de España entre Madrid, el País Vasco y el sur de Francia, un conjunto de vidas que transcurren entre dificultades y turbulencias.
La historia de Casas y tumbas empieza en una panadería de Ugarte, en el País Vasco, un niño que un verano ha regresado sin habla de un internado en el sur de Francia recupera las palabras gracias a su amistad con dos hermanos gemelos y a algo extraño que descubren los tres en las aguas del canal que baja de la montaña. La dictadura franquista está llegando a sus últimos días. Todo está cambiando en Ugarte y también en el cuartel de El Pardo donde, poco antes, Eliseo, Donato, Celso y Caloco intentan adiestrar una urraca y burlar el coto de caza reservado a los poderosos. La de ellos fue también una historia de amistad, con sus dosis justas de inconsciencia, rebeldía y tragedia.
Años más tarde, las huelgas alentadas por los sindicatos hacen temblar la industria minera de Ugarte. Son ya los turbulentos ochenta, y Eliseo y los gemelos se ven envueltos en una trama de venganza, urdida por el ingeniero Antoine, que parece propia del género negro. El tiempo pasa rápido y transforma todo lo de fuera: llega la música, la televisión con sus realities, el correo electrónico, aunque en el interior de los protagonistas de esta historia se mantienen intactos los silencios, los secretos, las amenazas.
Bernardo Atxaga (Asteasu, Gipuzkoa, 1951) Su labor literaria se consagró con el libro Obabakoak (1988), Premio Nacional de Narrativa en 1989 y llevado al cine por Montxo Armendáriz como Obaba (2005). A éste le siguieron novelas como El hombre solo (1994), Premio Nacional de la Crítica de narrativa en euskera, Esos cielos (1996), El hijo del acordeonista (2003), Premio de la Crítica 2003, premio Grinzane Cavour en 2008, y adaptada al teatro y al cine bajo la dirección de Fernando Bernués; Siete casas en Francia (2009), finalista en el Independent Foreign Fiction Prize 2012, finalista en el Oxford Weidenfeld Translation Prize 2012; Días de Nevada (2014), Premio Euskadi, y Casas y tumbas (2020). En 2017 obtuvo el Premio Internacional LiberPress Literatura y en 2019 el Premio Nacional de las Letras Españolas, ambos por el conjunto de su obra literaria. También es autor de poesía. Sus libros han sido traducidos a treinta y dos lenguas. Es miembro de la Academia Vasca.
EN ESTANDARTE
Casas y tumbas, de Bernardo Atxaga
Poesía, amistad, vida, muerte… tejen una inolvidable historia.
25 de agosto de 2021. Estandarte.com
Casas y tumbas, de Bernardo Atxaga“Elías tenía catorce años cuando llegó a Ugarte una tarde de finales de verano. Iba a pasar una temporada en casa de su tío, dueño de una panadería que abastecía a los pueblos de alrededor”. Así empieza Casas y tumbas, una novela, la última, con la que Bernardo Atxaga (Asteasu, Guipúzcoa, 1951), pone un punto y aparte –no un punto final– a un modo de construir con la idea, afirma, de dar fin a los grandes edificios literarios y dedicarse a hacer humildes cabañas.
Como despedida nos regala este libro, que desde su principio sentimos como propio, que nos retrotrae a aquella maravillosa narración que es Obabakoak, y ahora nos traslada a un lugar, Ugarte, con un niño que no habla, que sonríe y se afana tallando una chalupa de madera. Que nos acerca a la panadería, núcleo donde se mueven Miguel, Donato el gitano rubio, el viejo, Eliseo y Marta. Ella es la cocinera y madre de los gemelos Luis y Martin, que pronto se harán amigos de Elías; están también Julián – marido de Marta–, Antonio el ingeniero francés, que trabaja en la mina… Personas que tejen una historia continua que empieza girando en torno a esos tres niños (Elías y los gemelos), a sus barcos, uno rojo, el otro verde y el tercero blanco, que lanzan a navegar en el canal. Nos sumerge en un paisaje y unas escenas descritas con tal precisión y belleza que las vemos, oímos los sonidos, sentimos la proximidad, el frescor del agua o el viento, y nos dibuja unos anocheceres de descanso, de pensamientos íntimos, acompañados por el rumor de los juegos infantiles y el ensoñamiento de una oscuridad que rompen las luces que como cuadros dejan pasar las ventanas. “(…) Eso era el verano, leemos, niños jugando al aire libre, vencejos cazando mosquitos, conversaciones sosegadas de los hombres que recorrían las calles de bar en bar, y el viento sur, las estrellas, la luna medio llena (…)”.
Los cerros de la muerte, el primero de la trilogía de Chris Offutt - EstandarteAniversario muerte Antonio Mingote - mejores viñetas - EstandarteEl segundo diccionario de JLFJ: palabras que desafían lo convencional - EstandarteLa sociedad de la nieve, de Pablo Vierci, y su adaptación al cine - EstandarteLa señorita Else, la crítica social de Arthur Schnitzler - Estandarte
Il était un petit navire… (Érase una vez un pequeño barco), la canción que silba Elías, da título al primero de los seis capítulos o relatos que componen el libro. Unos relatos que, explica Atxaga, si se leen rápido parecen independientes unos de otros, pero que si se toman con calma, despacio, sin correr para llegar al final, forman –aun siendo todos diferentes– un universo, un gran tapiz, un entramado que se alarga en el tiempo, con las mismas personas que ya conocemos y con otras nuevas, Celso y Caloco compañeros de cuartel de Donato y Eliseo, Lucía la amiga de Marta, o Ana, mujer de Martín y su hija Garazi; viajamos a otros lugares, París, Madrid, El Pardo, el sur de Francia o California, y seguimos el paso de unos años que empiezan en 1970 y terminan en 2016. En ellos está el fin del franquismo, el nuevo tiempo, los cambios, los movimientos políticos y laborales, el ecologismo, las amenazas y extorsiones, la represión o los avances técnicos que retratan aquellos momentos.
Los relatos están impregnados de realidad, el autor gusta decir que habla de lo que conoce: el pueblo, la vida en un cuartel, el colegio, las comunidades, los paisajes o la vida en un hospital que describe en dos capítulos. Es un realismo que rebosa poesía sin rehuir de la verdad, de la dureza o de la denuncia, que hace de la amistad, el amor, la muerte, la proximidad y el compañerismo el hilo vertebrador sin dejar de lado otras pasiones como la venganza, el rencor e incluso el odio. No narra historias idílicas, cuenta verdades, mejores o peores, que están ahí, pidiendo que entremos en ellas –o en ella si contemplamos el libro en su totalidad.
