martes, 31 de enero de 2023

El MARTES 7 DE FEBRERO (recordad el cambio de fecha) tenemos una cita para comentar "La vida agria", de Luciano Bianciardi

  





De la web de la editorial Errata Naturae:

"(Grosseto, 1922 – Milán, 1971) Es una de las figuras fundamentales de la cultura italiana de los años cincuenta y sesenta. Rebelde y romántico, anarquista y revolucionario, Bianciardi era un hombre versátil: además de escritor, fue bibliotecario, profesor, editor, periodista y traductor (firmó un centenar de traducciones de algunos de los más importantes escritores norteamericanos: Faulkner, Steinbeck, Miller, Bellow, Brautigan…). En 1954 se muda a Milán, donde empieza a trabajar en la editorial Feltrinelli, con la intención de llevar a cabo en esa ciudad la «revolución cultural» que había resultado imposible en la provincia. Intolerante con las imposiciones empresariales y deseoso de romper los esquemas culturales de su época, es despedido al poco tiempo. Comienza entonces su larga trayectoria como traductor y la redacción de La vida agria y El trabajo cultural, ambos publicados en castellano por Errata naturae. Inconformista, se niega a plegarse a los dictados de la industria cultural que lo rodea incluso después del gran éxito de sus novelas. Cada vez se encierra más en sí mismo y se entrega al alcohol, que lo conducirá a la muerte en 1971."


De la web de la Fondazione Luciano Bianciardi

BIOGRAFÍA DE LUCIANO BIANCIARDI

escritor, traductor, periodista (Grosseto 1922 - Milán 1971)

Desde muy joven se apasionó por el Risorgimento, gracias a la lectura de I Mille de Giuseppe Bandi, un garibaldiano de Gavorrano.

Estudió en la escuela secundaria "Carducci-Ricasoli" en Grosseto y luego se matriculó en la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de Pisa en noviembre de 1940. A fines de enero de 1943 fue reclutado. y enviado a Foggia donde presencia el bombardeo aliado y, tras el armisticio, en 1944 se une a una unidad de soldados británicos, como intérprete.

En noviembre de 1945 retornó a los estudios universitarios, licenciándose en filosofía en febrero de 1948 bajo la dirección de Guido Calogero con una tesis sobre el pedagogo estadounidense John Dewey.

De regreso en Grosseto, se casa con Adria Belardi, recibe del Municipio de Grosseto el encargo de ordenar la biblioteca "Chelliana", recorre el territorio con el bibliobus (una camioneta que transportaba libros para leer en las aldeas y haciendas dispersas), enseña a los idioma inglés en la secundaria y filosofía en la secundaria, organiza el cine club, da vida junto a Carlo Cassola y Marcello Morante a la experiencia política del movimiento de la Unidad Popular, inicia sus primeras colaboraciones periodísticas: dedicará las páginas de Il lavoro a la vida en el Grosseto cultural .

A finales de junio de 1954, tras la tragedia minera de Ribolla (sobre la que escribió el célebre reportaje I minatori della Maremma con su amigo Cassola ), Bianciardi emigró a Milán para trabajar como redactor de la nueva editorial Feltrinelli; despedido, se especializa como traductor (son famosas sus traducciones de Los trópicos de Henry Miller , en total "entregará", como dijo, más de 100 libros al italiano), comienza a escribir novelas, continúa su actividad como el periodista.

Frecuenta el mundo bohemio de Brera, intelectuales, fotógrafos, hombres y mujeres del mundo del espectáculo.

Tras el éxito de La vita agra (1962), se trasladó a Rapallo en 1964 y se dedicó a su gran pasión, el Risorgimento (escribiendo La Battaglia soda , Daghela Avanti un passo , Open fire ), intensificando su labor periodística con artículos de vestuario. , deporte (sobre el deportivo Guerin dirigido por Gianni Brera) y sobre todo crítica televisiva (su columna Telebianciardi es famosa ) y cine.

Pasa por algunos procesos por ser un escritor mordazmente satírico, lo que le amarga mucho.

En los últimos años volvió cada vez más a Grosseto con sus hijos Ettore y Luciana (en Milán vivió con la escritora Maria Jatosti y su hijo Marcello).

