miércoles, 12 de agosto de 2009
Para quien leyera "A este lado del paraíso"
Después de este paréntesis veraniego (ya me disculparéis pero desde mi tienda de campaña itinerante era difícil encontrar ratos para escribiros) volvemos a la carga. Incorporamos como estaba prometido y para los que decidisteis leer "A este lado del paraíso" alguna nota que facilite la lectura.
Dice Justo Navarro, excelente traductor de Scott Fitzgerald, que una de las constantes en sus relatos y novelas es el fulgor: en su prosa hay un brillo impertinente que amenaza con apagarse pero que resulta más intenso cuanto mayor es el riesgo de apagón vital;brillan las luces de neón, las candilejas, los letreros luminosos, las flores, las joyas, los cabellos, los carteles de las gasolineras, los cohces, las copas de vino, las refulgentes miradas de los enamorados e incluso el desencanto tiene una luminosidad especial en Scott Fitzgerald. Cuanto mayor es el abismo al que se asoman los personajes, mayor es su fulgor.
Francis Scott Fitzgerald es joven en los años veinte (tiene 24 años al comienzo de la década) y los vive con toda su intensidad (esa, es la palabra). Todo en su edad tiene un aire de comedia, porque los años veinte conceden al joven Francis la convicción de que todo es opulencia y de que todo se escapa. Es insultantemente feliz, pero se trata de una felicidad fugaz, que corre delante de quien intenta atraparla; felicidad de fiestas hasta el amanecer, de trajes caros, cócteles, perfumes y trajes de noche, bailes enloquecidos y amores repentinos que se van como llegaron, con ruido y alcohol. Todo el mundo busca en el mundo de Scottie algo que estuvo a punto de conseguir y no obtuvo: Gatsby persigue un primer amor, desengañado de todo su dinero y sus heroicidades de cartel de cine. Amory, protagonista de A este lado del paraíso, persigue algo que no sabe qué es ni dónde está, y acaba encontrando la única laguna en que encuentra algo de sí mismo: el egoísmo.
Scott Fitzgerald fue en realidad un extraordinario escritor de cuentos que se incorporó de vez en cuando – sin demasiado éxito, todo hay que decirlo- en el mundo de la novela. Los cuentos le proporcionaban mucho dinero, más del que nunca podría ganar con las novelas. En aquellos momentos de crisis, la gente leía revistas como Saturday Evening Post, Red Book, Esquire, Collier's, Metropolitan o McCall's, y en todas ellas conseguía colocar su agente Harold Ober aquellos extraños cuentos sin aparente fondo, extrañamente simples, pero cautivadores como flores raras que sólo nacen al alba y desaparecen al atardecer. Llegó a ganar con esos cuentos 4000 dólares, cantidad desorbitada en comparación con las ganacias que le proporcionaban las novelas: A este lado del paraíso vendió 52000 ejemplares y le hizo ganar 15000 dólares, pero Gatsby y Suave es la noche fueron un absoluto desastre. La desproporción llegío a tal punto que en 1929, los derechos de sus novelas le supusieron 31'77 dólares mientras los relatos vendidos al Post le ingresaron 30000 doĺares de la época (unos 240000 euros de la actualidad). Todo lo quemó Scottie en noches de blanco satén.
Y llegó el crack-up, fractura que da título al que es, probablemente, el mejor libro de Fitzgerald: una colección de ensayos en la que revisa concienzudamente los años del jazz y su herencia frágil e intensa como el brillo del cristal. Ya se adivinaba en sus cuentos un cierto regusto a desastre: no tenían precisamente finales felices y siempre solían dar un giro inesperado pero calculadamente estrepitoso, como le gustaba a su creador. Cuando abordaba una novela, aprovechaba con frecuencia los materiales de sus cuentos, de modo que quien lea la excelente colección publicada años atrás por Alfaguara en dos volúmenes descubrirá más tarde en sus novelas desarrollos inopinados y sugerentes.
Si algún contemporáneo de Scott Fitzgerald se hubiera atrevido a augurar que éste acabaría siendo un clásico, hubiera sido difícil apagarle una sonrisa irónica: era considerado un escritor simple e incluso un abanderado de la cursilería de los veinte, un campeón de la simpleza... Nada más alejado de la verdad: Fitzgerald retrata con la fidelidad del testigo la decadencia de la cultura, la trampa de Europa, los estragos del exceso, el terror al vacío y la tendencia a correr hacia la luz que asola al ser humano, aunque esa luminosidad acabe convirtiéndose en ataúd de hermoso cristal.
Scott Fitzgerald en realidad está obsesionado con el tiempo, al que sabe vaciar de metafísica. El filósofo rumano-francés Cioran le dedica unas lúcidas páginas en las que le repocha no haberse ocupado con mayor atención de la noche, escenario de muchas tramas de Fitzgerald, pero es que en realidad, como bien reconoce Cioran, es un novelista que se reconoce hijo del fracaso. Acepta la realidad porque es la única forma de equilibrio posible en un mundo desordenado que se desmorona como un castillo de naipes en el crack del 29. Y la aceptación del fracaso es el equilibrio del vencido. No hay escapatoria para quien ha vivdo en la opulencia y se ve obligado a reconocer que no hay escapatoria ni salida ni esperanza. La relación con su esposa Zelda revela estas inconsistencias: alcohólicos ambos, esquizofrénica ella, abandonado él a su infierno particular de saberse desterrado de un mundo loco y feliz que ya no volverá, muere ella en un incendio de la residencia de dementes que la albergaba y él de una muerte pronta que le arrebata a las letras a los cuarenta y cuatro años.
Que fuera autor admirado por T.S. Elliot, Faulkner (estimaba especialmente su Benjamin Button, que acabamos de ver en cine y reeditado hace unos meses) o Capote no es sino señal inequívoca de que estamos ante una joya literaria. Quien lea A este lado del Paraíso tendrá quizá la sensación de que no tiene músculo, de que se trata de una novela simple, de que apenas sucede nada sorprendente, que no aporta técnicas especiales o riesgos arquitectónicos.. Estará leyendo otra novela: la atmósfera de Fitzgerald es lo más próximo a aquella época que nadie pueda imaginar. Y este libro reposa como un vino ligero que no ofrece sus aromas hasta un tiempo en que de nuevo el paladar reclama releer a Fitzgerald como una necesidad vital.
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