Cuatro amigos; Antoine; El accidente de Luis; Daisy en la televisión, y Orquídeas acompañan a esa primera historia que continúa en sus personajes y también en recuerdos y presencias emergentes como los puritos Monterrey de Julián; los deportes – Olimpiadas, fútbol, tour– copando televisiones, programas de radio y conversaciones; o los animales –jabalí, urraca, perros–, importantes piezas del relato.
Termina el libro con un Epílogo a modo de alfabeto, en el que define palabras, sus variadas significaciones y su personal manera de hacerlas suyas. Empieza con la A de amistad y va caminando hasta su final pasando por la C de cuartel, la F de Franco, la J de jabalí, la O de objetos, la P de poesía, la T de tumba o la U de universo para terminar con la Z de Zeta.
Escrita, como todas sus obras, en euskera, han sido su autory su mujer, Asun Garikano, quienes han traducido Casas y tumbas al castellano, un trabajo complicado que impide la literalidad de los textos, pero no la belleza y sensibilidad de su lenguaje ni la intensidad de la historia.
Bernardo Atxaga tiene a sus espaldas una larguísima lista de novelas y literatura infantil (Obabakoak, El hijo del acordeonista, Siete casas en Francia o El hombre solo, Memorias de una vaca, Días de Nevada…); a las que suma poesía y ensayo como el Alfabeto de la literatura infantil un bellísimo libro que llama a entender lo que interesa a los niños. Es miembro de la Real Academia de la Lengua Vasca; lleva una mochila repleta de distinciones como, entre otros, el Premio Euskadi, el Premio Nacional de Narrativa, el Premio Cesare Pavese de Poesía, el Premio de la Crítica Española o, ya en 2019, el Premio Nacional de las Letras Españolas por su “contribución a la modernización y proyección internacional de las leguas vasca y castellana”.
Así es «Casas y tumbas», el título con el que Bernardo Atxaga se retira de la novela
El escritor se despide del género con un título construido sobre la metáfora de que «la vida discurre como hilos de agua entre las piedras»
Bernardo Atxaga, que acaba de ser galardonado con el premio Nacional de las Letras 2019 , anunciaba hace apenas unos días la que iba a ser su última novela . Se trata de «Etxeak eta Hilobiak» ( «Casas y tumbas» ), que se publicaba en euskera el pasado mes de octubre y en español, el próximo febrero en la editorial Alfaguara.
Construido sobre la metáfora de que «La vida discurre como hilos de agua entre las piedras», el título es un ejercicio de «prestidigitación» literaria basado en una urraca que conoció cuando hacía el servicio militar en El Pardo. Esa ha sido la «nimiedad» que ha funcionado como la magdalena de Proust al escritor para construir el relato.
Se le acercó «muy cerca de Mingorrubio (Madrid), el pueblo que entonces no se conocía y que ahora todo el mundo sabe donde está», asegura Atxaga. El encuentro, como otras pequeñeces, provocan una «precipitación» en la que aparece toda «tu vida, pero no entera sino a pedazos, como iluminaciones que se encienden en los rincones de una casa» y que este caso han prendido en los años 1972, 1970, 1985, 2012 y 2017.
Estas son las fechas en las Atxaga sitúa las seis historias que completan las 400 páginas de la novela que se suceden de forma independiente aunque están relacionados entre sí para contar que la vida, »como los hilos de agua entre las piedras», discurre entre dificultades, pero avanza.
Las imágenes, los recuerdos y los paisajes que configuran el universo poético de Atxaga están presentes en el libro, que ha »tratado de escribir con elementos de prestidigitación», como se lo ha hecho saber uno de sus primeros lectores.
Los olores de un herbolario de Saint-Jean-Pied-de-Port trasladaron la mente del escritor al verano que pasó en un colegio en Francia, del que ha extraído el material para otra de las historias y desde la que ha ido perfilando los personajes que van apareciendo en la novela.
Parecidos y diferencias con «Obabakoak»
Aunque ha puntualizado las diferencias con «Obabakoak» , cuyos personajes se sitúan en un tiempo «mágico», Atxaga ha reconocido «parecidos profundos» entre el libro por el que recibió el premio Nacional de Narrativa en 1989 y esta nueva obra, su despedida de la novela.
«Aparecen un cuartel, un hospital, un colegio en Francia, que son tres espacios cerrados y "Obabakoak" también es un mundo cerrado. Si hubiera que llevarlo a una figura geométrica sería un círculo cerrado y fuera está el mundo», asegura Atxaga.
El autor señala que «lo que hay en el subsuelo de todos estos libros es idéntico » porque «es un estilo que uno lleva en la sangre y que va saliendo» en todo lo que escribe.
El objetivo de su escritura -ha explicado- ha sido intentar captar «el movimiento que está en todas partes», sobre todo en el cerebro de cada persona, que es sinónimo de la vida y que debe quedar reflejado en una novela «porque un texto es ritmo, sin cesar».
Según ha reiterado el Premio Euskadi de Literatura 2013 «Etxeak eta Hilobiak» supone su retirada de la novela, un género que requiere un esfuerzo «tremendo» y un trabajo «muy duro» , ya que la obra debe estar regida por una «unidad». «Una sola frase» puede estropear el conjunto, ha advertido.
«Tengo este deseo, aunque eso no quiere decir que dentro de siete años vuelva , aunque no lo creo", ha indicado.
A partir de ahora dirigirá su mirada a las decenas de cuadernos con anotaciones que ha ido escribiendo a lo largo de los años, donde espera encontrar «alguna idea buena» para volver a la «miniatura» literaria , un concepto que para el escritor de Asteasu (Gipuzkoa) son «15 ó 20 páginas».
Dar una vuelta a esos materiales, «repasar» y «explorar fuera de los terrenos corrientes de la literatura» es el propósito para los próximos años del autor de «Obabakoak».
EN LA RAZÓN
Literatura
«Casas y tumbas»: la emoción de ver el agua correr
La última novela de Atxaga narra con maestría la vida en un pueblo vasco
MARTA MALDONADO
Creada: 13.10.2021 11:56
Última actualización: 13.10.2021 11:56
Atxaga (Asteasu, 1.951) escribe como habla, o como es. Él usa para definir su escritura un término aplicable a sí mismo: «sereno». Su teoría se fundamenta en que «según el ritmo que tiene la persona caminando, ese es el ritmo que tiene lo que hace. Ahí hay una regla fatal». Y lo que él hace desde hace más cuatro décadas es escribir agarrado a la tierra. En lengua vasca y en español.
El año pasado recibió el Premio Nacional de las Letras. Su última novela, «Casas y tumbas» (Alfaguara), se había publicado ya en vasco y ahora lo hace en español. Es una historia de cuentos atados por un trasfondo común, Ugarte, el lugar donde los protagonistas coincidieron en algún momento, y las relaciones más o menos cercanas que establecieron entre ellos. «Hay escritores que se valen siempre de los mismos elementos y de los mismos motivos. Yo soy uno de ellos», admite en las últimas páginas, dedicadas a algo poco habitual entre los autores: un epílogo donde expone y se expone.