Murió en Milán el 14 de noviembre de 1971 y fue enterrado en Grosseto.


 P. Corrias, Agra vida de un anarquista: Luciano Bianciardi en Milán

“Los italianos estamos llenos de deudas con Bianciardi. Le debemos todos los libros que hemos leído, desde Bellow hasta Mailer, Faulkner, Henry Miller... le debemos una historia inolvidable en la que tradujo lo que había en su corazón... todavía le debemos la negativa del éxito. ..".

Alvaro Bertani, De Grosseto a Milán: la corta vida de Luciano Bianciardi

“Nunca he conocido personalmente a Luciano Bianciardi, he conocido y conozco Milán como la palma de mi mano. Conozco y he frecuentado Brera y su fauna humana desde finales de los 60 hasta los 70, formando parte de ella a lo largo de las noches locas de tabaco y alcohol…”

Edición ExCogita


En NAIZ

Luciano Bianciardi, el escritor que enseñó pelota a los italianos

Hace 100 años nacía este intelectual toscano, un verdadero outsider en la literatura del siglo XX. Parte de su obra maestra, ‘La vita agra’, está ambientada en el viejo frontón Jai Alai del centro de Milán, ciudad que odiaba desesperadamente.

A Luciano Bianciardi no le habría gustado nada ver un recuerdo de su nacimiento, a 100 años de distancia de aquel 14 de diciembre de 1922. No era un tipo amigo de celebraciones. Mejor dicho, se trataba de una persona eminentemente práctica y que, pese a ello, es considerada como una de las más infravaloradas de la cultura italiana del siglo XX.

Su obra maestra, ‘La vita agra’, de 1962, es el retrato anticonformista de una sociedad posbélica ya proyectada hacia el capitalismo salvaje. Pero junto a ello, Bianciardi ha sido el autor que ha hecho conocer al público del Belpaese algo tan vasco como la pelota.

Vía Palermo

Guardo un recuerdo personal, de cuando trabajaba en ‘La Gazzetta dello Sport’. Su redacción se encontraba en Vía Solferino, justo al lado del coqueto barrio de Brera, en el centro histórico de Milán. Una zona llena de talleres de artistas en callejuelas peatonales, a las que ir en bici o andando, especialmente en la tarde-noche, era una gozada.

Una de estas calles es Vía Palermo, de un solo y estrecho carril, que une Vía Solferino y Corso Garibaldi. Yo pasaba por allí y siempre me encontraba con el viejo Jai Alai. Mejor dicho, con el cartel rojo magenta pintado de blanco, ‘Pelota Jai Alai’.

Ni mas ni menos que el antiguo frontón donde se podía asistir a los partidos de cesta punta entre las décadas de los 50 y los 90. Luego la pelota pasaría de moda y siendo Milán una ciudad basada en la facturación, directamente sería sustituida por algo más rentable: un sitio para desfiles y eventos.

Pero sí, desde 1947 hasta 1997, la capital lombarda mantuvo su frontón para la cesta punta, llamado Sferisterio. Era realmente el símbolo de otra época, donde durante la semana siempre había algún partido y los fines de semana, el lugar se llenaba hasta con 1.200 personas dispuestas a gritar y apostar. Dentro de la cancha, los pelotaris vascos: Zubiza, Echeva, Ugarte, Zarasola, Oleaga...

Este mundo era la Meca para los aficionados de la ciudad y también para la gente de ese entorno, artistas a menudo sin un duro, pero enamorados del juego de la cesta punta. Por decir un nombre, Luciano Bianciardi, que habitaba con su pareja en un tristísimo piso con poca calefacción en la misma Vía Solferino.

Las primeras páginas de ‘La vita agra’, el libro que ha llevado el escritor a la gloria, están ambientadas en el Jai Alai de Vía Palermo. Huele a humo de cigarros, a gritos, a ruido de pelota contra las paredes, hay aplausos e insultos.

Escribe Bianciardi en la novela sobre sus amigos pelotaris: «Entraban dos a la vez desde una jaula allí al fondo, vestidos de blanco, atándose la cesta en la muñeca, serios y trapicheando, la mayoría dando largos pasos, pocos corren, como por ejemplo Angel, alardeando. Ya los conocía a todos: el viejo Arata, listo, imprevisible con sus truques, sus saques bajos y lentos que caían justo por encima de la chapa. Poderoso y callado Luis […] Gruñon y de cara lívida Aldezabal, como todos los que tienen bronquitis crónica».

