sábado, 20 de junio de 2009
El proceso de escritura en Azcona
Ya me disculparéis: estos últimos días han sido de duro trabajo en el cole, con exámenes, juntas de evaluación y reuniones interminables que, sumadas a una otitis con infección incluída (ay, ay, ay) me han dejado “en el dique seco”. Pero bueno, ¡¡ A lo que estamos!!
Os voy a contar de una manera más o menos general como trabajaba Azcona y otro día os contaré algunos entresijos de esta novela que prometen ser divertidos.
Azcona solía escuchar mucho antes de hablar, era un tipo discreto, de los que se esconden al fondo del bar y pretenden pasar desapercibidos. Solía decir que todo guionista que pretenda serlo de verdad, debe viajar en autobús o en metro: no le faltaba razón, ahí es donde se escuchan las mejores historias, en el ir y venir de gente al trabajo, en las discusiones de pareja, en el mercadillo, en la cola del banco... Os habréis dado cuenta de que los diálogos de Azcona son vivos y se ajustan a la cotidianeidad como un zapato a su pie. Ese es el secreto: pegar el oído al suelo y sentir como la vida pasa por su lado.
Las historias de Azcona siempre tienen una base real: por ejemplo, la historia de “El pisito” se basa en un suceso real acaecido en un piso de renta baja y que apareció en la prensa de la época. Las historias tienen que ser, ante todo verosímiles, creíbles.
Una vez decidió dedicarse al cine, Azcona solía reunirse con el director durante semanas, a veces meses, dejando que fluyera la conversación, haciendo que éste construyera la historia a menudo sin hablar del guión que estaban pergeñando, hablaban del tiempo, de fútbol, de mujeres, de actores o actrices, de historias, de anécdotas, leían prensa, etc... Los directores que trabajaron con él aseguraban que se quedaban con mala conciencia porque les parecía que no estaban haciendo nada, sin embargo, a los pocos días, Azcona parecía con un esquema prácticamente definido de la historia que quería el director: le había reconocido en su imaginación y era capaz de recoger de su anecdotario vital la historia que quería contar. El resto de los días transcurría en un sinfín de conversaciones sin escribir una línea, en las que perfilaban la manera de hablar y de comportarse de cada personaje: al día siguiente, el director hallaba sobre su mesa un bosquejo o una escena completa que Azcona había escrito esa misma noche. Así día tras día...
Luego, la técnica es lo más parecido a un proceso alimentario que se pueda imaginar... Casi, casi como hacer una paella:
Una vez perfilada la historia y el registro verbal en que iba a desenvolverse cada personaje, había que desencajar al personaje de su cliché posible, para que no fuera un esquema sin más o un personaje prototípico, y procedía a llenarlo de nuevo de sentimientos, historias y experiencias: es lo que Azcona llamaba “la descojonación”, de la que hablaremos también estos días (os la explicaré detenidamente porque es un proceso complicado)
Cuando la idea de la historia estaba definida, había que proceder a ampliarla hasta los límites de un guión de noventa minutos y retorcerla hasta límites amorales, revelar desde ella nuestras miserias más escondidas, nuestros miedos, nuestros deseos escondidos, esos que nos hacen frágiles y sensibles, esos que tratamos de esconder pero que a la vez nos hacen creíbles. Los héroes de Azcona son de pelapatatas, no de ametralladoras...
Después, había que pasar la historia por el tamiz de las experiencias –como se pasa el tomate por el chino- , ya fueran propias o ajenas: discutía los sucedidos a cada personaje con historias que hubieran sucedido a unos y otros, presentes o ausentes en la conversación, las cruzaba con cosas que hubiera oído en el autobús o en el metro, las trufaba con frases o acontecimientos leídos en La Codorniz, con vivencias , con sucesos leídos con prensa, con todo lo que su ojo escrutador hubiera podido ver desde el fondo del bar... Procedía entonces a la “aleación” de experiencias: cada historia tenía que ser un sofrito que se amalgama a fuego lento y cuyos sabores se entremezclan con la paciencia que da la vida que se sabe a fuego lento.
A continuación, convenía dejar reposar ese “sofrito” de historia para que hablara por sí mismo, para que dejara ver las incoherencias, para que los personajes fueran fermentando sus vivencias poco a poco, acompañando a sus paridores en cada acción, nutriéndose de nuevas posibilidades que la vida aporta, exhalando el aroma al punto de saber que la historia está preparada para empezar a contarse por sí misma, es decir, que los propios personajes la vayan contando sin necesidad de que Azcona tuviera que hacer nada... Azcona se escondía entonces y cada personaje tomaba la batuta de su vida... Al final, él se disolvía en la historia con el azafrán en el caldo, y se evaporaba en sus ingredientes como el caldo mismo termina por desaparecer, dejando su sabor aéreo y marchándose sin que nadie supiera por dónde había escapado. De sus historias quedan personajes gloriosos... Y poco autor.
La historia se iba cociendo por sí misma, los personajes se apoderaban de ella, se hacían fuertes y la dirigían desde sus miserias y debilidades, trasuntos que tan pronto nos hacen reír como llorar, amargura y carcajada, vergüenza, sonrojo y descojonamiento a paletadas...
Finalmente, esa historia fermentada, recibe lo que podríamos llamar “el incremento”, ese punto que convierte la historia en algo inaudito y a la vez creíble, ese punto creciente de tensión que nos lleva a un estado de sensibilidad cercano a lo que en castellano llamamos "reír por no llorar".
La historia no termina ahí, la historia termina cuando el lector acaba de digerir lo vivenciado.
Debe ser por eso que las novelas de Azcona no se acaban nunca de leer...
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