En forma de alfabeto, extiende las razones de su literatura y las inspiraciones en las que ancla su mundo. Niega que esté poniendo vendas antes de la herida por las advertencias que contiene ante hipotéticas críticas. «Son reafirmaciones. Llevo más de cuarenta años escribiendo y llega un momento en que tienes un prontuario personal sobre lo literario. No es como cuando eres un joven que buscas en todas partes reafirmar algunas ideas. Ahora tienes tus ideas y las llevas a cabo. Y además las defiendo con radicalidad», algo que, asegura, «voy a hacer más en el futuro».
Todos los elementos de su literatura desfilan por las páginas de esta novela atípica: animales, cuestiones de familia, paisajes solitarios, luchas políticas, laberintos mentales, jabalíes. Para gestarla, cortó una cinta de color rojo que tenía en su mesa en nueve trozos. Cada uno correspondería a un fragmento del libro. Dos quedaron escritos pero no entraron en la publicación final. «Están guardados. Uno me pareció demasiado triste –apunta sin querer dar demasiados detalles– y se publicó aparte. Me parecía que iba a desequilibrar el libro. Siempre tengo en mente lo que decía Goethe de que a partir de cierta edad tenemos que luchar por la luminosidad».
Atxaga insiste en la importancia de las vivencias ocurridas en lo que denomina «espacios extraordinarios», que le confieren un tempo fuera del devenir del tiempo. «A partir de los diez años la vida es diferente, se deja la niñez como se deja una plaza», reflexiona. «El cuartel también sería un espacio extra y me interesa porque en él tuve experiencias relativas a la amistad que luego no han sido tan fuertes». Sus protagonistas habitan otros lugares cerrados que conceden excepcionalidad a la vida diaria –una cárcel, un hospital o un colegio interno, como el que conoció de niño–. «Allí tienes mucho tiempo para conversar. Son espacios donde la vida es intensísima y cobra otro relieve», mantiene.
La narración avanza con naturalidad, «como discurre el agua en un canal». «Aunque sucedan cosas más o menos dramáticas procuro que se transparente y tenga una distancia entre el escritor y el texto. No cargo las tintas ni hago efectos especiales», resume. Así consigue contar una escena de abusos, una muerte trágica o el fin de un matrimonio sutilmente ,pero sin callar nada. Su mayor logro es emocionar relatando el verano de tres adolescentes o la amistad forjada en el servicio militar. En sus historias no ocurre nada extraordinario, más allá de hacernos partícipes de unas vidas que nos atañen, como cuando una mujer se descubre sintiéndose en su lugar de trabajo mejor que en casa. Es la prueba de que Atxaga solo necesita una frase para precipitar que la vida no siga por su cauce.
«Casas y tumbas» es un libro para leer despacio, como el autor cree que hay que hacerlo siempre. El transcurrir lento de sus escenarios termina por imponerse a cualquier prisa actual. Los personajes transitan desde los estertores de la dictadura de Franco hasta 2017 y por eso justifica la estructura alejada de la novela convencional, ya que cada fragmento necesita su año para entenderse. La magia del texto se rompe en algún momento conforme el relato se acerca al presente, a lo mejor por culpa del magistral arranque.
En sus confesiones postreras, el escritor muestra los títulos que desechó. Un título no puede destruir una gran historia, pero uno bueno le da mayor fuerza. «Casas y tumbas» encierra la esencia que recorre la obra: los hogares, propios o ajenos, que pueden volverse refugios o sepulcros, y la muerte, el temor a ella, la forma de afrontarla y la fragilidad de la vida. Igual en un pueblo pequeño del País Vasco que en Japón, donde en mayo se publicará «El hijo del acordeonista». Atxaga puede leerse en una veintena de idiomas: «Creo en la unidad del ser humano desde hace un millón de años y a lo largo y ancho de este planeta», esgrime para corroborar que las supuestas diferencias que han enfrentado históricamente a los pueblos «son propaganda, solo se hace por interés».
BERNARDO ATXAGA: «HABÍA MUCHAS SEÑALES QUE INDICABAN QUE ESTE SISTEMA ECONÓMICO Y SOCIAL ES NOCIVO»
Emma Rodríguez © 2020 / Con Casas y tumbas Bernardo Atxaga vuelve a conseguirlo. Nos traslada a unos paisajes y atmósferas donde nos sentimos alejados de la realidad, de las urbes y escenarios que transitamos habitualmente, pero al mismo tiempo logra que reconozcamos y nos sintamos próximos a muchas de nuestras aflicciones, fragilidades y temores. El territorio Atxaga tiene sus propias reglas y un fondo de misterio agazapado muy particular.
Hay escenas y momentos en esta última novela del escritor vasco donde recuperamos los entornos naturales de su célebre Obabakoak, pero en esta ocasión las tonalidades son más sombrías. La idea de la vida como viaje, como camino, impregna esta historia donde la familia y la amistad son ejes fundamentales, pero, como es habitual en Atxaga, son muchos más los fondos, las capas de sentido que vamos encontrando, y muchas también las referencias personales. El trayecto del autor, su propio crecimiento, sus heridas, sus recuerdos, entran en esta obra que nos sobrecoge por momentos, que nos sorprende y nos conduce a búsquedas interiores, dependiendo de nuestras vivencias, de nuestros procesos y ahoras.
En la parte final de la novela, Epílogo en forma de alfabeto, el autor ofrece interesantes claves sobre los rumbos de la historia y se refiere a los “cientos de páginas, miles de palabras, millones de combinaciones posibles…” de los libros. “No solo suponen un infinito virtual, como el que nos sugiere una milla de mar cuando nos ponemos a mirar desde el paseo marítimo, sino un infinito real, trasunto de todas las realidades de fuera y de dentro, del mundo y del alma”, nos dice.
La vida como trayecto transformador, como os decía, asoma en una entrega que depara algunas iluminaciones realmente prodigiosas y un tránsito por una especie de bosque espeso por el que andamos a tientas, en estado de alerta, expectantes. En este sentido comparte el deslumbramiento que proporciona la gran poesía, descubridora de espacios recién nacidos, de trozos de esa realidad invisible que habitualmente no percibimos.
LA VIDA COMO TRAYECTO TRANSFORMADOR ASOMA EN «CASAS Y TUMBAS», UNA ENTREGA QUE DEPARA ALGUNAS ILUMINACIONES REALMENTE PRODIGIOSAS Y UN TRÁNSITO POR UNA ESPECIE DE BOSQUE ESPESO POR EL QUE ANDAMOS A TIENTAS, EN ESTADO DE ALERTA, EXPECTANTES.