«A quien admiraba más era a Gazaga, llamado ‘brazo de hierro’. Sabía sobre Franco, Asturias, la pobreza de su familia, y también cómo era Tampa», escribe Bianciardi

Bianciardi no elude el entorno histórico de la vida de los pelotaris: «A quien admiraba más era a Gazaga, llamado ‘brazo de hierro’. […] Hablé con él, era un hombre muy serio: sabía sobre Franco, Asturias, la pobreza de su familia, y también cómo era Tampa, en Estados Unidos, adonde iba a jugar por lo menos dos veces al año».

El escritor nos acerca muchísimo a este mundo y a sus personajes. Habla del «maldito que no deja de toser» Aldezabal y de otros que vivían en pisos subalquilados de Brera, en esta Milán de los años 50-60 donde, después de los partidos, los espectadores volvían a sus casas, mientras Bianciardi se iba con los vascos a comer platos simples, pero cargados de proteínas en las tabernas del barrio. Donde igual a veces, ya pasada la medianoche, se encontraban pintores, escultores y fotógrafos: el más famoso, un verdadero lugar de culto, el Bar Jamaica, que todavía existe.

Luciano Bianciardi era ‘agro’, amargo, como la tierra donde nació: la Maremma. Un lugar que se extiende al sur de la Toscana y desborda hasta el norte del Lazio, y donde la vida se mide siguiendo tradiciones y rituales milenarios. Los colores principales son el amarillo oscuro o el marrón, tanto hoy como en el pasado, cuando ya se notaban en el arte preimpresionista de los Macchiaioli, pintores casi todos de esta zona entre Livorno y Grosseto, donde elaboraban grandes telas representando escenas burguesas o de ambientación histórica pero reciente, en un momento en que se estaba unificando Italia.

La Maremma tiene sus perros llamados ‘pastori’ y ganaderos inmersos en una vida laboriosa, con poco ocio. Estos cowboys se mueven a caballo entre los pastos y tienen un nombre que les define perfectamente: ‘Butteri’. Una vida rural alentada por el alma toscana, una región hecha de gente que si tiene algo que decir, no se esconde, orgullosa y dispuesta a dar su vida por un ideal. Pero no una Toscana de postal, no Florencia ni Pisa ni Siena y sus colinas del Chianti, ni siquiera la elegante Lucca, sino la Maremma donde hoy día todavía se trabaja en los campos o en el sector de las minas y del metal.

La mecha que prendió la carrera de Bianciardi fue un accidente en una mina que provocó 43 muertos cerca de su ciudad, Grosseto

En la segunda posguerra, hubo una mecha que llevó a Bianciardi a empezar su carrera como autor: un accidente en 1954 en una mina que provocó 43 muertos en Ribolla, una urbanización cerca de su ciudad natal, Grosseto. Suficiente para escribir junto a Carlo Cassola, otro gran intelectual italiano del siglo XX, el ensayo ‘Los mineros de la Maremma’.

Bianciardi venía de una familia de nivel medio y durante la Resistencia, había hecho de traductor para las tropas anglo-estadounidenses. Brillante estudiante en la Universidad de Pisa, una de las más prestigiosas de Italia, quería convertir su Grosseto en un intenso centro cultural. Desafortunadamente llegó a ser solamente el responsable de la biblioteca de la ciudad. Sus aspiraciones, de todas formas, eran muy distintas y para lograrlas, había que conquistar el corazón cultural de la Península, la ciudad donde todos querían un escaparate: Milán.

«Toda Italia será como Milán»

Después de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad lombarda era el motor económico de un país devastado por el conflicto. El epicentro del ‘boom’, una explosión laboral sin precedentes, inflada por el dinero del Estado, que a su vez llegaba desde el extranjero.

Prácticamente desde toda Italia, la gente cogía un tren y llegaba ilusionada hasta el Duomo. Desde ahí, como un hormiguero, se desparramaba en busca de un trabajo que tarde o temprano llegaba, sobre todo en el sector industrial. Empresas pequeñas y grandes fichaban, los negocios se multiplicaban y los ritmos empezaban a ser muy «milaneses», extremos y para alguno insostenibles.

