martes, 14 de abril de 2009

Conrad: enajenado de sí mismo




Es difícil para nosotros entender hoy día una personalidad como la de Conrad, pues hay en ella rasgos que nos resultan por completo ajenos e incluso enajenados. No obstante, si queremos acercarnos a su literatura, convendrá hacernos cargo de algunas ideas sobre él, antes incluso que sobre su literatura.

Intentaré explicaros en este texto uno de los máximos valores que Conrad transmite en esta novela: el enajenamiento los tres grandes pilares de su siglo: tierra, familia y lengua -esas son las premisas sobre las que se construye el estado-nación en el siglo XIX, no lo olvidemos, tierra, sangre y lengua-

Conrad le resulta familiar a quien se ha criado literariamente de los senos de Stevenson, Kipling, Salgari... No le extraña esa sintaxis densa, un poquito afectada, entreverada de solemnidad, en la que cada frase parece tocada por una conciencia de héroe. Recuerda a esas viejas películas de aventuras en blanco y negro o primitivo color en la que cada parlamento de los personajes parecía vibrar de emoción, donde en vez de hablar parecían estar declamando... El tratamiento de respeto, la cortesía, el amaneramiento incluso, el cuidado de las formas parecían tejer la tela social del un mundo que se iba desmoronando poco a poco. Nos queda de esas películas un regusto entre rancio y nostálgico, tan alejado.

Es la época en la que el hombre blanco se sentía realmente llamado a descubrir los rincones inaccesibles del planeta, a asumir la enorme carga que la creación había puesto sobre sus hombros: Kipling habla de esta sensación a menudo, y hay un regusto que a alguno suena a racista, si bien no existe esa categoría aún porque tampoco se plantea su contraria; la esclavitud todavía era una tonalidad dominante en buena parte del planeta: Cánovas la defendía en España, Ortega y Gasset decía que mejor eso que la costumbre de matar a los prisioneros... No se puede juzgar la moral de la época con categorías políticas ajenas a ella, ninguna ideología revolucionaria romántica abrió la boca al respecto: la emancipación era un derecho propio del hombre blanco.

Por eso Conrad suena tan conservador en sus juicios apriorísticos sobre el Congo: hay quien ha tildado desde estudios poscoloniales a Conrad de racista... Es un dislate: Conrad es un escritor despierto que abre su conciencia a un mundo nuevo como pocos se atrevieron a hacerlo.

Y ese el es rasgo más significativo de Conrad: la constante actitud de búsqueda.

Conrad es un verdadero aventurero. Su nombre ya presagiaba algo así, y cuando escoge como apellido inglés su tercer nombre (Jósef Théodor Konrad) está haciéndose cargo de la herencia biopolítica paterna: su padre, Apollo Korzeniowski, traductor de Hugo y Dickens, rescata en su nombre la historia narrada en el poema medieval Konrad Wallenrod, donde el héroe homónimo lucha contra el dominio ruso.

A los diecisiete años, el joven Josef escapa para conocer el mundo que se le estaba privando en la escueta Ucrania, cerrada al planeta, esclerótica y feudal. Hasta entonces ha vivido los descarríos de un padre revolucionario, de una madre práctica y organizada, de un tío abuelo Nicholas Bobrowska combatiente con Napoleón contra los rusos cuya narración de la campaña rusa en 1808 pone los pelos de punta.

Huérfano de sus dos progenitores, Conrad pasa un tiempo con su tío Tadeusz Bobrowski, hombre organizado, trabajador y disciplinado, que meterá en vereda al caótico Josef y le enseñará a pasar por la vida con rigor. De hecho, Josef recuerda el tiempo pasado con su tío como el que le forjó una columna vertebral de orden y concierto frente a su talante desordenado y con evidente tendencia al caos.

En sus novelas se adivinan estos dos polos, la locura romántica y la disciplina burguesa, dos vetas de su propia personalidad que no siempre casaban.

Pero si a eso añadimos que el joven Josef, que aprendió a leer en polaco y francés, prescinde pronto de sus lenguas para asumir una extraña y compleja, el inglés, en la que nunca se expresará con corrección (su inglés oral, a juicio de Virginia Woolf, era extremadamente torpe y roto), ese dato nos ofrece el último aspecto importante que conviene entender en Josef Conrad: el extrañamiento del exiliado.

Exiliado de una nación sin estado, de una tierra sin tierra (vivió en el mar buena parte de su vida) de su propia lengua, Conrad decide aprenderlo todo desde el alejamiento de lo sabido. Su prosa es maravillosa porque tiene la plasticidad del inglés sobre la estructura sintáctica del polaco; sus frases se mueven entre el desorden romántico de los Korzeniowski y la disciplina estoica de los Bobrowska, entre el impulso aventurero y el rigor, por eso nos queda la sensación de que está a punto de saltar algo tras cada página. A veces nos somete a descripciones minuciosas propias de estantería de comerciante, del burgués Bobrowska que nunca ha salido de su tienda y conoce cada rincón, cada sello, cada mota de polvo que anida en sus estantes... Otras nos precipita por los vacíos de lo desconocido, sin red que contenga la caída: ese es Conrad, escribe como vive, nada más y nada menos.

Enajenado de todo, tierra, familia y lengua (esas son las premisas sobre las que se construye el estado-nación en el siglo XIX, no lo olvidemos, tierra, sangre y lengua) Conrad se marcha al corazón de las tinieblas, y cuenta lo que ve, despojado de su condición incluso de hombre blanco.

Por eso me gusta Conrad: es uno de los últimos ejercicios de nobleza.

Sencillamente impresionante.

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