La penumbra del bosque, la acechanza, la desgracia, la muerte y también la sanación y la resistencia ante los embates del existir forman parte de Casas y tumbas, donde tampoco faltan los toques de humor del escritor, su habilidad para tomar prestadas las estructuras de géneros como el western o el relato detectivesco. Las seis partes, historias, narraciones, que componen Casas y tumbas, son como tramos del camino que se van encontrando y abarcan un tiempo que va de 1972 a 2017. Conocemos a algunos de los personajes más destacados de niños y nos los volvemos a encontrar en la edad adulta, ya tocados por los golpes de la vida. La España franquista y el conflicto terrorista en el País Vasco forman parte del marco temporal en el que se desarrolla esta novela donde también entra la lucha ecologista y la nefasta gestión de las residencias de ancianos, un asunto de absoluta actualidad en estos momentos de pandemia.
Casas y tumbas tiene un cierto cariz anticipatorio. Sus matices sombríos se ajustan a lo que estamos viviendo. Hablando de ello empieza esta entrevista con Bernardo Atxaga, un hilo vía Internet entre Madrid y un pequeño pueblo de la provincia de Álava. Preguntas a las que el escritor ha respondido rodeado de naturaleza salvaje y silencio.
– ¿Por dónde empezar? ¿Cuál debe ser la primera pregunta? Casas y tumbas es un libro cargado de sugerencias, de búsquedas, que nos conduce a otras búsquedas. He salido de él como de un bosque espeso, habiendo franqueado sus zonas sombrías, sus acechanzas. En cierto modo, la obra parece ajustarse a los momentos que estamos viviendo (pandemia, confinamiento, oscuridad, perplejidad…) Es evidente que se escribió antes, pero refleja muy bien los espacios de la penumbra… ¿Qué te parece esto que te comento? ¿Te lo has planteado?
– Hace ya tiempo que me pregunto sobre si lo que muestran mis escritos es un campo sombrío. Un bosque, dices tú. Sé que no es así en muchos de ellos, por ejemplo en los infantiles, que, creo, son cómicos y hacen reír a los lectores. Tampoco es sombrío Obabakoak. Al contrario, es un libro alegre. Lo mismo Días de Nevada, aunque en varias de las piezas se hable de la muerte y se describan funerales. Dos hermanos, en cambio, sí lo es. Una novela corta muy sombría. Otras novelas, quizás también. El hombre solo, indudablemente. Dejando al lado lo estrictamente personal, el humor heredado, encuentro un motivo principal, el bosque real que me ha tocado atravesar en esta vida. No he vivido en un campus, ni en un barrio burgués de París en el que podías bramar contra el Estado, la Iglesia, la Familia, la policía, el amor romántico, los bebés etc. mientras te tomabas un café con leche y un croissant. Nací en un pueblo de Guipúzcoa, y llegué a la Facultad de Económicas en Bilbao en 1968, en plena dictadura. Situación tremenda. Bombas, atentados mortales, detenciones, torturas…¿Quién habla de la tortura en la literatura española? Muy poca gente, me parece. Yo lo hago, pero porque me he encontrado con ello. Ese lobo estaba en el camino. Ese lobo y otros muchos. Ahora bien, siempre he tratado de ir más allá de lo previsible. Pienso en la cuarta pieza de Casas y tumbas, la que tiene como asunto el accidente de Luis. Es un texto dramático y, al mismo tiempo, divertido. Eso me parece.
– ¿La literatura, la creación en general, igual que los sueños, puede considerarse un espacio de anticipación, de intuición?
– Hay gente que me ha escrito en ese sentido. “Lo que ocurre con la pandemia es lo que aparece en el título del libro. Ahora mismo, no hay nada más. Todo gira en torno a las casas y a las tumbas”. Pero no sé, no creo que la literatura o los sueños puedan ser proféticos. No me parece posible la historia de que Nabucodonosor soñara con la estatua de los pies de barro y que luego se cumpliera lo dicho por Daniel. Tampoco me merecen confianza, ya en los tiempos modernos, las opiniones de George Steiner, lo de que los textos de Kafka presagiaron el holocausto. Hay anotaciones de Kafka que demuestran que no tenía ni idea de lo que iba a pasar, como cuando se refiere a la literatura en yiddish y le augura un gran futuro. El único futuro que tenía era el que hizo notar I. B. Singer en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel. Dijo que escribía en yiddish porque creía en la resurrección de los muertos.
Lo que sí hace una determinada literatura es decir la verdad, lo que ya está delante pero que no se dice, lo que otros lenguajes esconden o enmascaran. Ocurre además lo que apuntó Victor Klemperer, que con frecuencia el lenguaje piensa por nosotros, que decimos o escribimos lo que ya está “preparado” y, aun siendo falso, parece verdadero. Por eso es difícil la tarea del escritor. Estamos obligados a utilizar una lengua que no nos pertenece y que siempre está dispuesta a traicionar nuestros propósitos.
– En determinados momentos, sobre todo en las dos primeras historias, Casas y tumbas nos transporta al territorio de “Obaba”. Pero el paisaje aquí es más oscuro. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué separa al autor de Obabakoak del de Casas y tumbas?
– Ya he contado alguna vez que la idea de “Obaba” me vino en un viaje que hice a Nápoles, mientras visitaba el Museo Arqueológico. Vi allí un mosaico procedente de Pompeya en el que unas niñas jugaban a las tabas. Me llamó la atención. Había visto una escena similar antes, en mi niñez, en mi pueblo natal. Mis compañeras de la escuela de párvulos sacaban las tabas, las tabas de verdad, los huesecillos de la rótula de los corderos pintados de rojo o de azul celeste, nada más salir al recreo. Pensé entonces que, en lo que al juego se refería, nada había cambiado en dos mil años. La línea no se había roto. La conclusión era fácil: mi mundo, el mundo que conocí en mi niñez, era antiguo, y como tal había que tratarlo. Por eso no hay ningún término psicoanalítico, ni político, ni televisivo en Obaba. Hay animales, fantasmas, pero nadie dice “paranoia”, por ejemplo. Tampoco hay alcaldes, ni elecciones, ni protestas sindicales. En Ugarte, en cambio, el lugar nuclear de Casas y tumbas, hay televisión, hay conflictos laborales, hay personas que en el futuro acudirán al psicoanalista. Ugarte empieza justo donde acaba Obaba. Estamos ya en otro universo… he estado a punto de decir “otro tiempo”, pero no, no sería exacto. Al cabo, la mayor parte de las palabras que utilizamos pertenecen al pasado. Muchas de ellas tienen miles de años. Los universos son distintos, igual que los países o las épocas, pero también hay una continuidad, una unidad. La lengua es la gran argamasa, la materia que lo une todo.