Suponía una avalancha que se notaba en otros sectores, como la cultura. Leer era un pasatiempo habitual, la televisión casi no existía y los nuevos editores invertían en traductores, porque desde el extranjero iban llegando autores a veces más interesantes que los italianos.

Bianciardi era uno de estos. Empezó a traducir para la editorial Feltrinelli desde su pequeño piso de Vía Solferino: eran 10 liras por línea, un salario que le permitía vivir al límite, sin ahorrar. El de Grosseto había pensado ingenuamente que llegar a Milán iba a significar convertirse en un autor respetado, gracias a su anterior trabajo. ‘Los mineros de la Maremma’ había dado mucho que hablar, sí, pero de momento, su oficio sería traducir a Henry Miller y John Steinbeck, por ejemplo, desde el lunes hasta el sábado. El domingo lo dedicaba a escribir sus obras y Feltrinelli le publicó la primera, ’El trabajo cultural’, en 1957.

Sin embargo, la vida de Bianciardi era frustrante y alienante. De esta rabia acumulada nació el proyecto ‘La vita agra’ (cuyo subtitulo es ‘La amarga historia de un intelectual de provincias’), novela autobiográfica y al mismo tiempo ensayo sociocultural, un libro único en la literatura italiana.

El protagonista de la historia, además de dedicarse a la pelota en Vía Palermo, tiene como objetivo real vengarse por los mineros de Ribolla. ¿Y cómo? A través de un atentado, una bomba en la sede de la Montecatini, uno de los símbolos del boom económico. No lo consigue y se convierte en un engranaje de la máquina, un traductor mal pagado. «En veinte años, toda Italia será como Milán», es uno de sus epitafios.

‘La vida agra’ convirtió a Bianciardi en el autor de moda, el «anarquista de provincias». Pero rechazó ofertas editoriales

Corría el año 1962, Bianciardi había sido despedido por Feltrinelli por «escaso rendimiento», pero gracias a ‘La vita agra’ se convirtió en el autor de moda, el «anarquista de provincia». Y es que el libro era un éxito absoluto, con miles y miles de copias vendidas.

Como suele suceder, el poder intentó asimilarlo ofreciéndole de todo a nivel editorial, pero el maremmano se mostró coherente con sus ideales y no lo aceptó. Siguió ejerciendo de traductor y colaborando a saltos de una revista a otra, incluidas deportivas como ‘Guerin Sportivo’.

Bebía, bebía muchísimo, en cantidades industriales. Intentó la fuga, se fue a Rapallo en la costa de la Liguria, pero tenía que volver a Milán, a la que odiaba y despreciaba, pero donde estaba su mundo, el editorial y cultural. Era ya un muerto que caminaba, la cirrosis le estaba destrozando el hígado y el alma: murió prácticamente solo, en noviembre de 1971, sin haber cumplido 49 años.

Lentamente todo el trabajo de Bianciardi ha sido recuperado por la crítica: hoy es un nombre casi de culto, un intelectual outsider cuya opinión sobre el día de hoy sería muy interesante conocer.

Al mismo tiempo, sus amigos pelotaris vascos, después de haber ahorrado bastante dinero, han abierto en Milán su propio restaurante, por supuesto euskaldun: la Taverna Basca.

EN AJOBLANCO

Luciano Bianciardi contra la cultura

BLOG POR MARIO S. ARSENAL

Hay novelas que sin ser brillantes, definitivas o incluso excepcionales, acaban convirtiéndose en libros inagotables. Sucede porque su peculiar sentido de la verosimilitud nos invita a trazar un puente entre tiempos aparentemente remotos. Y esto hace que algunas narraciones que no se han prodigado en elogios, beneficiado de la repercusión mediática, o suscitado unanimidad de alguna clase, alcancen la categoría de obras necesarias. Digo necesarias porque cuando el tiempo se diluye y deja de existir en ese voladizo tectónico que es la historia, la obra —una novela, una pintura— comienza a hablar el lenguaje inagotable de lo universal. En tiempos de hiperactualidad, donde el día a día lo engulle todo sin un fin concreto más allá del revuelo, la monitorización y la persecución de clicks en cascada, la reflexión sigue siendo, mucho más que el sentido crítico, una forma efectiva de combatir nuestra fiebre odierna. Por eso existe la figura del editor venturoso, que se lanza a publicar libros que no engrosan su bolsillo, libros que resumen sus facturas con un signo negativo, libros que son fruto del delirio y no de la supervivencia. Todos esos obstáculos inimaginables son una realidad; por tanto hay que reconocer a esos cafres de las editoriales el mérito de enriquecer nuestras vidas y, con ellas, también el mundo. Aquí es donde entra precisamente la necesidad de las cosas, de los libros y de la memoria.

En ese sentido, es cosa de Errata Naturae que presentar a Luciano Bianciardi (1922-1971) en España no sea un ejercicio inédito. Acaban de traducir El trabajo cultural, pero ya hicieron lo propio con La vida agria, dos obras entre las que media un lustro (el mismo entre ambas traducciones) y que sirven de corolario a más de tres décadas de profesión al servicio de las letras por las que Bianciardi obtuvo el reconocimiento definitivo —aunque asoslayado— de la comunidad literaria. Desconocido en medio mundo y en parte del otro, su trabajo gozó de cierta aceptación pero su obra no ha envejecido de igual modo, pasando prácticamente inadvertida hasta nuestros días. Por suerte, nada bueno llega con retraso. Dado que la actualidad es una sustancia volátil que tan pronto nos irrita como nos consuela, el criterio y el valor requieren de un muro de piedra donde marcar con una tiza su envergadura. Hemos olvidado el significado del reposo, el sentido del sosiego, el tamaño que adquieren las palabras cuando las paladeamos. Esto explica que Bianciardi, con una carrera literaria abrumadora a sus espaldas, entre los 70 y los 90 desapareciera del imaginario —¿se llama canon?— literario. El porqué se intuye, pero no se sabe.

El trabajo cultural (1957) es una novela que narra la transformación de un país, Italia, que ha logrado sobrevivir a dos conflictos mundiales y que ahora se encuentra agitado por el aguijón del comunismo. Bianciardi escoge un pueblo cercano a su ciudad natal, Grosseto, una zona de la Toscana donde «pellizcarle la mejilla a un hombre y decirle que se vaya a la cama es una ofensa cruenta», y esboza un ensayo irónico en defensa del origen de las cosas (como etimología de la ciudad, qué significan los nombres), un canto emotivo a la memoria de la tierra (pastores que predicen la lluvia en los ojos de las reses) y un lienzo social, político y cultural en el que podemos vernos reflejados a pesar de los años que nos separan. Tiene para todos: «Ahora, más que un partido político parecía una mezcla entre secta de conspiradores y círculo de viejos amigos», dice de los republicanos. «Ya no eran la sal de la tierra, los perros guardianes de la sociedad, los pioneros del futuro, los ingenieros del alma», refiriéndose a los intelectuales. Y cuando se refiere a los jóvenes: «Siguen sentados a las mesas en la acera del café; están todos un poco más gordos, pero siguen silbando, con los labios en forma de culo de gallina y los párpados entornados. Sólo los abren cuando pasa una chica. ¿Y esa qué?, se preguntan, ¿folla? ¿Es fácil?». Sus dardos apuntan meridianamente a la clase media burguesa que nació con la democracia y los primeros destellos del libre mercado, a ese tipo de amigos que «tomaban el té, hacían horóscopos chinos, [y] se leían los unos a los otros sus relatos, sus poesías».

Traductor incansable y garibaldino confeso, Bianciardi jamás ocultó sus esperanzas de ver abrirse paso a una Italia nueva capaz de superar el lastre de su historia. Operó con rabia y, al final, más que enterrar su pasado, predijo su futuro. A finales de los 50 se atrevió con los grandes nombres de la literatura mundial: Bellow, Conrad, Stevenson, La Rochelle, Faulkner, Steinbeck, Barth o John Berger se encuentran entre los que fueron objeto de una labor de traducción inseparable de su propia literatura. El resultado fue una obra que nunca pudo desligarse de la vida de su autor, obra y vida militantes (por las que se entiende la omisión del mercado editorial) al servicio de un mundo mejor que él sólo pudo soñar en sus libros. Se dice en un momento dado: «La cultura carece de sentido si no nos ayuda a entender a los demás, a socorrer a los demás, a evitar el mal». Ahora reflexionen sobre el significado del verbo convivir y piensen cuál es la vigencia de esas palabras.