«NO CREO QUE LA LITERATURA O LOS SUEÑOS PUEDAN SER PROFÉTICOS. LO QUE SÍ HACE UNA DETERMINADA LITERATURA ES DECIR LA VERDAD, LO QUE YA ESTÁ DELANTE PERO QUE NO SE DICE, LO QUE OTROS LENGUAJES ESCONDEN O ENMASCARAN».
– En la parte final de la novela, Epílogo en forma de alfabeto, señalas al respecto que Obaba pertenecía al mundo de antes, a lo viejo, mientras que Ugarte es un lugar situado en la frontera entre el viejo y el nuevo universo… Esto me lleva a pensar en la manera en que ha ido desapareciendo la cultura rural, en la España vaciada y también en la manera en que el mundo urbano, moderno, globalizado, está haciendo aguas. ¿Tendremos que recuperar lo viejo, aprender de lo de antes? No sé, igual me estoy desviando demasiado…
– Vuelvo a la idea anterior. Yo veo el mundo como veo la lengua, para mí son dos conjuntos similares. Abramos un diccionario, cualquiera de las páginas. ¿Cuántas palabras de las que allí figuran han desaparecido ya de la realidad social? Muchas. ¿Hay alguien que hoy en día utilice palabras como “floreo”, “dentellar”, “maznar” o “ricio”? Creo que no. De los sustantivos y verbos relacionados con el trabajo campesino, no debe quedar casi nada. Sin embargo, la sintaxis ha cambiado menos, mucho menos. La gente sigue diciendo “me voy a casa que tengo prisa”, la construcción no cambia, o cambia poco. Con el mundo pasa igual. Si comparamos el día a día de una persona de ahora con el de una persona de hace un siglo, las acciones de una y otra serán diferentes, pero, ¿sus pensamientos? ¿lo que siente? La tristeza de un exiliado del imperio romano no debió ser muy diferente de la de un exiliado actual. El miedo a la muerte y el llanto por la desaparición de un amigo es hoy lo que fue en el pasado, por ejemplo en la época de Gilgamesh. De modo que es muy difícil delimitar lo viejo y lo nuevo. Un cibernético actual no actúa como un herrero de hace cien años, pero es posible que ambos sean como dos gotas de agua en lo que se refiere al amor filial o a los gustos sexuales.
– En esa parte final, tan reveladora en cuanto a las claves del libro, te refieres a que una obra no puede simplificarse, que ofrece “millones de combinaciones posibles”, “un infinito real, trasunto de todas las realidades de fuera y de dentro, del mundo y del alma”. ¿Crees que cada lectura reescribe la obra literaria? ¿En qué medida adaptamos a nuestras propias vivencias, experiencias, las historias que nos llegan? “Los libros que se leen sirven para darse una vuelta por la propia vida”, es una de tus frases…
– Indudablemente. Toda buena lectura implica una vuelta por el interior de uno mismo. El texto literario está siempre abierto a la interpretación, el lector lo cierra. Eso se ve claramente cuando se compara una novela, El Quijote, por ejemplo, con las películas que se han basado en ella. En el texto, don Quijote no suena, no oímos su voz, ni siquiera creo que nos la imaginemos. Nos desplazamos por dentro del libro como por un ensueño. En el cine, en cambio, don Quijote tiene una cara, una voz concreta, una forma de caminar. El cine muestra hechos. Como dice Tarkovski, y perdón por la cita, yo sé poco de cine, pero ocurre que el director Imanol Rayo me regaló el libro Esculpir el tiempo, y que yo lo leí con aplicación…Tarkovski dice que el cine es fáctico. Las películas están mucho más cerradas que los textos. Alguien me dirá que sí ve una imagen de don Quijote cuando lee, pero eso ocurre a causa de las ilustraciones de Doré y de sus imitadores. Pero, ¿Pasa lo mismo con Rinconete? ¿Podría alguien decirnos cómo era su voz o la expresión de su cara? Imposible. Hago una precisión, ahora. No todas las novelas propician el viaje por el interior de uno mismo. Las de género, por ejemplo, muy poco, porque se arman a base de estereotipos. Están pensadas para la evasión, es decir, para viajar por el exterior.
– Entre los muchos temas, ventanas que abre esta novela, está la amistad, fundamental en el recorrido. Casas y tumbas es sobre todo una narración sobre el camino de la vida, que avanza entre piedras, como dices “hilos de agua entre las piedras”. Yo la he recibido así. Un recorrido por la vida, por las heridas de la vida, a través de sus obstáculos, asumiendo el dolor que supone, las pérdidas, y las zonas de luz, de aprendizaje que nos depara.
– Hace unos días, repasando los papeles de la novela, encontré un fragmento que, en un principio, iba a formar parte del epílogo. Lo copio casi tal cual: “Si el alma se estuviera quieta como las estrellas fijas de la física antigua, siempre en el mismo sitio y con la misma luz, las amistades se mantendrían sin alteraciones, sin subidas ni bajadas, sin crisis; pero no se da el caso, y lo que más se puede pedir es que todo ese movimiento discurra con suavidad”. Este párrafo contiene lo que para mí es esencial. Todo es movimiento, y, en lo que se refiere a nosotros, vamos por la vida un poco justos –no como un río poderoso– sorteando las dificultades que nunca dejan de presentarse –no por un jardín ameno, sino entre piedras—. No digo que en todo momento, pero sí durante buena parte del recorrido. Tampoco digo que esa realidad implique un estado de ánimo concreto. De modo que estoy de acuerdo en la forma en que has leído el libro, la forma en que lo has “recibido”. Está bien esa palabra que tú utilizas, “recibir”. Me gusta mucho.
– Es evidente que el trayecto de Bernardo Atxaga cada vez se dirige más hacia el interior, hacia los enigmas de la existencia. La muerte cobra cada vez más protagonismo y hay una necesidad de enfrentarse a ella, de abrir espacios de comprensión. En la entrevista que te hice con motivo de la publicación Días de Nevada me decías que ese rumbo se había iniciado después de la muerte de tus padres. Es un proceso que todos, en mayor o menor medida, hemos de atravesar… Un estadio fundamental, transformador; de pérdida y de inicio hacia algo diferente.
– Cuando era joven y empezaba a escribir pensaba que el misterio estaba en la otra parte, al otro lado del espejo, en la posible existencia de universos paralelos, en los textos de la, así llamada, literatura fantástica. Pero llegué pronto a la conclusión de que eso que llamamos misterio es sencillamente la complejidad de lo real. La ciencia y la poesía se aúnan; la ciencia trata de un mundo físico complejo; la poesía, la ficción, de un mundo asimismo muy complejo, el que ahora llamamos “subjetivo”. Creo que era Valery el que decía que no había mapa más complejo que el rostro humano. Decía asimismo que incluso las personas mentalmente simples eran, como tales personas, complejas. Ese es el terreno en el que juegan el escritor y el lector. En cuanto a la muerte, siempre supone un punto y aparte. Si se me permite el chiste, a veces de manera radical. Otras veces, de manera espiritual. La metáfora de referencia en este asunto es la primera en el tiempo. La reacción de Gilgamesh tras la muerte de su amigo Enkidu es ejemplar.