EN ESTANDARTE

La vida agria

09 de abril de 2012. David Cano

Hace poco, y al hilo de la recomendación de otro libro, El caracol obstinado, novela corta de Rachid Boudjedra para Cabaret Voltaire, poníamos de manifiesto esa tendencia, más proclive de lo humano, a la misantropía febril que al onanismo filantrópico, tan aparente y cívico, por otro lado. Hoy, aunque también mañana, seguro, y tras leer las páginas que Luciano Bianciardi dedica en La vida agria a repasar su experiencia personal, su paso por la vida, sólo podemos subrayarla. Sin embargo, en este caso el recreo no es obsesivo ni tan lacerante, aunque igualmente carcome, sino que la mirada del protagonista (suerte de álter ego de Bianciardi) dilata y obtura objetivo para, repasando el cauce abrupto de su historia y siguiendo unos episodios decisivos en el curso de su tiempo, hacer una crítica al sistema, pero ya no tanto desde el mismo, sino abanderando cierta disidencia. Otra de las posibles revoluciones, cuando no salidas, u otra forma de rebullirse y posicionarse ante semejante disposición natural tan fatigosa: la vida. Algo que siempre llevó a gala como autor, como personalidad y periodista rebelde, inconformista con pedigrí y anarquista ligeramente incendiario. Y, también muy significativo, sobre todo en determinados ámbitos profesionales, como defensor de la cultura al margen de los mecanismos que han angostado y viciado su esencia trasladándola al terreno de la industria. Y como informador honesto. Como para no encerrarse en sí mismo y entregarse al alcohol. Ley de vida, diríamos. La vida agria.

Errata Naturae publica, por primera vez traducido al castellano, la más personal, vigorosa (y vigente, sea dicho de paso) novela de Luciano Bianciardi y nos promete que será sólo el comienzo de otras tantas publicaciones del italiano. Nos alegramos. Lo hace en su colección El pasaje de los panoramas, porque tiene a la ciudad, un Milán que no se dice ni desdice, pero que interviene, como escenario determinante, como protagonista (vivo) de la narración. Ciudad absorbente como lo es Berlín o París, también repensadas como tablero de encrucijadas, pasadizos y nuevas realidades para la suerte o la desgracia de lo humano. A la ciudad es donde se dirige el bibliotecario de provincias que lidera la narración en primera persona de esta novela en gran medida autobiográfica ambientada en los años de impacto económico de la Italia de los 50. Deja tras de sí mujer e hijo con el interés de denunciar, desde un periódico y ya en la ciudad, una supuesta negligencia profesional que acabó con la vida de cuarenta y tres personas en una mina de esa población de la que, también en parte, huye. Allí se instala en varias casas de acogida y hostales y se estrena con nuevas amistades, trabajos en la redacción y otros estilos de vida, paseando ante el lector con una ironía, de natural, resignada y revenida, por lo agrio de unas circunstancias que no son solo molestas en lo político y en lo social (en ese motivo suyo, frustrado, de delación primera), sino que lo son también a nivel económico, cívico e incluso consuetudinario. De ordinario.

Y, sin dramas especiales y entre la narrativa ligera de sus reflexiones resignadas, el diario testimonial y el periodismo, seguimos con él sus movimientos y vicisitudes en el gremio profesional (como periodista y como traductor editorial), su paulatino desengaño, sus fobias a determinados puntos aquí (como esos dos pasos de cebra tan simbólicos) o personas estigmatizadas, como las secretarias de tez térrea y gesto de oler pis; en una lectura dinámica e íntima que, salpicada de humor y mucha risa de sí mismo, ensalza la vida mediocre y la mediocridad de la vida. Del personaje, y como la hace Anna, su indulgente amante, nos encariñamos sin solución en su caída en una decadencia paulatina que es, en últimas, puro romanticismo y una de las grandes evasivas de la vida. La que, con total desencanto, nos ha tocado vivir. ¿Pero qué, qué es lo que queréis ver vosotros, so ectoplasmas? La vida es así.


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