«CUANDO ERA JOVEN Y EMPEZABA A ESCRIBIR PENSABA QUE EL MISTERIO ESTABA EN LA OTRA PARTE, AL OTRO LADO DEL ESPEJO, EN LA POSIBLE EXISTENCIA DE UNIVERSOS PARALELOS, EN LA LITERATURA FANTÁSTICA. PERO LLEGUÉ PRONTO A LA CONCLUSIÓN DE QUE ESO QUE LLAMAMOS MISTERIO ES SENCILLAMENTE LA COMPLEJIDAD DE LO REAL».
– La muerte, o el temor a la muerte, está presente en todo el recorrido de Casas y tumbas. Vivimos tiempos de pérdidas, de duelo. En el “Epílogo”, en el momento en el que hablas de otro posible “epílogo”, hay un fragmento que me parece muy revelador… Me refiero a la entrada “Tumba”, cuando señalas que “la muerte atrae, fortalece, incluso resucita a veces el amor”. Lo he experimentado. Me consuela pensarlo, percibirlo. Pese al tono jocoso del episodio, es de una gran profundidad y trascendencia.
– El fragmento que citas pertenece, efectivamente, a un epílogo anterior titulado Conferencia sobre la vida y la muerte en el cementerio de Ugarte, un texto de unos ochenta mil caracteres. Estaba ya preparado para la publicación, pero toda la gente de mi alrededor me aconsejó dejarlo momentáneamente de lado, porque, aun siendo en parte humorístico, resulta siniestro. Me decían que marcaría el libro, y que estropearía el tono luminoso que, a pesar de lo que sucede en el hospital, tiene el último capítulo. Siempre hago caso de la gente cercana, y ahí se ha quedado, a la espera.
Creo que, efectivamente, la muerte fortalece o resucita el amor. Es una experiencia universal. Nos hace más comprensivos, nos saca del modo de relación diario que, necesariamente, es superficial, ligero, acompasado al movimiento constante de la vida. Pero, ¿cómo expresarlo? Públicamente, digo. En un libro. A mi modo de ver solo puede hacerse al revés, “al revés te lo digo para que lo entiendas”. Estoy convencido de que el tono jocoso, el gag, el humor, es lo más adecuado a la hora de enviar un mensaje dramático. El barquito de papel que lo puede llevar a destino. El lenguaje elevado, supuestamente humanista, con poesía mil veces dicha y redicha, es barcaza que siempre acaba hundiéndose, no llega a ninguna parte. Hago excepción de las fórmulas. Pasa como con el “querida amiga” o el “querido amigo” de las cartas. Si el contexto ayuda, siempre expresan algo, siempre comunican. El día del funeral de mi madre cantaron la canción de siempre en las iglesias vascas, el Agur Jesusen ama (“Adiós, madre de Jesús”). Creí entender lo que de verdad significaba, a pesar de que ese “agur” es en realidad una salutación, no una despedida. Pero el contexto cambió su sentido, y me emocionó mucho.
BERNARDO ATXAGA © LOBO ALTUNA
– Otro aspecto muy interesante de la novela es la mirada al pasado, a tu propio pasado. Gran parte de las historias parten de fogonazos biográficos. La urraca, el cuartel de El Pardo, la enfermedad de una de tus hijas… Los mecanismos de la memoria, de la creación, son absolutamente misteriosos. ¿Te lo parece?
– Los años acaban convirtiéndose en un puesto de observación. Tengo ahora 68, y veo un mundo. Podría hablar de cuando iba en bicicleta a la escuela del pueblo vecino, Zizurkil, en invierno bajo la lluvia o el granizo, en primavera con el sol y las orillas de la carretera llenas de flores. Y de una poesía de Gabriela Mistral sobre las estrellas que venía en la enciclopedia. Podría hablar igualmente del primer encontronazo de ETA con la policía, cuando Etxebarrieta mató a Pardines, algo que ocurrió a unos dos kilómetros de la escuela a la que yo había asistido. Nunca hasta entonces había visto patrullas de la Guardia Civil en mi pueblo. No sé cuántas páginas podría llenar con lo que hay en mi memoria, supongo que miles. Y si añadimos a eso los intentos de entender los hechos, cómo me afectaron, cómo reaccioné, entonces no sé cuántas páginas serían en total, una infinidad. Probablemente es así en todos los casos. A mi modo de ver, la memoria es como una esfera. Por eso he dicho antes que veo un “mundo”. Quiero decir que no veo una superficie, una carretera que sale del momento presente y llega hasta el día en que nací, sino una esfera. Tengo el proyecto de hacer, no literariamente sino como un dibujo, el mapamundi de mi vida. Pero, en fin, no creo que lo consiga. Hay muchas variables.
«CREO QUE LA MUERTE FORTALECE O RESUCITA EL AMOR. ES UNA EXPERIENCIA UNIVERSAL. NOS HACE MÁS COMPRENSIVOS, NOS SACA DEL MODO DE RELACIÓN DIARIO QUE, NECESARIAMENTE, ES SUPERFICIAL, LIGERO, ACOMPASADO AL MOVIMIENTO CONSTANTE DE LA VIDA».
– La violencia también está muy presente en Casas y tumbas. La política, el terrorismo, el pasado del País Vasco… Es una constante en tu obra. ¿De qué manera te sigues enfrentando al conflicto? ¿Cómo entiendes el caso Alsasua? ¿Cómo es posible que esté sucediendo algo así? ¿Cómo puede ser que el tema de ETA se siga utilizando todavía desde determinados sectores de la política?
– Recuerdo un cuento de Pushkin en el que se habla de las cartas que te da la vida. Habla, concretamente, y lo digo sin consultarlo porque no tengo el libro en la casa del pueblo donde estoy confinado… habla del destino que, como una carta sellada, le espera a una persona. Pues bien, la carta sellada que nos esperaba a nosotros, a la generación vasca que nació hacia los años cincuenta, era la violencia, lo que unos llamaban lucha armada y otros terrorismo. Como te he dicho antes, yo llegué a la Facultad de Económicas de Sarriko, en Bilbao, en 1968. Allí había sido profesor ayudante, Etxebarrieta. A partir de ahí, lo que quieras. Un continente en el mapamundi de mi vida. Empecé a escribir de ello poco a poco, algún poema, algún artículo en un fanzine. Luego, en 1993, hace casi treinta años, publiqué Gizona bere bakardadean (El hombre solo); en 1995 Zeru horiek (Esos cielos). Y Soinujolearen semea (El hijo del acordeonista) en 2003. Ahora, en Casas y tumbas, incluyo el tema, pero el tratamiento es distinto. Los relatos que hablan de la tortura o de los atentados están entreverados con relatos estilo Agatha Christie o estilo Far West. Lo he he hecho así para evitar que el relato periodístico y político dominante, el de esos sectores que, como dices, siguen utilizando el tema de ETA para sus propios fines, puedan manipularlo. O peor aún, asimilarlo a otra literatura que, por decirlo suavemente, trabaja a favor del relato oficial.
– Te decía que la lectura de este libro ha sido para mí como atravesar un bosque espeso. En ese bosque se abrían trechos de luz y evidentemente momentos de sorpresa, de desconcierto, de descoloque. ¿Qué supone en el conjunto la historia de Daisy? Un cambio de relato, de escenario… La intromisión de la televisión en nuestras vidas…
– Creo que cuando el lector llega al capítulo de Daisy se lleva un pequeño susto. Veo que también te ha pasado a ti. Pero está ahí por varias razones. Primero por una consideración general sobre la televisión. Forma parte del paisaje familiar, y las personas que aparecen en pantalla son, para la mayor parte de la gente, más reales que sus primos o sus vecinos. No creo que sean unos entrometidos, no se les ve como tales, todo lo contrario. Recuerdo que una vez iba con Javier Gurruchaga por Vitoria y la gente lo saludaba llamándole por su nombre de pila, “hola, Javi”, “adios, Javi”. Por otro lado, más en concreto, ese capítulo sigue al del accidente, donde se “viaja” a través de una película del Far West. Es decir, no pasamos de una pieza realista, como “Cuatro amigos”, a la de la televisión. Viene después del cine, hay una cierta coherencia narrativa. Por otro lado, Daisy comparte con Eliseo y con Antoine, incluso con los gemelos, la mala relación con la familia, que es otro de los asuntos del libro. Y lo más importante: el capítulo de Daisy ayuda a construir el último, y da forma a uno de los momentos especiales del libro, cuando la niña vuelve del hospital y sueña con ella.
– En la primera pregunta te comentaba el carácter sombrío de esta novela, la manera en que se ajusta –al menos yo así lo he percibido– al momento que estamos viviendo. Hay un cierto cariz visionario incluso. Uno de los temas que aparecen es el de las malas condiciones de las residencias de ancianos privatizadas, que van a ser denunciadas en la revista sindical en la que trabaja Martín. Ahora somos más conscientes que nunca de todo esto. ¿Qué piensas al respecto? ¿Qué efecto te está produciendo?
– Sinceramente, no había caído en ello. Pero es cierto lo que dices. El problema de las residencias de ancianos es otra de las cartas que he recogido de la realidad. Seguí desde bastante cerca las huelgas de las cuidadoras de Bizkaia, y lo que cito en el libro es de primera mano. Antes de eso había tratado la cuestión en algunos de los artículos de la radio. Siempre he sentido afecto por los ancianos, los débiles entre los débiles. Baudelaire o Maupassant, quizás los dos, también lo sentían. Hablaron de las viejecitas que veían caminar solas por la calle, de las petites vieilles. Un poeta inglés cuyo nombre no recuerdo escribió un poema donde venía a decir que “solo los viejos se dan cuenta de que ha muerto un viejo”, afirmación exacta que estos días cobra una significación especial. Pero no es un tema muy tratado por los escritores. Vuelvo a lo que he dicho antes. Quizás no haya anticipación, sino simplemente una búsqueda de la verdad que, a veces, descubre cosas.
– ¿Cómo estás viviendo el confinamiento? ¿Cómo interpretar este extrañísimo momento de parón general? El parón obligatorio de una sociedad en constante movimiento, ruidosa, entregada a la productividad… En un mensaje previo a esta entrevista utilizaste tres palabras: apocalipsis, revelación, aviso…
– Mentalmente estoy como siempre, aunque ha cambiado mi percepción del tiempo. Hoy por la mañana he leído una novela corta de Tabucchi…, pues bien, ahora son las siete de la tarde y tengo la impresión que desde la lectura han pasado días, no horas. Es una impresión similar a la que nos domina cuando salimos de viaje. Ahora estamos en casa, no fuera, no de viaje, pero el mundo es extraño, extranjero, nos sentimos como si estuviéramos viajando por otro país. Desde luego, “apocalipsis” es una palabra adecuada a la situación. Como sabes, significa “revelación”. Había ya muchas señales que indicaban que este sistema económico y social es nocivo. Muchos pensaban, ya, es nocivo, pero para los países pobres, los subsaharianos, los indios, pero no para nosotros… pues bien, ya hay una respuesta.
– ¿Qué enseñanzas crees que deberíamos extraer, como colectividad, como sociedad, de todo esto? ¿Crees que sabremos responder al aviso, que nos quedan nuevas oportunidades?
– No debemos generalizar, no debemos decir “nosotros”. No somos la misma gente. Hay personas, instituciones, partidos políticos, fuerzas de muchas clases –de una clase, sobre todo, si me permites el chiste–. Fuerzas que trabajan a favor de un sistema brutal que explota a la gente, explota el planeta, explota la ingenuidad o la debilidad de la gente, que explota todo lo que le es posible sin otra lógica que el beneficio económico. De modo que no podemos meter en el mismo saco a los explotadores y a los explotados. Me dirá alguien que esos términos, como el de “colonialismo” o el de “obrero”, o el de “bondad”, son de la época de Bertolt Brecht, términos camp, y ese supuesto me da pie a recordar lo que leí en un cartel de Edimburgo cuando el referéndum: “El verdadero campo de batalla es la mente”. De modo que hay que luchar por las palabras, por el léxico, sabiendo que el oponente ya lleva mucho tiempo preparando sus armas, es decir, sus diccionarios, sus voceras, sus cursos de formación en los que los clérigos, conversos o no, difunden sus inventillos terminológicos y corrompen el lenguaje.
«HAY FUERZAS QUE TRABAJAN A FAVOR DE UN SISTEMA BRUTAL QUE EXPLOTA A LA GENTE, EXPLOTA EL PLANETA, EXPLOTA LA INGENUIDAD O LA DEBILIDAD DE LA GENTE, QUE EXPLOTA TODO LO QUE LE ES POSIBLE SIN OTRA LÓGICA QUE EL BENEFICIO ECONÓMICO».
– ¿No crees que en momentos así es necesario volver a las Humanidades, abandonar el frío espacio de los números, de los sondeos, de las escalas de producción?
– En mi opinión, nada ayuda tanto a vivir como la formación humanística. Fuera de la salud o de un mínimo bienestar económico, se entiende. La pintura, la poesía, las canciones, la historia, el teatro, el conocimiento de los libros en los que se recoge el pensamiento crítico, la conversación sosegada y sin tiempo… todo eso produce alegría y ayuda a ensanchar la conciencia. La opinión contraria… debemos ser conscientes de que el descrédito de las Humanidades ha sido vehiculado por el sistema dominante que, a la hora de proponer un disfrute, ofrece televisión o tiendas. No hay más que ver el recorrido de un calificativo como “aburrido”. Para cierta gente, cualquier cosa que requiera un poco de concentración es “aburrida”. Pero es opinión inducida, introducida en la mente desde fuera, como el aire en un neumático. Ocurre justamente lo contrario, tal como se está viendo durante el confinamiento impuesto por la pandemia: se aburren los que son incapaces de un mínimo de concentración. Las personas aficionadas a la lectura, a la música, a las artes, a la conversación, aprovechan el tiempo y se lo pasan bastante bien. Deberíamos montar una línea de defensa de las Humanidades. Podríamos llamarla “Línea Lledó”. Cada vez que escucho a Emilio Lledó hablar de las humanidades me siento reconfortado, y no creo ser el único.
– ¿Has estado escribiendo? ¿Qué escribes ahora mismo?
– Creo que el escritor nunca deja de escribir, salvo que su situación sea extremadamente desgraciada. Recuerdo que una vez, en una mesa redonda preguntaron a Juan Gelman si había podido seguir escribiendo después de que los militares argentinos hicieran desaparecer a su hijo y a su nuera. Con cierta hosquedad, molesto por la pregunta, respondió que se había pasado cinco años sin escribir una sola línea. Pero, en general, en situaciones quizás anormales, pero no tan cercanamente dolorosas, es más frecuente que ocurra lo que, al parecer, señaló cínicamente Lord Byron: “Cuando un escritor asiste al funeral de un conocido siempre hay un momento en que se lleva la mano al corazón… para ver si la pluma estilográfica sigue en el bolsillo de la chaqueta”. Resumiendo, sigo pasando bastantes horas en el estudio. Repaso los textos más o menos periodísticos que he ido leyendo en Euskadi Irratia, que son más de cien y que quiero publicar a fin de año con el título de Zeruko kronikak (Crónicas del cielo). Aparte de eso, escribo a mano lo que me va pasando por la cabeza, sin otra presión formal que la de escribir con claridad.
Casas y tumbas ha sido publicado por Alfaguara. En euskera Etxeak eta hilobiak, ha sido traducido al castellano por Bernardo Atxaga y Asun Garikano.
Bernardo Atxaga, entre el olvido y la desmemoria
En su nueva novela, el escritor combina testimonio, mito e intimismo para ofrecer un fresco panorámico de nuestro más reciente pasado
23 febrero, 2020 23:37GUARDAR
Santos Sanz Villanueva
Bernardo Atxaga (Asteaus, Guipúzcoa, 1951) le exige al lector un trabajo de colaboración para hacerse con la trama argumental de Casas y tumbas. Los capítulos de la novela siguen una secuencia cronológica que arranca en 1972, retrocede a 1970, sigue en 1985-86 y 2012, y finaliza en 2017. Vínculos dispersos entre estos bloques bastante autónomos permiten establecer una continuidad temporal y espacial y a ello contribuye también un desenfadado epílogo autobiográfico en forma de alfabeto. El conjunto de la materia anecdótica se salda con un recorrido por la historia del País Vasco entre las fechas finales de la dictadura, Franco todavía cazando en los montes de El Pardo pero ya con síntomas de enfermedad, y un tiempo cercano al hoy con trazas materiales de modernidad. Si la popular obra de referencia de Atxaga, Obabakoak, remite a un territorio mágico y telúrico, Casas y tumbas nos traslada a un pequeño pueblo de montaña, Ugarte, marcado por rasgos actuales (en él “hay televisión”).
Un intenso gusto por contar historias, entroncado en la narrativa folclórica y popular, nutre de peripecias la novela. En la fecha más distante del presente, cuatro soldados cumplen la mili en las afueras madrileñas, forjan una estrecha complicidad y amaestran una urraca. Uno de ellos aparece un par de años después en la panadería de Ugarte, donde dos hermanos gemelos tallan barquitos de madera junto a un niño ensimismado a quien consiguen sacar de la mudez causada por un trauma; esta historia corre paralela a sucesos sorprendentes asociados a los peces del río local. Tiempo más tarde, el traumatizado ingeniero químico francés que trabaja en las minas del pueblo trata de engañar a su psiquiatra. Uno de los mencionados gemelos sufre un accidente y el percance se engarza con el activismo maoísta del otro hermano que causa destrozos en las oficinas mineras. Por fin, tras un paréntesis centrado en un documental televisivo acerca de una señora obesa que se somete a una reducción drástica de peso en Texas, el hermano revolucionario, ahora apaciguado, sufre a un centenar de quilómetros de Ugarte la trágica complicación de salud de su hija.
Al autor le guía el propósito de ofrecer un fresco panorámico a base de combinar testimonio, mito e intimismo y de aunar lo privado y lo comunal
Pueden parecer anécdotas en exceso fragmentadas y dispersas, pues nada más las hilvanan leves hilos, pero alcanzan un sentido unitario al ponerse al servicio de unos cuantos motivos: la amistad, el paso del tiempo, la relaciones familiares, la violencia, la desigualdad social, la angustia por la muerte, la culpa o el futuro. Tal bucle de asuntos halla también un elemento unificador en reiteradas marcas externas: la naturaleza enigmática con un punto de exaltación paisajista y pinceladas poemáticas y el abundoso reino animal (urraca, truchas, jabalíes, perros).
Atxaga aborda su peculiar mundo con notable exigencia técnica. El estilo, en general antirretórico, produce efecto de fluidez narrativa, la cual se debe también a la andadura tradicional de casi todos los pasajes, a alguna somera intriga, a la dimensión de novela psicologista atenta a perfilar interiores mentales enrevesados, al hábil manejo del diálogo y a las descripciones de filiación costumbrista. Recursos vanguardistas (mezcla de discursos, retórica propia del reportaje audiovisual o jugueteo con letras de canciones) no desmienten el carácter último de Casas y tumbas como una novela tradicional que recrea los últimos cincuenta años de la tierra natal del escritor.
Al autor le guía el propósito de ofrecer un fresco panorámico a base de combinar testimonio, mito e intimismo y de aunar lo privado y lo comunal. El retablo histórico resulta, sin embargo, del todo parcial. La literatura no solo significa por lo que dice, también por lo que calla. Se menciona a ETA (se recuerda el secuestro y asesinato del ingeniero José María Ryan en 1981) y hay referencias a la violencia política, pero no aparecen las víctimas del terrorismo ni el miedo sufrido por los ciudadanos. En Casas y tumbas no se encuentra ni una brizna del dolor colectivo que exorcizó Fernando Aramburu en Patria. Atxaga ha compuesto una novela ideológica en la que toma partido a favor del olvido y la desmemoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario